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Cinco negros contra cinco blancos: el partido que cambió la historia del baloncesto americano

Cinco negros contra cinco blancos Final de la NCAA de 1966 DP
Final de la NCAA de 1966. (DP)

Los primeros años 60 fueron en Estados Unidos una tensa lucha entre la teoría y la práctica. Los empeños de los gobiernos de John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson por plasmar en leyes la igualdad entre blancos y negros en todo el país chocaban con la segregación en el día a día aún presente en casi todos los estados del sur, mayor cuanto más pequeña y más rural fuera la localidad. Puede que la esclavitud hubiera acabado un siglo antes, con el fin de la guerra civil, pero la desconfianza y los prejuicios seguían y seguían en una sola dirección.

Los años 1964 y 1965 fueron pródigos en iniciativas legales y en protestas en las calles. Poco después de llegar al poder tras la muerte del presidente Kennedy, Johnson promulgó la Ley por los Derechos Civiles, que debía poner fin a las injusticias contra los ciudadanos negros y acabar con todo eso de los cuartos de baño separados, los locales solo para blancos, los privilegios en el transporte… Un año después, Johnson dio un paso más allá con la aprobación de la Ley del Derecho al Voto, en la que se comprometía a que el gobierno federal garantizara el registro de ciudadanos negros en todo tipo de elecciones, especialmente, como es lógico, en los estados del sur.

¿En qué consistía exactamente la Voting Rights Act y qué realidad describía? En Estados Unidos, para votar, primero tienes que registrarte. Es en el registro en el que se comprueba que cumples todas las condiciones necesarias. Sin ese registro, no puedes votar. En 1965, tanto blancos como negros eran electores de pleno derecho, pero… ¿qué pasaría si sistemáticamente determinadas administraciones pusieran trabas a las solicitudes de los ciudadanos negros y se negaran a registrarles como votantes? Eso era lo que estaba pasando en varios estados del sur. Los negros, en la práctica, tenían un acceso al voto mucho más complicado que los blancos, lo que a su vez formaba parte de un círculo vicioso: todas las administraciones estaban copadas por blancos y no había manera de cambiar las cosas desde dentro.

Una cosa era lo que se dijera en el Distrito de Columbia y otra muy distinta la que se viviera apenas unos kilómetros al sur, en Virginia, uno de los estados confederados más emblemáticos de la guerra civil y donde más cruentas batallas se libraron. Por no hablar del cinturón de la esclavitud, empezando por el estado de Mississipi y continuando por Georgia, Tennesee, Arkansas y, sobre todo, Alabama. La capital de este último estado, Montgomery, había sido el destino de una de las marchas más polémicas de la época. Tras el asesinato de un ciudadano negro —Jimmie Lee Jackson— a manos de la policía, los movimientos por los derechos civiles organizaron una protesta que les llevaría de la ciudad de Selma, donde se produjo el asesinato, a Montgomery, ochenta y siete kilómetros a pie.

Todo parecía ir en orden cuando la propia policía de Alabama, bajo órdenes del gobernador George Wallace —famoso por llevar una insignia que decía «Never», como respuesta las peticiones de igualdad entre negros y blancos— organizó una emboscada en el puente Edmund Pettus y cargó violentamente contra los manifestantes. Hubo decenas de heridos y todos tuvieron que volver humillados a casa. Ahí apareció la figura del joven reverendo Martin Luther King Jr., que se dispuso a organizar una segunda marcha, idéntica a la primera apenas unos días después. Ante la negativa del gobernador Wallace de ofrecer protección, tuvo que ser el presidente Johnson el que mandara a la Guardia Nacional. Finalmente, el 25 de marzo de 1965, miles de manifestantes llegaban sanos y salvos a Montgomery. Tras la aprobación de la Voting Rights Act, el gobernador Wallace acabaría perdiendo su puesto en las elecciones de 1967.

