La entrevista llega con tres semanas de retraso. Las tres semanas que los madrileños se pasaron buscando tests de antígenos por las farmacias y guardando cuarentenas. Un día antes de reunirnos en la plaza de Santa Ana, antes de su concierto en el Café Central, Sheila Blanco llama para decir que un contacto estrecho ha dado positivo. Al poco tiempo, ella misma caerá en las garras del coronavirus. Conviene, por tanto, esperar a enero, las aguas ligeramente más calmadas, tarde de primavera postnavideña a la puerta del edificio del grupo PRISA.
Sheila sale de la Cadena SER, una presencia constante en su trayectoria como periodista. Allí tiene una sección sobre música clásica en La Ventana, donde, según sus palabras, «hace lo que le da la gana». Aunque lleva trece años ganándose la vida con la música en directo y las clases de canto, el confinamiento sirvió para descubrirse al mundo como divulgadora en YouTube, gracias a sus BioClassics: biografías de músicos cantadas a ritmo de sus obras más populares. Algunas rozan el millón de visitas. Sin embargo, pensar que Sheila Blanco empieza y acaba en un fenómeno viral es no saber quién es Sheila Blanco. Intentemos descubrirlo.
¿Cuántos conciertos has tenido que cancelar en los últimos dos años?
Pues, por suerte, no muchos. Sí que cancelé algunas fechas en marzo de 2020 y, este último mes, los dos del Puro Gershwin en el Central.
Es curioso que, cuando se habla de «salvar la hostelería», se asocie siempre a la terracita y al bar. Nadie parece muy preocupado por salvar las salas de conciertos.
Se ve que la gente tiene puesta la atención en otras cosas, porque se están cerrando y se han cerrado ya muchísimos sitios. A mí me parece de lo más triste y habría que solucionarlo. Que volvieran a abrir nuevos sitios. Fíjate que cuando pasó esto del covid ,hace un par de años, la gente decía: «Seguro que, cuando pase, va a haber una oleada de sitios que se abran y de gente saliendo…» y, a lo mejor es que no hemos salido todavía, pero esa energía renovada, esa vía nueva con bares nuevos y lugares nuevos para tocar, no la estoy viendo por ningún lado.
Es como el tiro de gracia para una escena que, desde la crisis anterior, parece no acabar de tocar fondo…
Sí, y, sobre todo, insisto, es que no se abren sitios nuevos. A través de amigos míos, sé que sigue habiendo bares como el Búho Real, en Madrid, que aún programan conciertos; también Libertad, Galileo, Clamores… pero no hay renovación. Sigue habiendo actividad, pero lo que ocurre es que la gente no sale tanto a ver conciertos, a oír música en directo. Quizá sí que salen a grandes festivales o a conciertos más grandes, pero creo que el concierto pequeño, el concierto de público limitado, de cincuenta a trescientas personas, se va perdiendo. Cada vez te cuesta más llamar la atención de la gente, que se guarden su día, que sea su plan para esa noche. Y sí, esto viene de antes de la pandemia. Por ejemplo, en 2010, 2011, 2012… en Facebook era muy eficaz hacer un evento e invitar a la gente. La gente se enteraba e iba.
«Asistiré».
¡Sí! La gente se enteraba y se reservaba ese día, pero, ahora, es muy distinto. De entrada, hay muchísima oferta, pero, además, lo que hay es muchísima velocidad. La gente ni se entera de lo que le salta, de lo que ve… Hay una manera de consumir —la música, las fotos, los vídeos…— que es de una velocidad astronómica, es que ya ni te enteras. Personalmente, yo tengo a la gente que sigo de siempre y me entero de lo que hacen, pero el resto es muy difícil, hay que hacer un seguimiento muy activo.
Como espectadora, ¿qué sitios te gustan para ir a un concierto?
Pues, mira, como espectadora, me encantan los conciertos pequeños, sentada, con esos silencios sepulcrales, poder degustar la música, sea de un músico con su instrumento o de una banda acústica… Me encanta ese tipo de concierto… pero me encantan también los conciertos grandes, de bailar, todo depende del músico. O, incluso, conciertos grandes pero sentada en un teatro. El asunto es disfrutar de la música: si es bailable, estupendo, soy la primera que bailo, y si es música calmada, estupendo también. Por ejemplo, tengo entradas para Triángulo de Amor Bizarro este jueves y también tengo entradas para Rodrigo Cuevas. El mes pasado, estuve viendo en el Festival de Jazz de Madrid a Verónica Ferreiro y a Javier Sánchez. Al final, lo que me importa es disfrutar. La única condición que pongo es que no me toque al lado gente que esté de charla [risas].
Bueno, eso era un problema hace unos años, que la gente hacía del concierto un acto social más que cultural, no sé cómo está la cosa ahora.
Yo he tenido conciertos en La Riviera en los que la gente iba solamente a tomarse una copa y contarles a sus colegas qué tal le había ido el fin de semana. ¿De verdad pagas cuarenta, cincuenta o sesenta euros para eso? Parece que ahora pasa menos, quizá sea por el tipo de conciertos al que voy.
Decías que es complicado seguir lo que se está haciendo, ¿qué músicos nuevos has descubierto recientemente?
Pues, mira, para mí, Rodrigo Cuevas fue toda una revelación, porque yo soy salmantina y con el folclore de mi tierra he tenido siempre una relación muy estrecha casi sin quererlo. En España, a veces por desconocimiento, el folclore está muy asociado al sur, con el flamenco, cuando cada quince kilómetros hay un ritmo nuevo. Me interesa mucho lo que ha hecho Rodrigo con Refree, que me gusta de tiempos inmemoriales, de cuando compraba la Rockdelux y siempre había un inédito suyo en los discos que sacaban. Lo de que se hayan juntado y hayan sacado Manual de cortejo me dice muchísimo, tengo muchas ganas de verlos en directo. Ayer, por ejemplo, estuve escuchando todo lo que ha sacado Rigoberta Bandini, que es muy original. También he estado últimamente en conciertos de María Arnal y Marcel Bagés y de un trío gallego que se llama Tanxugueiras, unas chicas folk que están ahora en el camino a Eurovisión. Es curioso, porque están en la preselección y hay un montón de grupos indie, con un público muy fiel y con una apuesta por lo español, por lo folclore. Collado me gusta también, con la cantante Ángela Fourquet, que es amiga mía; los vi hace poco en Galileo… Aparte, tengo muchos amigos melómanos que me van guiando: «Oye, ¿has escuchado esto?». Hay una cantidad tremenda de gente haciendo cosas interesantes… pero hay que escucharlos de verdad y no ese consumo de cincuenta segundos, single y videoclip. Creo que me estoy haciendo vieja [risas].
