Casualmente (o tal vez no), he recibido con pocas semanas de diferencia dos libros fascinantes y desazonadores que llevan el Art Brut en el título y en las entrañas: la novela de Jorge Portocarrero Art Brut Madrid (Huerga y Fierro, 2021) y el cómic de Oriol Malet y Christian Berst Un mundo de Art Brut (Norma, 2021).
Nunca mejor dicho, lo de las entrañas, en el caso de la novela de Portocarrero, pues su compleja trama gira alrededor de unos crímenes en los que los intestinos y otras vísceras de las víctimas se convierten en la materia prima de siniestras composiciones artísticas (una de ellas, dicho sea de paso, concebida como homenaje a García Márquez y a su Crónica de una muerte anunciada). Aunque no hay que dejarse engañar por los excesos, a menudo rayanos en el esperpento, de la novela —su eficaz utilización de lo que Tomás Marco ha denominado acertadamente «hipérbole retardada»—, pues lo más sustancial en ella es su reivindicación del indigenismo ultrajado (Portocarrero es peruano, aunque lleva mucho tiempo viviendo en Madrid), del que el Art Brut es en alguna medida metáfora o emblema; reivindicación que remite, en última instancia, a esa guerra permanente entre ricos y pobres de la que hablaba Platón. Una novela quijotesca, según ha señalado también Marco, donde realidad y ficción, cordura y locura, humor y tragedia se solapan y entremezclan, se complementan y alían en extraña sinergia para mostrarnos las entretelas del alma humana (y también las del cuerpo).
Decía Gregorio Marañón que el médico que es solo médico no es ni siquiera médico. Jorge Portocarrero, médico neurólogo (como el protagonista de su novela, con el que cabe sospechar alguna afinidad biográfica) y profesor en una universidad madrileña, según revela la solapa del libro, se hace eco cumplidamente del mandato implícito en la sentencia de Marañón, pues pone su experiencia profesional (su «poderosa medicina» de chamán-intérprete de lo invisible) al servicio de una historia que, en última instancia, quiere ser sanadora.
Y si por la novela de Portocarrero vaga invisible el espíritu del Art Brut, en el cómic de Malet y Berst se manifiesta con fuerza, casi con violencia, su imponente cuerpo de Frankenstein estético (y ético: nulla aesthetica sine ethica), su corpus heterogéneo y sobrecogedor. Pues los autores —un artista plástico y un galerista experto en el tema— asumen la nada fácil tarea de introducirnos, como nos advierten desde el título mismo, en el alucinante mundo del Art Brut «a través de la obra de algunos de sus máximos creadores. De su mano descubriremos la saga de las Vivian Girls imaginadas por Henry Darger, las témperas del prolífico Carlo Zinelli, las creaciones mediúmnicas de Madge Gill, la obra-mundo de Adolf Wölfli, la poesía de los inventos de Jean Perdrizet y la fuerza de las pinturas de Mary T. Smith». De su mano, nunca mejor dicho, pues, mediante un eficaz y creativo uso del pastiche, Oriol Malet deja que su mano de artista sea poseída (como en la mítica cinta de Robert Wiene Las manos de Orlac) por la de cada uno/a de los/as artistas que evoca e invoca.
Especialmente lograda la recreación del mundo de Darger, a quien en otro artículo comparé con Tolkien en unos términos que tienen algo que ver con la generalización propuesta más abajo: «En el extremo opuesto del erudito profesor de Oxford, en el lado oscuro de la irresistible fuerza fabuladora que compartían, el autodidacta e inadaptado Darger, solitario superviviente de una niñez espantosa, se construyó, con los mismos materiales y la misma obstinación, un universo-refugio muy similar en los aledaños de la locura (de otra locura menos compatible con la normalidad al uso). Y más allá de las consideraciones psicológicas o estéticas, el hecho de que uno de los narradores de más éxito y uno de los artistas marginales más cotizados del siglo XX coincidan en proponernos una huida hacia atrás, hacia el falso edén de la infancia y el maniqueísmo estupefaciente de los cuentos maravillosos, nos dice algo relevante —y poco halagüeño— sobre nuestra desquiciada sociedad».