A pesar de los intentos gubernamentales de normalizar las cosas, la tensión racial se sostuvo a lo largo de todo 1965: en el verano de aquel año, los estudiantes Raylawni Branch y Gwendolyn Elaine Armstrong se convirtieron en los primeros en matricularse en la Universidad del Sur de Mississipi. Ya en diciembre, el presidente Johnson anunció el futuro nombramiento de Robert C. Weaver, afroamericano, como secretario de estado de Vivienda y Desarrollo Urbano. Era el primer hombre de color negro en entrar en un gobierno de los Estados Unidos. Su primera reunión junto a sus compañeros del gabinete Johnson se produjo el 13 de enero de 1966. Diez días antes, habían matado al activista Sammy Younge Jr. en Tuskegee, de nuevo, estado de Alabama. El primer universitario que perdía la vida por su lucha a favor de los derechos civiles.

Vida y baloncesto en el estado «fronterizo» de Kentucky

Kentucky no era Alabama, pero desde luego no era tampoco Washington D.C. Kentucky tenía una historia y un presente curioso, con un pie en cada orilla. En Kentucky nacieron tanto Abraham Lincoln como el presidente confederado Jefferson Davis. Durante la guerra civil, Kentucky, un estado esclavista, se mantuvo fiel a la Unión sin dejar de coquetear con los confederados. Como «estado fronterizo» vivió batallas terribles y una propia guerra civil dentro de la guerra civil del país. Lincoln consideraba Kentucky como la clave no ya para proseguir hacia el sur, sino para proteger el norte.

Situado en el sudeste del país, en Kentucky se mantenía en 1966 una segregación soterrada, indiscutida, sobre la que no hacía falta hablar ni legislar. Al igual que en la vecina Indiana, el baloncesto lo era todo. Dirigido por el mítico Adolph Rupp, su equipo universitario de baloncesto había ganado cuatro veces el título de la NCAA desde el final de la II Guerra Mundial (1948, 1949, 1951 y 1958). Aunque ya habían pasado ocho años desde su último entorchado y UCLA había tomado el relevo como gran fuerza dominadora del campeonato (y eso que aún no podían disponer de Lew Alcindor, en el equipo de primer año), la temporada 1965/66 pintaba diferente. Olía a éxito rotundo.

Enero de 1966 no fue un mes de disturbios ni de manifestaciones en Kentucky sino de comunión en torno al equipo de Rupp. Tras un año anterior espantoso, los Wildcats marchaban invictos en la SEC (Conferencia del Sudeste). De hecho, solo perderían un partido en toda la temporada regular, el penúltimo, cuando ya no había nada en juego, ante la Universidad de Tennesee. Aquel era un equipo raro pero eficaz. Apenas contaba con hombres altos, hasta el punto de que el joven neoyorquino Pat Riley, la estrella junto a Louie Dampier, tenía que jugar de ala-pívot y en ocasiones de pívot puro y duro sin acercarse siquiera a los dos metros.

Como sucedía en todos los equipos de la SEC, los jugadores eran blancos, sin excepción. No era cuestión de Kentucky, no era cuestión de Adoph Rupp. Simplemente, era así. Durante muchos años se ha discutido si Rupp era un racista o no. Lo era. Pero lo era en un mundo y un contexto en el que determinadas expresiones —niggers, sobre todo— eran moneda de uso común. Una moneda hiriente para quien la recibía, pero no necesariamente para quien la daba. Rupp era tan racista que no sabía que lo era. Sus defensores eran tan racistas que el racismo les parecía normal, nada exclusivo de un entrenador del sudeste en los años 60.

Rupp se quejó públicamente en su momento de que la universidad le pedía que fichara a «más negratas». A Rupp, obviamente, no le gustaban los jugadores de color. No se fiaba de ellos y no era el único, precisamente. La tradición deportiva de Estados Unidos se había construido a través del béisbol, un deporte de blancos en el que solo las minorías culturales —italianos, portorriqueños…— encontraban su acomodo. Aunque esto fue cambiando después de la II Guerra Mundial —hasta 1947 Jackie Robinson no rompió el tabú afroamericano—, el prejuicio se mantuvo: los negros eran grandes atletas, pero no podían jugar deportes de equipo. Eran demasiado complejos para ellos.

Así, en la NFL, que aún ni siquiera había instaurado la icónica Super Bowl (la primera edición sería en 1967), el campo se llenaba de defensores negros y corredores negros… pero quarterbacks blancos. Los blancos eran los que dominaban el juego y los negros, como mucho, daban para culminar las acciones diseñadas. Aunque Bill Russell y Wilt Chamberlain fueran los grandes dominadores de la NBA en los cincuenta y los sesenta, los ídolos nacionales eran Bob Cousy y, años después, Jerry West. Como decía el propio Russell, la política en los equipos de la época era «jugar con dos negros en casa, tres fuera de casa y cuatro si íbamos perdiendo».