A propósito de lo que comentas de la unión de lo indie y el folclore, el último disco de Vetusta Morla también va por ahí.
Sí, y no solo ellos. La semana pasada sacó nueva canción Amaia Romero y es un tema muy folclórico, dedicado a una plaza de Navarra.
Le pega mucho eso a Amaia…
Sí, es muy de raíces, es verdad, pero fíjate que este tema es mucho más folk que pop… y me encanta que esté pasando eso, que, de repente, haya una reivindicación de lo de aquí, de nuestra tierra, de la música de nuestros abuelos, de los instrumentos que se utilizaban.
¿Qué significan para ti las palabras «Café Central»?
Pues, imagínate, para mí ya era un sitio muy especial cuando llegué a Madrid. Era el Blue Note madrileño. Yo, por entonces, no cantaba jazz, pero sí me gustaba mucho la música negra. Veía el jazz como esa música que estaba ahí y que era de alguna manera inalcanzable, así que fui a muchos conciertos y era increíble ver a los músicos tan cerca, verlos disfrutar, verles las caras, las manos… y, años después, cuando empecé a cantar en una banda de jazz y me dijeron: «Vamos a tocar en el Café Central», fue como cerrar un círculo. Hace nueve años de esa primera vez. Es un sitio donde me han pasado cosas musicalmente que me han abierto la cabeza. Ahí he escuchado por primera vez standards que luego he cantado varias veces. Es un sitio muy importante.
En el jazz hay mucho purista, gente que dice «si se canta, no es jazz». ¿Has tenido algún problema con eso?
No, fíjate, con eso, no. Yo huyo bastante del mundo clasificación. Además, es que, claro, la gente que se pone más taxativa y más purista no me interesa demasiado. Es que el jazz es producto de la mezcla, así que decir «si se canta, no es jazz» o «si hay batería, no es jazz» va un poco contra natura, contra el propio concepto. No tiene sentido. Nació así. Lo que sí que me ha pasado es que, como yo he cantado cosas muy diferentes, y la versatilidad me gusta mucho y me representa mucho, ha venido gente a decirme: «Es que, si cantas jazz, ya no puedes cantar otra cosa, porque, entonces, nunca vas a especializarte y nunca lo vas a hacer suficientemente bien». Pero yo no estoy de acuerdo con eso tampoco. Parece que la música tiende a la especialización, que no puedes volver loca a la gente que te sigue. No sé, yo prefiero la versatilidad, aunque a veces haya extremos ejemplos. Me estoy acordando ahora de lo que pasó con Dover.
¿Cuando se pasaron a la electrónica?
Sí… o lo que hizo Bunbury, al pasar de Héroes a Radical Sonora, que sigue siendo uno de mis discos favoritos. A mí es que esa evolución, ese proceso, me interesa mucho como amante de la música, me hace preguntarme qué habrá pasado en la vida de esa persona. Ahora, si tiene que ver con una estrategia de marketing, ya me interesa menos…
A veces puede pasar que, si algo funciona tan bien como funcionaba Héroes del Silencio, sea especialmente complicado cambiar de estilo. A lo mejor, Bunbury ya había dejado de hacer música al estilo de Héroes desde hacía muchos años, pero no encontraba la manera de salir de ahí…
Claro, es que ese es un melón muy interesante: lo que los artistas bajo un sello discográfico se ven obligados a hacer o no, por qué cada vez —y en eso Vetusta es un ejemplo desde el principio— hay más artistas que prescinden de las discográficas. Como decía ayer Víctor Manuel en el «Imprescindibles»: los que están a gusto consigo mismos no se traicionan. Está claro que hay momentos complicados y que, cuando tienes una banda, es difícil que todo el mundo esté de acuerdo y siempre hay contratos firmados…
Aparte, el atractivo de seguir haciendo aquello que sabes que le va a gustar a mucha gente. Es difícil dejar de hacer algo que te hace ganar mucho dinero y que te garantiza un público. ¿Cómo dejas de hacerlo?
Sí, totalmente, tiene que ser muy difícil, pero ahí entran muchas cosas en juego… y hay que ser valiente. Supongo que el camino está lleno de fracasos y más dentro de una trayectoria artística. Por eso es importante hacer lo que tú quieras, porque si te la pegas, al menos te la pegas haciendo lo que tú quieres. Mucho peor pegártela haciendo lo que no quieres, desde luego.
Antes hablábamos de Amaia y, en ese sentido, lo que ha hecho es brutal: ha ganado Operación Triunfo y no ha renunciado ni un centímetro a hacer lo que ella quiere en todo momento.
Y, además, es talentosísima. Es superadmirable que alguien tan joven haga eso. De hecho, me vi el documental de Una vuelta al sol porque la historia es fascinante: una chica que tiene miles de fans y que no sabe lo que quiere, pero sabe perfectamente lo que no quiere. A mí, ese tipo de persona me interesa mucho, porque me siento muy identificada, me parece más humano: gente que tiene ese tipo de conflictos, que tiene el conflicto de por dónde llevar su carrera musical, sobre qué escribir… ella tenía algo que decir y lo que tenía que decir no coincidía con lo que las discográficas querían que dijera y está muy bien que mantenga su independencia. No puedes hacer una música que no te va a gustar cuando salgas al escenario a cantar, por muchos millones de followers que te dé. Esa es la gran, gran decisión de un artista.
Desde fuera, da la sensación de que tú odias que te etiqueten, que siempre buscas esa versatilidad… ¿cómo llevaste el exitazo con los BioClassics en YouTube y que la gente te asociara inmediatamente a eso de forma masiva?
Pues, primero, fue una sorpresa total. Yo ni lo buscaba ni nada por el estilo. Lo recuerdo como algo divertido, porque no sabía muy bien cómo funcionaba eso de ser viral y que de repente todo el mundo quiera entrevistarte o quiera que estés en su programa… Había una cosa que me consolaba muchísimo y era que esto me había pasado haciendo algo que a mí me gustaba. Si te vuelves viral con una canción que sabes que no te gusta nada, o sientes que la gente te ha reconocido por una parte de ti que no te representa… eso es terrible. Con el tiempo, he entendido que funcionara tan bien, porque comprende muchas cosas que ahora funcionan muy bien: es una cosa muy comprimida, divertida, con cierta destreza, las músicas las conoce todo el mundo… y luego tiene esa parte didáctica, muy transversal en las edades. De hecho, hay una cantidad brutal de niños y de profesores que me han escrito y que han empezado a conocer la música clásica por eso. Es con lo que me quedo. Bueno, de hecho, quiero seguir sacando más, hay un montón de compositores que quedan por sacar.