La lectura casi simultánea de Art Brut Madrid y Un mundo de Art Brut, dos obras tan distintas y a la vez tan próximas, me ha llevado a reflexionar, como siempre nos llevan los buenos libros, sobre los temas que abordan y las cuestiones que plantean, y si tuviera que expresar en muy pocas palabras el resultado de esa reflexión diría que se ha traducido en una generalización resumible en una inversión de términos: del Art Brut al bruto arte, que es todo el arte (del mismo modo que podemos pasar de la literatura infantil a la infantil literatura, que es toda la literatura; pero ese es otro artículo), puesto que «bruto» es un inseparable epíteto de «arte» que, por ende, debe ir delante, como cuando decimos «blanca nieve» o «ancho mar».
Conviene señalar, dadas las numerosas acepciones del término, casi todas peyorativas, que cuando Jean Dubuffet llamó «brut» al arte marginal, usó el adjetivo (menos polisémico en francés) en el sentido de tosco, primitivo, sin pulir, como en la consabida expresión «diamante en bruto». Y en ese sentido el arte siempre es bruto, inacabado, visceral (del mismo modo que siempre es marginal, puesto que explora los márgenes e intenta rebasarlos). Lo tenía claro Susan Sontag cuando propugnaba una erótica del arte, más que una hermenéutica. Y Leonardo, al sentenciar —él que estuvo tan cerca de la perfección/consumación— que las obras de arte no se terminan: se abandonan. O nos abandonan ellas en este bruto mundo.
Fabretti, al margen de su texto, como de ladito: ¿Esa imagen que encabeza el texto esconde un test de Rorschach? Sólo asociación de ideas… art brut, marginalidad, locura, etc…
Podría ser. Habría que preguntárselo a Oriol Malet, al que, por cierto, acaban de entrevistar en estas mismas páginas.
Veremos si puedo agenciarme ambos. El arte nos acompaña desde siempre. Y nos anestesia, a partir de las primeras manifestaciones. Sin embargo, y dejando de lado la belleza de la composición, siempre tiene un transfondo de angustia, de horror. No recuerdo obra artística, dejando de lado, por supuesto la literatura infantil, que no me dejara ese transfondo de inquietud o malestar. Los animales que huyen en la cueva de Altamira no tiene nada de glorioso, más bien de derrota. Aquella primigenia Venus grotesca a nuestros ojos de modernos solo me causa compasión, pues considero que fue la primera muestra de saber, aunque inconcientemente de la inestabilidad de la Humanidad, nuestro sistema binario, que por definicion es inestable. El surgir de los movimientos feministas es una prueba, todavía controlable y digerible por ahora. ¿Por qué no fue la imagen de un varón? ¿Y quién la habrá realizado, una mujer o un hombre? Será por eso que ha comenzado a ser modernamente brut, gigante, inútil, solo como depósito a plazo fijo. El arte es la otra mitad de nuestra vida que no es un sueño pero de él proviene, aun de ese alfiler que me ayuda a mantener un paño, los lápices que son más nobles que las biromes pues no se secan, los ayudamos a morir sin darnos cuenta, los diseños de las llaves hogareñas con sus códigos metálicos secretos, un ángulo a noventa grados, un hexágono, una curva imprevisible y exploradora, los zapatos viejos con sus bostezos, los espejos y sus mentiras, una tijera con sus pasos de bailarina de balet, la lata del café, la tinta y su composición vegetal con la cual me obstino a crear la “a”, griega y la hebrea y talvez, si lo supiera su imposible ideograma, una gota de agua tan inaferrable y ligera que aunque no lo queramos nos desvela por un instante la trama del tiempo, el tiempo, esa sombra ubicua que crea dolor y a la vez belleza aparte, solo nosotros embrutecemos y buscamos reparo en el arte.
Hay un interesante libro de Eugenio Trías que ahonda en la dualidad a la que aludes: «Lo bello y lo siniestro». Y ya lo decía Rilke: «Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible que aún podemos soportar».