Los bases, en su gran mayoría, eran blancos. Todos los entrenadores lo eran —el primer entrenador negro fue el propio Russell, nombrado entrenador-jugador en ese mismo 1966, luego se unirían otros exjugadores como el mítico Lenny Wilkens, ya en los setenta— y se respetaba una cuota de mínimo cuatro o cinco jugadores blancos en los equipos profesionales para agradar a los espectadores, especialmente los del sur. Daba igual que Oscar Robertson o Elgin Baylor ya hubieran demostrado una comprensión del juego fuera de lo común. La idea era que los blancos no podían saltar… pero los negros no podían entender de verdad el juego.

Esa idea la compartía Adolph Rupp, desde luego… lo que no quiere decir que no intentara, puntualmente, reclutar a algún jugador negro. En 1964, lo intentó con Wes Unseld y en 1965, con Butch Beard. Cuando se reunió con los padres de Unseld para cerrar el acuerdo (Unseld era por entonces el mejor jugador de instituto de Estados Unidos y completaría una brillantísima carrera profesional), estos le preguntaron a Rupp si podía garantizar la seguridad de su hijo cuando tuvieran que jugar en Alabama, Mississipi, Georgia, etc. La respuesta de Rupp fue contundente: «No». Y, así, Unseld se fue a la competencia, a la Universidad de Louisville, donde no optaría a títulos, desde luego, pero tampoco sería señalado por ser negro. Louisville, también en Kentucky, jugaba en la integrada Conferencia del Valle del Missouri. De hecho, hasta 1967, cuando Vanderbilt reclutó a Perry Wallace, la SEC siguió siendo cosa exclusivamente de blancos.

La arriesgada apuesta de Don Haskins 

Texas era otra historia. Hasta cierto punto. De los primeros estados en proclamar su secesión durante la guerra civil, los linchamientos fueron habituales en un estado forjado desde la violencia hasta bien entrado el siglo XX. El asunto es que, en 1966, la cosa ya se había calmado o, más bien, de tener un problema con alguna raza, los supremacistas blancos de Texas, y más aún los de El Paso, lo tendrían con sus vecinos latinos de Ciudad Juárez. 

Tal vez por eso, la universidad de Texas Western, sita en la ciudad fronteriza, podía mezclar negros y blancos en sus equipos sin que nadie se escandalizara. Eso es lo que hizo el entrenador Don Haskins, un hombre pragmático, que no se cansó de repetir a lo largo de su vida que él no entendía de blancos ni de negros sino de jugadores de baloncesto. En ello, pudo influir una historia de juventud: Haskins creció en Enid, estado de Oklahoma, y llegó a ser una de las grandes figuras de su instituto. Con todo, había alguien mejor que él, un chico negro llamado Herman Carr.

Carr y Haskins jugaban uno contra uno después de los entrenamientos y Carr solía ganar. Sin embargo, cuando se tomaban un descanso para tomar agua, no podían compartir la misma fuente. Carr tenía que irse a la que tenía un cartel que ponía «colored». A Haskins le llovieron las becas para ir a la universidad —de hecho, jugó cuatro años en la actual Oklahoma State—. A Carr no le ofrecieron nada, así que acabó en el ejército, recién acabada la II Guerra Mundial.

Aunque Texas Western no era uno de los grandes programas de la NCAA ni sus partidos se televisaran en todo el país, es injusto vender aquí la historia de la Cenicienta. Desde la llegada de Haskins, la Universidad de El Paso se convirtió en un equipo potente y ganador, con muy buenos jugadores. En 1964, su estrella, Jim «Bad News» Barnes —negro— fue seleccionado como número uno del draft por los New York Knicks. Era un jugador maravilloso, de un enorme talento… pero que nunca supo adaptarse al profesionalismo. Pasó por cinco equipos distintos en siete años de carrera. Acompañó a Wilt Chamberlain en los Lakers y a Bill Russell en los Celtics, pero no consiguió la continuidad necesaria.