Aunque no sean tan conocidos.
Claro. La verdad es que fue todo un poco locura, porque funciona a una velocidad…
El de Mozart tiene más de novecientas mil visualizaciones.
Sí, sí… A mí me sigue escribiendo gente con eso. El otro día vi una entrevista de Ángel Martín en la que hablaba del informativo ese que hace de un minuto y medio y decía: «Yo me di cuenta de que, en la tele, lo que cuenta es la estética, que haya mucho entretenimiento, sin importar si es de calidad… pero, en internet, el contenido que triunfa es el de calidad, más allá de la estética». Supongo que es lo que gustó de los BioClassics, que el contenido decía algo, aunque los grabara en mi casa con el móvil, sin editar ni tocar la afinación ni nada. No había nada más.
¿Cuál es la elección de obras? A ver, con Ravel es muy obvio, pero con músicos tan prolíficos como Mozart, Betthoven o Bach…
Pues es lo que más tardo en elegir. El criterio es que sea una obra conocida, que tenga melodía como para meter en las notas las sílabas y que tenga una cadencia que me permita cortar al minuto y pico, porque yo no edito la obra: empiezo donde empieza y acabo en esa cadencia. Aparte, también, la tonalidad, porque yo no subo ni bajo el tono de la obra original. Por eso, pudimos hacerlo en directo con la Orquesta de la RTVE, porque las obras están exactamente en la tonalidad original.
El proyecto partía de la base de que Bach es Dios…
Sí. Es que, para mí, lo es. Yo estudié piano en el conservatorio y es curioso, porque cada año hay que hacer un programa para aprobar el curso… y el programa siempre son cinco estudios: una pieza de técnica, una sonata, una romántica, una moderna y una de Bach. Bach es el compositor obligatorio para aprobar piano, porque es muy didáctico —al fin y al cabo, componía en parte para sus alumnos y para sus hijos— y porque en Bach está todo. Todo lo que encuentras después en la música es Bach: hay variaciones de ritmo, por supuesto de estética, por supuesto de forma, pero todo está armónica y rítmicamente, si te pones con un bisturí a analizar, en Bach. Tiene unas melodías inspiradísimas. Para mí, es una gozada tocarlo: tiene cosas muy fáciles y otras, muy difíciles. Es un músico, además, muy místico: yo he sentido cosas al tocarlo que no he sentido con otros músicos.
Así que tenías que empezar la serie con él, claro.
Sí, yo tenía claro que el título tenía que ser «Bach es Dios» [risas].
Es curioso porque siempre se ha diferenciado entre «música clásica» y «música pop» o rock o como quieras… y lo que tú demuestras ahí es que no es tan distinto. En el fondo, al coger un extracto de una gran obra, es casi como si cantaras una canción, con su melodía y todo.
Sí, y, además, fíjate, algunas obras las cantaba tan rápido que la gente me decía: «Es que estás rapeando, esto es trap». Me hacía mucha gracia. Si metes una voz humana cantando sobre una melodía como «La Badinerie» de Bach, que es una obra que, aunque no la hayas escuchado, es un hit, en seguida se te mete en la cabeza.
¿«La Badinerie» no era la sintonía del programa ese de los ochenta de música clásica para niños?
¡Sí, de Musiquísimos! Es que esa melodía se te quedaba incrustada… y recuerdo que, muchos años después, averigüé que ese era el último movimiento de una suite de Bach, de la Suite Francesa Número Dos, y la tengo interiorizada. Por eso, cuando pensé en contar la vida de Bach, tenía que ser esa obra, porque es que es… ¡es un hit! La escuchas una vez y quieres escucharla otra. Es totalmente memorable.
Justo esta locura viral te pilla en medio de otros dos proyectos: el Puro Gershwin y Las Poetas de la Generación del 27. ¿Cómo surge cada uno de ellos, que, desde luego, no tienen nada que ver con «la divulgación de la música clásica»?
Pues, mira, el de Gershwin surge porque, desde que en 2009 dejé el periodismo para dedicarme a la música, decidí meterme en el jazz. Me atraía mucho, más que la música clásica. Tuve la suerte de cantar en una banda de jazz porque me enteré de que Larry Martin buscaba cantante para su banda. Llevaba un montón de tiempo buscando, de hecho, y yo me la jugué, le escribí, le llamé, quedamos, me dio unos discos con las canciones que tocaban… y me metí totalmente en el jazz. Y, a partir de ahí, el jazz ha estado siempre conmigo. Estuve con Larry desde finales de 2009 y, cuando murió, nos transformamos en Speak Jazzy y, tocando con unos y con otros, conocí a Federico Lechner.
El pianista argentino…
Sí, y en 2016 o 2017, me llamó para proponerme dar un concierto de homenaje a Gershwin, con el guitarrista Chema Saiz. Fue un solo concierto, pero nos lo pasamos muy bien. Además, fue un combo bastante curioso porque no teníamos batería ni contrabajo y yo les propuse grabar un disco para poder tocar más y moverlo por las salas… y así fue como conseguí tener un proyecto fijo de jazz en mi vida, que me apetecía mucho.
¿Y lo de las poetas del 27?
Pues es una manera de retomar mi proyecto personal. Empezó todo sin pensar en el disco ni nada, movida por una ilusión brutal (y un enfado brutal, también) al descubrir que había una generación femenina del 27 de la que no se hablaba en ningún lado, que no aparece en los estudios de secundaria, que sigue ahí en el limbo… Yo quería aportar algo para poder divulgarlas, supongo que inspirada por proyectos como el de Paco Ibáñez o lo que hizo Serrat con Miguel Hernández… Musicalizar poesía, que es algo que siempre me ha gustado.
Y que es, como mínimo, complejo.
Sí, claro, es complejo desde el momento en el que tú no escribes el poema y además lo tienes que pasar del papel a la música y tiene que haber una coherencia conceptual y expresiva. Ese era mi gran objetivo: que la música contara lo mismo que contaba el poema, y que, al convertirlo en canción, llegara mucho más. Yo ya había sacado en 2012 un disco propio que se llamaba Sheila Down y es verdad que había dejado un poco apartada esa parte personal mía de compositora, de tocar el piano y cantar… no fue algo planeado, pero cuando descubro las poetas, me emociono muchísimo, me apetece cantarlas y me vuelvo a sentar al piano a componer, desmarcándome del jazz, porque yo me siento mucho más cómoda en el pop y en el folk. A mí, en realidad, siempre me han gustado las letras, ¿no te ha pasado nunca que al traducir una canción del inglés al español dices «buf, esta letra no dice nada»? Te quedas con el ritmo y la música y está bien, pero a mí me gustan las canciones que me digan algo. Eso no significa que las letras tengan que ser profundas y sesudas, no va por ahí…
Puede haber algo en la belleza de la letra que vaya más allá del mensaje…
Sí, pero yo me refiero a la idea. Por ejemplo, a mí me gusta mucho Astrud, me río mucho. Y tienen letras que son muy ocurrentes y te lo pasas genial. No necesitas que sea todo «Asturias», de Víctor Manuel. No necesitas que todo sea «Alfonsina y el mar»… pero, para mí, tiene que tener algo, que la palabra «inspiración» esté ahí, porque escuchas canciones que dices: «Esto no está inspirado, está diciendo lo primero que se le ha ocurrido». Puede que la música sea muy buena. Y que rime. Pero…
Volviendo a lo que decías antes de las poetas del 27 y del papel de la mujer en la literatura en general. ¿No te parece increíble que durante décadas nos dijeran que las únicas escritoras españolas en siglos habían sido Emilia Pardo Bazán y Rosalía de Castro… y que no nos extrañara?
Para mí, ese es el gran cambio. Estamos despertando. Porque todas estaban ahí, en todas las disciplinas. Yo lo pienso como una especie de genocidio intelectual femenino. Cuando tenía catorce años y me explicaron la generación del 27, yo no me pregunté por qué no había mujeres… y creo que ahora (quiero pensar, al menos), las chicas sí se preguntan: «¿Y no había mujeres? ¿Cómo que no había mujeres?». Es un gran cambio que se está produciendo en los últimos años. Una de las cosas que debería hacer el sistema educativo es explicar, desde el principio de los tiempos, por qué no hay nombres propios de mujeres; porque estar, estaban. Darle contexto a esa desaparición, sin juzgar con ojos del presente hechos del pasado, porque eso es muy peligroso. Creo que hay que ponerse en esa situación y explicar a los chavales de hoy por qué eso fue así.
¿Eso lo has hecho? ¿Te has ido a institutos o a colegios a explicar tu proyecto?
Sí. Y, fíjate, no era algo que, en principio, tuviera pensado, pero es que me empezaron a llamar de sitios para combinar, por ejemplo, un concierto para adultos y un concierto para alumnos de secundaria. Han sido experiencias muy especiales, aunque, bueno, es verdad que la gente joven cuando tiene catorce o quince años está a otra cosa. Yo, por ejemplo, noto que tengo mucha más conexión con las chicas. Los chicos es como que todavía ven el concepto de feminismo con desconfianza. Todavía te toca escuchar cosas como «yo no soy feminista ni machista». Quiero pensar que eso ya pasará, pero todavía estamos ahí. Y eso no empieza con un concierto, empieza con sus padres y, luego, en clase con los profesores. Lo del concierto tiene que ser un complemento, algo que les haga disfrutar de la literatura femenina… pero el trabajo empieza mucho antes.
Hemos hablado de jazz, de folk, de indie, de música clásica, pero curiosamente yo te conocí cantando «Here Comes the Sun» en una oficina del INEM, dentro del programa de Javier Gallego (Carne Cruda).
Es que eso fue una pasada. Fue tremendo. Tengo la suerte de ser amiga de Javier Gallego desde hace muchos años y, por entonces, también estaba Ana Alonso en el programa. Me dijeron: «Vamos a hacer esto para llevar el sol a la gente que está en la oficina del paro». A ver, los Beatles son uno de los grupos favoritos de mi vida y además esta canción está en mi disco favorito, Abbey Road… Pasamos muchos nervios porque Javier se hizo un trabajazo con todo el equipo, se recorrieron mogollón de oficinas del paro por todo Madrid para encontrar una espaciosa, que tuviera luz… buscando que pudiera salir bien la grabación.
También pasamos mucho tiempo ensayando con los chicos de la Solfónica, encontrando el arreglo… y estábamos pensando: «Va a venir un segurata y nos va a decir que largo de aquí». Estábamos temblando. Yo pensaba que no tocaríamos el tema entero, fue muy emocionante ver la reacción de la gente, ver que les llegaba… ¡No sé ni cómo pude terminar con lo llorona que soy! Justo lo hicimos en Navidad, principios de enero de 2012, y era un momento en el que estábamos todos muy blanditos, porque la situación en España estaba muy mal. Había una sensación de decaimiento, personificada en esas colas del paro, con la gente cariacontecida.
Decías que los Beatles son uno de tus grupos de tu vida… ¿Qué otros grupos escuchabas cuando crecías en Salamanca?
Pues mi infancia tiene mucho que ver con lo que soy ahora, con esa versatilidad y ese no etiquetar. En mi casa, ha habido siempre mucha música. Además, mi madre canta muy bien y nos cantaba muchas canciones de su infancia, de los dibujos de su momento… Por otro lado, mi padre siempre fue muy melómano y en mi casa había plato, había vinilos y tenía una discoteca tremenda: Gardel, Elvis, Beatles, José Feliciano, Los Caramantúas, María Dolores Pradera, Mocedades… nada que ver un disco con el otro. Y, luego, yo iba al conservatorio, así que estaba a la vez tocando Bach, descubriendo Nirvana en el instituto, escuchando Jane’s Addiction, poniéndome en casa a los Beatles y oyendo cómo mi madre cantaba copla… [risas]. ¡Ah, y, aparte, la radio! Me acuerdo de que, a los doce-trece años, escuchaba Los 40 y, a los catorce, me pasé a Radio 3.
O sea que tragaste Subterfuge para aburrir…
¡Sí! [risas]. Es verdad. Mi email era sheilalux, porque compraba cada mes con mi padre la Rockdelux, y me leía todas las críticas de Víctor Lenore, Kiko Amat, todos estos… Y, luego, apareció en mi vida Radiohead. Porque los Beatles eran «heredados», pero tener la suerte de descubrir un grupo que te apasiona y que tu vida vaya paralela a su carrera es otra historia. Es el grupo al que más veces he visto en directo. En 2002, llegué a verlos tres veces: un sábado en Benicassim y un lunes y un miércoles en Salamanca, porque Salamanca era la Capital Europea de la Cultura y trajeron a Lou Reed, a Pattie Smith, a P. J. Harvey, a Caetano Veloso, a Franco Battiato, a Woody Allen, que vino con la Big Band a tocar el clarinete… por entonces, además, yo ya trabajaba de becaria en la SER y tenía pase de prensa.