Incluso sin Jim Barnes, los Miners ganaron 18 partidos en 1965 y se clasificaron para la fase final del NIT, torneo paralelo a la NCAA con universidades de menor nivel. Para la temporada 1965/66, Haskins formó un equipo con siete jugadores negros, cuatro blancos y un latino. Los siete negros fueron los siete máximos anotadores del equipo, encabezados por Bobby Joe Hill y el todoterreno Dave Lattin. Junto a ellos, Orsten Artis, Nevil Shed, Harry Flournoy, Willie Cager y Willie Worsley. Ningún jugador de ninguna otra raza promedió más de cinco puntos por partido, aunque ocasionalmente alguno de los blancos salía en el quinteto titular para satisfacer a la grada.

Cuando jugaban fuera de casa recibían amenazas de muerte, como todos los equipos con jugadores afroamericanos. Les impedían el acceso a algunos hoteles y a algunos restaurantes. En una ocasión, cuenta el propio Willie Worsley, la policía tuvo que protegerles de camino al pabellón rival. Habían llamado a su hotel para asegurarles que les iban a disparar como a comadrejas. Con todo, el año de Texas Western fue tan bueno como el de Kentucky: ganaron los veintidós primeros partidos de la temporada regular y solo perdieron el último, ante Seattle.

Clasificados para el torneo de la NCAA como terceros cabezas de serie, los Miners supieron pronto lo que tendrían que sufrir para alzarse con el título. No tuvieron problemas para derrotar a Oklahoma City (89-74), pero en la segunda ronda se cruzaron con Cincinnati y la cosa se complicó: a mediados de la primera parte, iban diez puntos abajo, y solo consiguieron clasificarse para las finales regionales del medio-oeste tras una prórroga (78-76). Lo que se vivió ahí fue digno de una película de suspense.

El partido daba acceso a la Final Four, a disputarse aquel año en el campus de la Universidad de Maryland y el rival era la Universidad de Kansas, Kansas había sido uno de los grandes equipos de los años cincuenta: en 1952, se llevó el título y en 1953 y 1957 llegó a la final, este último año con Wilt Chamberlain en sus filas, antes de marcharse a jugar con los Harlem Globetrotters para ganarse un dinero. Por entonces, los jugadores tenían que cumplir su ciclo universitario si querían jugar en la NBA. 

Desde aquel año, los Jayhawks no habían vuelto a disputar el título y todo indicaba que la racha se rompería cuando JoJo White anotó en la prórroga sobre la bocina para dar el triunfo a su equipo. Sin embargo, uno de los árbitros consideró que había pisado la línea de banda y anuló la canasta. En la segunda prórroga, los Miners se impusieron 81-80. Estaban en la Final Four por primera vez en su historia. En Maryland, les acompañarían Utah, Duke… y Kentucky, los grandes favoritos al título tras haberse impuesto a Michigan en la final del medio-este.

«¡Tenéis que ganar a esos coons

A Don Haskins y sus jugadores les molestaba el ninguneo. Todo el mundo daba por hecho que el ganador de aquel año saldría de la semifinal entre Duke y Kentucky. Dos equipos disciplinados, aseados… y blancos. El prejuicio seguía en pie. Visto desde la distancia, aquel ninguneo resulta incomprensible: hemos visto que Texas Western era un equipo con buenos resultados recientes, buenos jugadores y una temporada casi impecable. Habían llegado con muchos apuros, sí, pero no dejaban de ser el tercer mejor equipo de todo el país.

Nadie se fijó en Texas Western cuando le ganó a Utah con cierta facilidad (85-78). El triunfo de Kentucky sobre Duke (83-79) lo eclipsó todo. La final se consideraba un trámite para los de Adolph Rupp, Pat Riley y Louie Dampier. En principio, Texas Western llevaría el partido al terreno físico, más improvisado. Kentucky controlaría el juego desde el orden y acabaría pasando por encima de su rival. El Cole Field House estaba lleno, como era de esperar, y las cámaras de televisión llevaban el partido a todo el país. Aquel 19 de marzo de 1966 cambiaría la historia del baloncesto estadounidense y supondría un sopapo en la cara de los supremacistas. Cinco jugadores blancos contra cinco jugadores negros se preparaban para el salto inicial en el que suponía el primer enfrentamiento entre ambas universidades. Curiosamente, de momento, también es el último.