Hablando de Nirvana, es curioso porque, en los diarios de Kurt Cobain, siempre que se pone a hacer listas de sus discos favoritos mete a los Beatles, pero no a los Beatles más experimentales sino directamente a los del primer disco de Capitol.
Pero es que tiene mucho sentido, porque yo siempre he dicho que Kurt Cobain tenía el don de las melodías y en realidad él lo que hace cuando surge el grunge son melodías muy fáciles, tanto de tocar como de cantar, muy pegajosas. Se parecen más a las de los primeros discos de los Beatles que a las de los últimos. De todos modos, tampoco te creas que soy muy consciente de esa división en la música de los Beatles, rollo «disco azul» y «disco rojo», no sé muy bien qué canciones tiene cada uno. En casa, teníamos los originales, y sé que esos discos luego se hicieron muy famosos en los noventa, pero no me interesaba mucho esa distinción.
¿Han cambiado mucho tus gustos desde entonces, has conseguido quitarte de encima ese punto pegajoso de la adolescencia?
Ha cambiado mi manera de consumir. A mí me gusta ahora sentarme a escuchar la música tranquilamente, por ejemplo. Me paro a pensar. Es verdad que al principio me puedo ir a alguna plataforma, pero, si me gusta, me acabo comprando el disco, y me interesa ir más allá: ver las fotos, ver las letras, la gente que toca, quién está detrás… Me interesa todo el trabajo artístico de un concepto. Los vídeos, también. Me siento y lo veo y me espero a los créditos porque es algo que me interesa. En ese sentido, sí ha cambiado: quizá antes era todo más rápido, más frenético. También tenía más tiempo. En mi época estudiantil, con mis amigos en la cafetería, en la universidad, hablábamos de música, de cine, de libros… Ahora, me autogestiono de una manera que no tiene nada que ver con el ritmo que nos imponen porque ya no va conmigo. Quizá años atrás sí que intentaba ir a esa velocidad, pero es que no lo disfruto nada, me da hasta ansiedad, me da la sensación de que no te enteras al final de las canciones, de lo que cuentan…
¿Nos ha llegado ese momento, como generación, en el que, cuando oímos lo que están escuchando los más jóvenes, pensamos, muy dignos, «esto no es música»?
No sé. ¿A ti te pasa? Por ejemplo, ¿El Madrileño es música? ¿C. Tangana es música? Mira, yo me he sentado a escuchar ese disco, igual que me senté a escuchar el de Rosalía (que me gustó, pero es verdad que dejé de reescucharlo muy pronto) y, a ver, de entrada, me sentía muy bombardeada, porque yo pasaba por Preciados y veía el óleo ese, que, ojo, me encantaba, pero… no sé. No quiero caer en eso de que «esto no es música» o «es mejor la música de antes» porque, además, no lo pienso. Sigo a bandas desde hace muchos años y no me parece que lo que hacen ahora sea peor que lo que hacían antes. Otro músico que me encanta, por ejemplo, es Marc Parrot y estoy esperando a que saque disco como loca. Si nos vamos al mainstream, es que ahí debemos tener en cuenta factores como «¿qué es lo que a la gente le están metiendo todo el rato en las radiofórmulas, en la calle… qué es con lo que la gente está siendo bombardeada?». A lo mejor, si les bombardearan con otro tipo de música… Están muy manipulados hacia qué es lo que tienen que consumir. ¿No te parece?
Supongo que, de alguna manera, todo se reduce a un ritmo que te resulta agradable. A nosotros, nos resultaba agradable determinado ritmo pop, que también nos metían en las radiofórmulas, en su mayoría, y a ellos les resulta agradable otro ritmo…
No sé, fíjate, yo les pregunté el otro día a unos primos de mi pareja, que tienen diecisiete, dieciocho años, si les gustaba el reguetón y la respuesta me hizo pensar: «Para salir, sí». Mucha gente escucha reguetón como música lúdica, de bailoteo. Es verdad que el ritmo no puede ser más bailón. Es tribal, te lleva de un pie al otro. Que sean todo el rato los mismos acordes o que las canciones sean parecidas es un poco lo de menos, porque es lo que ellos asocian con salir, estar con los amigos, bailar, pasárselo bien… Ahora, hablando en términos artísticos y en términos monetarios, si tú tienes un montón de gente que escucha una música que es sencilla de hacer y que no requiere de una inspiración exagerada, que te permite hacer una canción al día o dos o diez, ¿no te queda un concepto muy de fábrica?
Puede ser. Supongo que la música siempre tiene esa parte lúdica, que te recuerda buenos momentos. Te lo puedes pasar muy bien perreando y que determinada música te recuerde a ese perreo…
Claro, sí… Lo que pasa es que a mí me gusta mucho bailar, pero yo, para bailar, necesito algo más: determinados arreglos, armonías, que la letra se pueda cantar… A lo mejor es una cuestión de criterio y a lo mejor es una cuestión solo de edad. Que lo que bailo tenga una dinámica. Cuando yo tenía veinte años no había reguetón, igual lo habría bailado entonces, no sé. Tengo la sensación de que había más variedad. Por ejemplo, en la lista de Los 40 podías encontrar a Bon Jovi, a Marc Parrot, a Danza Invisible… Sonaba de todo.
Sonaba incluso Lou Reed, y no solo el «Walk on the Wild Side» en bucle.
Claro, había mucha variedad de estilo, de tipos de cantantes, de géneros… Es que, para mí, eso es fundamental. Forma parte de mí totalmente: como persona, como artista… me nutro de cosas muy diferentes, las mezclo y de esa mezcla surgen conceptos como, por ejemplo, los BioClassics, que no deja de ser algo nuevo con una cosa de hace doscientos años.
Tal vez esa búsqueda de la mezcla sea una reacción a tu formación en el conservatorio, que es un lugar muy estricto.
Puede ser. Mis padres nos apuntaron a mis dos hermanas mayores y a mí, porque a ellos les habría encantado estudiar música, y les gustaba mucho el piano… Es verdad que cuando yo tenía quince o dieciséis años quizá me habría gustado estudiar más música popular, saber tocar otro tipo de música, pero en Salamanca en aquella época no había academias de música popular. Ahora sí, por suerte. El caso es que, si querías estudiar música, tenías que pasar por el conservatorio y el conservatorio, como la misma palabra dice, no te da mucha alternativa. Cuando ven a alguien que le gusta tocar pop, folk o tango… le dicen: «Este no es tu sitio, lárgate». Es así de taxativo y de poco musical.
¿Cómo hacías para compaginar la música con los estudios obligatorios y con algo parecido a una vida social?
Pues lo pasé mal, sobre todo, en el instituto. En la universidad, no sé, como ya te podías organizar más tú con las clases era distinto. Pero en el instituto, tenías tus seis horas de clases y luego toda la tarde en el conservatorio. Siempre me sentí un poco… No me quedaba a jugar con mis amigos ni quedaba entre semana. Formaba parte un poco de lo que era yo, la gente ya no me llamaba para salir porque sabían que estaba estudiando o estaba en el conservatorio, pero yo echo mucho de menos todo eso: echo de menos mi estatus de estudiante. Me encantaría seguir estudiando. Levantarme y estudiar. Lo echo muchísimo de menos. A veces, pienso que no valoré lo feliz que era como estudiante. Era feliz y no lo sabía. Levantarte por la mañana e ir a la universidad, estudiar, estar con tus amigos, la cafetería… Luego, por la tarde, tocar en el conservatorio. Estoy pensando en qué apuntarme para seguir aprendiendo, para mí, la vida del estudiante es la mejor. Una vida muy placentera.
¿Cómo era aquella Salamanca de principios de los 2000?
Pues muy distinta a la de ahora, pero distinta para mí, porque, aparte de que los bares hayan cambiado, yo salía por Salamanca y estaban mis amigos, pero ahora ya se han ido, así que cuando salgo, no hay nadie. Yo recuerdo una noche con muchísima variedad de música. Te hablo de 2002, 2003, 2004… Había un circuito de música en vivo, de gente que pinchaba una música buenísima, en el Potemkin, en El Lado Oscuro, que ya no existe, creo que ahora es un doner kebab. Había festivales de poesía y música… No sé, creo que viví uno de los mejores momentos de Salamanca, tanto cultural como de movida musical como de ambiente nocturno. Lo que pasa es que luego nos fuimos todos y, ya, sin la misma gente, la ciudad es otra.
Supongo que, hasta cierto punto, y por la importancia de la universidad, Salamanca siempre ha sido un poco «ciudad de paso».
Es que hay gente que ha estado ahí estudiando durante los años que te digo y ya no quiere volver porque les pone triste volver al lugar donde han sido felices. Vuelves a la misma ciudad, pero ya no es el mismo escenario. Ha cambiado todo. Yo tengo esa relación con Salamanca, porque yo soy de ahí, pero viví todos esos años gloriosos con amigos que eran casi todos de fuera: gallegos, asturianos, gente de Barcelona, de Cáceres, de Plasencia, de Madrid, incluso… Era un caldo de cultivo maravilloso. Fueron unos años que volvería a repetir sin lugar a dudas.
¿Cómo te dio por estudiar Comunicación Audiovisual? ¿Qué es lo que buscabas?
A mí me gustaba mucho contar cosas y ser testigo, estar ahí… Siempre me ha gustado mucho la comunicación directa de la radio, aunque la televisión luego me llamó en determinado momento. Siempre tuve claro que no quería estar en prensa escrita, le tengo mucho respeto y me parece la más difícil de hacer. Quería algo que tuviera que ver con relacionarse con la gente y ser testigo de cosas para poder contarlas luego, transmitir esas emociones que te llegan, que te impactan. Fíjate que yo pedí comunicación en la privada, pero en la pública pedí Derecho.
Eso me lo tienes que explicar más detenidamente, ¿cuál es el nexo?
¡Ninguno, no hay ninguno! [risas]. ¿Sabes qué pasa? Que yo soy de letras hasta la médula y me parecía que la carrera de Derecho tenía muchas alternativas, había muchas ramas diferentes… y, además, siempre he tenido mucha memoria y se supone que, si tienes memoria, es tu carrera ideal. También me gustaba la medicina, pero las ciencias y yo nunca nos llevamos bien.
Mucha gente se mete a Comunicación Audiovisual porque quieren ser directores de cine y luego se llevan una decepción enorme.
De hacer algo de cine, a mí me gustaría estar en uno de esos debates con Garci y hablar de las películas, de las tramas, de los personajes… Soy muy cinéfila, pero yo iba claramente por la radio. En mi casa, siempre se escuchó la radio. Te levantabas, y hasta la hora de comer, estaba la radio puesta siempre. Mi padre se acostaba con la radio, también. Me parece el medio más mágico, el que informa de manera más directa, el que mejor te cuenta las cosas, no sé. Me gustaba mucho y supongo que lo tuve claro: de dedicarme a algo que no fuera la música, pues sería eso. La música estaba ahí, pero mis padres siempre decían eso de: «Bueno, estudia algo y luego ya dedícate a la música si te apetece»… aunque ahora mi padre me dice mucho que podría haber estudiado directamente una carrera como musicología o magisterio musical. Lo que pasa es que es un poco lo mismo que ya estaba estudiando en el conservatorio. Hasta hace poco, he impartido clases de canto y me gusta, pero no quería dedicarme a ello.
Empezaste con prácticas en la universidad y luego te viniste a Madrid…
Mi universidad tenía muy buenos convenios de prácticas, era una ventaja de la privada respecto a la pública. En cuarto de carrera, podías ir a la SER, a la COPE, a Onda Cero… y yo me fui a la SER. Me acuerdo de que hice una prueba con los redactores del Hoy por ho», que te hacían una pequeña entrevista y luego te hacían locutar. Esto era el verano de 2004 y ya establecí contactos, me llamaron para prolongar un mes más las prácticas, al año siguiente me volvieron a llamar para seguir y ya me quedé aquí. Al principio, estaba en Gran Vía, 22, en W Radio, una de las emisoras de la Cadena SER para América Latina. De 2005 a 2009, estuve trabajando en radio, y después me pasé a la tele, a La Sexta, a un programa que duró muy poquito, que presentó Manel Fuentes y se llamaba Malas compañías. Lo producía la gente de Cuatrocabezas, los del Caiga quien caiga, pero duró solo dos meses.