Lo primero que se podía ver, más allá de la diferencia del color de la piel, era la diferencia de tamaño. Kentucky, como hemos dicho antes, era un equipo demasiado bajo. David Lattin sacaba una cabeza a todos sus rivales. En la grada, algunos aficionados sacaron sus banderas confederadas y la banda de Kentucky tocó «Dixie Land», el himno del sur durante la guerra civil. Negar el componente racial de base parece mucho negar, aunque los involucrados en el partido siempre lo hicieran. «Yo no pretendí revolucionar nada, solo puse a mis mejores jugadores para ganar un partido de baloncesto», repitió mil veces Haskins en entrevistas posteriores, incluso en un libro —Glory Road— del que se hizo una película de lo más fantasiosa.

El partido empezó con un tiro libre de Pat Riley. Un grupo de chicos y chicas colocados en la primera fila se levantaron para animar, en una especie de coreografía. Pompones y megáfonos. Entusiasmo postadolescente. En la otra banda, apenas dos o tres chicas de Texas Western intentaban mantener alta la moral de los suyos. El primer ataque de los de El Paso fue una demostración de intenciones: ante una zona algo descuidada, el balón llegó cómodamente a Dave Lattin cerca del aro. Viendo que solo tenía a Riley delante de él, se lanzó a por la canasta y la machacó con dos manos. La violencia del mate choca para la época. Riley, que saltó al tapón, se llevó la falta y un amago de trash-talking de Lattin, que además anotó el tiro libre.

Si alguien esperaba un paseo de Kentucky, la primera parte ya demostró que no iba a ser así. Tras varios cambios en el marcador, Texas Western llegó al descanso tres puntos por delante (34-31). Los bases controlaban el juego y los pívots sentenciaban. Todo ordenado y coherente. Todo «blanco», según los prejuicios. En el vestuario de Kentucky, un desquiciado Adolph Rupp gritaba a sus jugadores: «Tenéis que ganarles a esos mapaches —coon, término racista despectivo en inglés—. Tenéis que ir a por el grandullón y acabar con él». Ese lenguaje, ahora mismo, no sería ofensivo, sería intolerable. En la época, salió incluso en la crónica de Sports Illustrated sin que nadie le diera demasiada importancia. 

La segunda parte fue más relajada para los Miners. Rápidamente se fueron a los 6-8puntos de ventaja y no los soltaron, como si fueran la Jugoplastika de Split. Todo el mundo se dedicó a esperar una remontada de Kentucky que no llegó nunca. En un par de ocasiones se pusieron a 3 puntos —Riley y Dampier anotaron 19 cada uno, con una serie combinada de 15 de 40 en tiros de campo—, pero Texas Western —20 puntos de Hill, 16 de Lattin, 15 de Artis— no perdió los nervios y se acabó imponiendo con cierta comodidad (72-65). Nadie se lo podía creer y a nadie se le escapaba el dato: cinco negros habían podido con cinco blancos y no porque corrieran o saltaran mucho… simplemente, porque eran mejores.

Cómo el baloncesto se convirtió en un deporte de negros y fue un deporte aún mejor

Pat Riley tardó años en olvidar aquella derrota. Aún en los años 80, cuando coleccionaba títulos de la NBA junto a Magic Johnson, Kareem Abdul-Jabbar y James Worthy, sentía esa espinita clavada de la final que nunca debió perder. Durante años, pensó que los árbitros les habían robado, pero ese sentimiento es muy humano y no tiene por qué ser real. Con el tiempo, se dio cuenta de que simplemente habían sido peores, aunque no pudieran concebirlo. Riley llegó a tener una carrera NBA más que decente, elegido entre los primeros puestos del draft de 1967 por los San Diego Rockets pese a una lesión en la espalda.

Fue el único de los participantes en ese partido que llegó a brillar en la NBA, aunque Louie Dampier lo haría en la ABA. En 1972, como corajudo suplente, formó parte de los Lakers que ganaron el campeonato, encabezados por Jerry West y Wilt Chamberlain. Aquel sería el primero de los nueve anillos que lograría en su carrera (uno como jugador, uno como segundo entrenador, cinco como entrenador jefe y otros dos como ejecutivo jefe). Cuando acabó el partido, fue al vestuario de Texas Western y saludó uno por uno a los campeones. Nunca tuvo la sensación de estar felicitando a «negros», sino a rivales que se lo merecían.