Y ahí es cuando decides dejar el periodismo y dedicarte solamente a la música.
Es que el periodismo es tan absorbente como la música. Yo llegaba a casa y no tenía ni ganas ni tiempo de sentarme a tocar, a componer… Era muy difícil tener un contrato con un medio y organizar conciertos fuera, por ejemplo. No podía compaginar las dos cosas, así que en 2009 lo dejé todo para probar.
No tuvo que ser fácil
Mira, yo tenía un año y medio de paro por delante, así que me puse a buscar alternativas para de verdad poder dedicarme a la música, poder vivir de ello. Mandé grabaciones a estudios de publicidad, compuse más temas, di más conciertos. Incluso tenía un concepto claro de lo que quería que fuera mi primer disco y también trabajé en eso. Pude dedicarles más tiempo a otras músicas y me metí en un coro góspel, luego apareció la Larry Martin Band… Mi padre estaba viendo un poco cómo me las componía, pero mi madre sí me preguntaba: «Bueno, ¿pero vas a volver al periodismo?». Cuando vieron que ya tenía varias fuentes de ingreso, que iba en serio, ya lo vivieron como una transición más tranquila.
También me puse a dar clases, cada vez iba a mejor, cada vez tenía más poder de decisión, ya no tenía que aceptarlo todo, podía decir que no a cosas que no me gustaban, aunque estuvieran relacionadas con la música. De repente, me llamaron de La Voz Kids, porque querían que trabajara de vocal coach, detrás de las cámaras. Después, entré en la Cadena SER con una sección. También estuve en Sofá Sonoro. De repente, vuelves a los medios, pero vuelves con la música. Todo esto, sin dejar de hacer publicidad, que, estas navidades he hecho la campaña de un queso [risas]. En fin, que ese año y medio de paro fue lo que necesité para tener la maquinaria ya funcionando y ya podía pagar un piso que compartía con amigos… Un poco en la precariedad, pero bien. Ya podía pagarme mis viajes y, no sé, fueron unos momentos de mucha incertidumbre, pero con veintitantos años, tienes una valentía que luego pierdes.
¿Cuál es el momento en el que ves que esa apuesta que has hecho ya no tiene marcha atrás?
Pues, mira, supongo que hay dos momentos: uno, es cuando entro en la Larry Martin Band, que era una banda de jazz que trabajaba mucho, una banda seria en la que había ensayos regulares, con proyecto de grabar disco, tocábamos en festivales… o sea, era un trabajo de cantante regular, serio, profesional, que yo no podría haber compaginado con la radio. Y, luego, otro momento muy importante fue cuando pasé de conciertos con quince personas a conciertos con ciento cincuenta o doscientas personas. Esa época, además, fue muy bonita, porque aprendí a tocar la guitarra, aprendí armonía… Yo, por entonces, tocaba con una banda de amigos que se llamaban Toch, eran argentinos, y vivían por y para la música. Me inculcaron esa confianza en la música: si tú estás entregada, la música se entrega a ti y te pasan cosas buenas. Si empiezas a tocar más, a componer más, acabas dando más conciertos, hay más boca a boca, la gente te llama más… y me di cuenta de que aquello era real, que tenía sentido. Tocábamos todos los meses en una sala como El Juglar, en Lavapiés, y llegó un momento en el que la gente se quedaba fuera en nuestros conciertos.
¿Y en qué momento te das cuenta de que Madrid es el sitio en el que quieres vivir?
Pues, antes de venir a Madrid, yo ya sabía que quería vivir en Madrid. Siempre tuve un espíritu muy cosmopolita, muy urbanita. A mí, por ejemplo, me encantaba la Gran Vía. Recuerdo pasar con el coche cuando venía con mis padres a Madrid por cualquier cosa y me encantaban esas avenidas enormes. Claro, el sitio más grande donde yo había vivido era Salamanca y, antes, en un pueblo pequeño de al lado, Santa Marta. También viví en Ponferrada, por el trabajo de mi padre, que cada tantos años le trasladaban a un banco distinto. Yo he ido a cuatro colegios, pero mi hermana la mayor es un poco como Marilyn Monroe, no sé en cuántas casas ha vivido [risas].
A veces, lo grande puede resultar un poco impersonal, también.
Sí, eso lo he hablado con amigos, a los que Madrid les parece una locura, muy grande, con mucha gente, el metro… pero, para mí, era un lugar maravilloso. También por la oferta cultural. De repente, todos los grupos que me gustaban tocaban en Madrid. Todo pasaba por Madrid. Y quizá ahora, gustándome como me gusta Madrid, y viviendo más en el centro que nunca (este año, me he mudado a Ópera), valoro más las escapadas. Ya no tengo el mismo ritmo de antes, tengo una vida un poco más tranquila.
Es curioso que grabaras Sheila Down en 2012 y tardaras tanto en volver a grabar algo completamente tuyo.
Bueno, eso tiene que ver también con la libertad que he tenido siempre al no tener una discográfica, no tener un mánager… Lo que ocurre es que, al año siguiente de sacar Sheila Down, yo me quedo sin banda, porque los Toch se vuelven a Argentina, y es un momento musical en el que siento que hay un cambio en mí y en mi música y hay una inmersión total en el jazz. De 2013 a 2016-2017, son años de inmersión total en el jazz, en mis clases, hice también un posgrado en técnica vocal… y, bueno, Sheila Down era una carta de presentación con canciones que venían desde mi adolescencia y yo fui cambiando, claro. Fue un proceso muy a fuego lento, muy disfrutón, pero al irse ellos, decidí aparcarlo todo y dar uno de mis giros habituales. Sheila Down y el rollo folk-pop se quedaron ahí y me fui al jazz, a la improvisación, a los standards… Fue como cambiarte de repente de país: cambiar de idioma, cambiar de lenguaje, de todo. Fueron unos años de cantar un montón y de estudiar mucho.
Decías en una entrevista que habías superado ya el síndrome de la impostora y a mí me gustaría saber cómo se hace eso.
Pues mira, se supera a días [risas]. Para mí, es que lo del paso inexorable del tiempo me parece decisivo. También, mirar un poco alrededor y no ser tan dura con una misma. Es que yo soy muy benévola con otros proyectos que se dan a mi alrededor, pero luego a mí me doy mucha caña. ¿Sabes qué pasa? Que también me he quitado muchas expectativas. No puedo levantarme por la mañana esperando estar arriba del todo. No puedo autoexigirme de esa manera porque entonces siempre voy a ser una desgraciada. Nada va a ser suficiente. Olvidar las pretensiones.