No fue esa la sensación en el resto del país y desde luego no lo fue entre la comunidad afroamericana. El triunfo de Texas Western y la manera de conseguirlo acababa con el tópico de que los negros no sabían competir, que no eran suficientemente inteligentes y que no entendían los matices del juego. En unos tiempos de escasas victorias, la de Texas Western quedó en la cabeza de muchos de los que crecían en prospects o en guetos y veían en el baloncesto una manera de salir del «barrio».

A los dos meses, la universidad de Vanderbilt le ofreció una beca a Perry Wallace para jugar en su equipo y Wallace aceptó. Se convertía, como ya hemos dicho, en el primer jugador negro de la SouthEastern Conference. El MVP de aquel año sería Wilt Chamberlain, por segunda vez en su carrera. En los veinte siguientes años, solo tres jugadores blancos se harían con el honor: Dave Cowens, Bill Walton y Larry Bird. La NBA se fue convirtiendo a lo largo de los 70 en una liga de jugadores negros vista por millones de orgullosos aficionados negros. No es que el racismo desapareciera por completo —basta con recordar el caso de Donald Sterling y sus Clippers—, pero de alguna manera se convirtió en un lugar de tregua dentro de lo que seguía siendo el resto del país.

En 1967, las protestas raciales se extendieron al «cinturón de óxido», especialmente a Michigan y Ohio. Lo que había sido una cuestión rural se convertía de repente en una emergencia urbana. La necesidad de mejorar la vida de los barrios negros e integrar a sus habitantes en las grandes ciudades como Detroit, Cincinnati o Cleveland. En 1968, mientras el Congreso debatía sobre nuevas leyes por los derechos civiles, Martin Luther King Jr. moría asesinado por un francotirador un 4 de abril. Tenía treinta y nueve años. La ola de violencia y protestas que provocó el asesinato hizo, a su vez, que las medidas legales se aceleraran… pero también la conciencia entre la ciudadanía negra de que habían sido maltratados durante siglos de historia.

En los Juegos Olímpicos de 1968, John Carlos y Tommie Smith levantaron un puño enguantado en negro en el podio. Lew Alcindor, probablemente el jugador más dominante de la historia del baloncesto universitario, se había negado a viajar a México junto a muchos otros atletas negros. Protestaban así contra la desigualdad racial y la explotación del hombre blanco. Igual que Cassius Clay se había convertido en Muhammad Ali, Alcindor abrazó la religión musulmana y se cambió el nombre a Kareem Abdul-Jabbar. Su ejemplo cundió por el resto del país. Los años de las Panteras Negras, los años del también asesinado Malcolm X.

Como si su tiempo hubiera pasado en demasiados sentidos, Adolph Rupp abandonó la universidad de Kentucky en 1972. Moriría apenas cinco años más tarde. Don Haskins siguió en su puesto al frente de la universidad de Texas Western —conocida en la actualidad como Texas El Paso— hasta 1999. Su equipo no volvería a disputar una Final Four. De entre los héroes de Maryland, solo uno llegó a la NBA: el prodigioso Dave Lattin apenas disputó dos temporadas entre los Warriors de San Francisco y los Suns de Phoenix. Con su 1.98 era un pívot dominante en la NCAA… pero en la NBA no pasaba de un alero vulgar. Bobby Joe Hill, máximo anotador del equipo, ni siquiera fue drafteado.

Para una liga en la que no se aceptaron jugadores negros hasta 1950, no deja de ser llamativo que, entre los setenta y cinco mejores jugadores de la historia, recientemente elegidos, figuren hasta cincuenta y siete de raza negra. De los dieciocho blancos, solo ocho fueron drafteados después de 1966. Si es casualidad o no, que cada uno piense lo que quiera. El 19 de marzo de 1966 nadie pensaba en hacer historia pero se hizo. Probablemente, sin el triunfo de Texas Western, todo hubiera pasado de la misma manera, pero habría pasado más tarde.

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3 Comments

  1. Juanra

    El artículo es una maravilla.

  2. El artículo es maravilloso. ¡Enhorabuena! Da gusto ver que sigue habiendo periodismo del bueno.

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