Es un poco como conectar con la niña que llevas dentro: estar en el presente, disfrutar lo que haces y hacerlo. Jorge Pérez, de Patáx, me decía: «Muchas veces, no hacemos las cosas porque estamos todo el tiempo intentando perfeccionarlas. No queremos sacarlas hasta que no las hagamos mejor. Y lo que me ha enseñado la vida es que es mejor sacar lo que sea y, si quieres perfeccionarlo, ya tendrás tiempo». Pensando en todas estas cosas, se me pasa un poco el síndrome de la impostora, porque al final todo se reduce a disfrutar lo que hago… y a entregarme. Yo le pongo muchas ganas a todo lo que hago. Si me sale mal… ¿le he puesto todo lo que yo quería y tenía? ¿Sí? Pues no pasa nada.
Debe ser difícil mantener esa actitud con tanta exposición. ¿Cómo conseguiste entrar en el programa de Francino?
Lo del programa de Francino fue porque una amiga periodista le habló de mí a Toni Martínez, que es el director del «Todo por la radio». Lleva treinta años haciendo humor, era el director de los guiñoles de Canal Plus… es un tipo súper listo, que siempre ha tenido una comicidad tremenda, pero ha estado en la sombra. No es una persona hiperconocida, ni siquiera físicamente. Tuve una entrevista con él cuando empecé en La Ventana, haciendo imitaciones de cantantes, en una sección llamada «Voces cruzadas». Por ejemplo, cantaba el «Wannabe» de las Spice Girls, pero como si la cantara Ella Fitzgerald. Hacía cosas muy locas, como imitar a Shakira, cantar una canción pop, pero rasgando la voz como Etta James… Cantar a Nino Bravo mezclándolo con Marta Sánchez. Y ese «Voces cruzadas» derivó en hacer lo que me diera la gana que tuviera que ver con la música. De ahí, por ejemplo, lo de «os voy a cantar la vida de Bach sobre una música de Bach», que es como empezó la aventura de los Bioclassics. Cuando te dan libertad, cuando te dan manga ancha para hacer lo que quieres, que normalmente coincide con lo que se te da bien, es cuando haces contenido de verdadera calidad. Eso es lo que hace Toni: sacar lo mejor de cada uno.
Esta es tu cuarta temporada, con cambio de sección.
Creo que sí, que es mi cuarto año, y, con el éxito de los BioClassics, mi sección ahora se llama «Chan, chan, chan» y es sobre música clásica. Cuento lo que me dé la gana que tenga que ver con la música clásica, curiosidades… por ejemplo, hoy he hablado de los nocturnos y de las óperas bufas. Lo bonito es contar todo esto de forma creativa porque la información ya está ahí y todo el mundo puede acceder a ella, pero la creatividad es lo que hace que un contenido se diferencie de otro. Yo intento mucho quitar la pátina aburrida y formalista de la música clásica. Para mí es un reto, conseguir que a la gente le guste escuchar un concierto de violín.
Este año cumples cuarenta años, ¿sientes algo parecido a una crisis?
¡Es que no me lo puedo creer! Me resisto mucho a pensar que eso es así. Supongo que lo que me puede llegar a afectar es que algo que es un número, pero no tiene nada que ver con mi entusiasmo ni con mis ganas de aprender, de repente, desde fuera, me afecte.
¿A qué te refieres?
Pues a que «como tienes cuarenta», ya no te llamen de una cosa o no te llamen de otra. El otro día estaba leyendo una entrevista con Candela Peña y decía que, a partir de los cuarenta, los directores y los guionistas hombres, a las mujeres nos ponen de enfermas, de solteronas, de amargadas… y yo decía: «¿Cómo?». Ella se refería a los guiones escritos por hombres. Me da miedo que la gente me clasifique por mi edad, eso podría llegar a molestarme. Aparte, esa exigencia de las mujeres con la juventud. Yo creo que, vosotros, los hombres, no tenéis ese peso.
No.
Pero, bueno, las mujeres que ahora tenemos cuarenta o cuarenta y pocos estamos en primera línea de ese cambio. Eso tiene que dejar de pasar. No sé, quiero pensar que los cuarenta son los nuevos treinta [risas]. He pensado mucho estos días sobre el tema y lo que se supone que tienes que hacer antes de tal edad… y creo que eso no va así, que no puedes fijarte metas que a lo mejor son inalcanzables. Tienes que sentirte a gusto con lo que has hecho, eso es lo importante.
La gente que te rodea, también. A los cuarenta, te define mucho si la gente que te rodea es la que tú quieres o no.
Bueno, eso por supuesto. No sé, yo cada día estoy más con el «Be Here Now», que es un poco el eslogan del rock, ¿no?
Y el título de un disco de Oasis.
Y el título de un disco de Oasis. ¿No te sabes la historia? Le preguntaron en una entrevista a John Lennon cuál era el lema del rock y él dijo: «Be here now» y, por eso, Oasis llamó así a su disco. No sé cuál de los dos Gallagher.
Sería Noel.
Probablemente. Pero no solo es el lema del rock, sino que es el lema de la vida, del instante, de conectar con quien tú eres. Sé que esto es muy teórico, pero no está mal dedicarle diez minutos al día a conectar con quien eres. Yo eso lo necesito mucho más ahora que cuando tenía veinte años.
Ya para acabar, te voy a decir una serie de nombres de artistas para ver qué te sugieren.
Vale.
Unos genios. Les he ido cogiendo el gusto con el tiempo. Cuando era más jovencilla, no me gustaban, me parecían muy aburridos. Y, con el tiempo, según les vas escuchando y les vas pillando, te das cuenta de que son muy buenos.
La sensibilidad y la fragilidad y la combinación de un alma sensible con el sistema despiadado de alguien que se hace famoso de la noche al día y no sabe asimilarlo. Aparte de estar mal rodeada: tener un mal marido y un mal padre. Qué mala suerte.
Hoy (10 de enero) hace seis años que murió. Uno de los músicos que más he escuchado en mi vida. Tiene algo en sus canciones que me atrapa, que me hipnotiza… Me alucina algo que tiene él y que yo no tengo, que es darle tanta importancia a la imagen. Me flipa toda la parte visual de su carrera. Y como compositor me encanta en todas sus etapas, porque fue cambiando todo el rato porque el cuerpo se lo pedía: del pop sesentero a Ziggy, la época berlinesa… quizá la parte de los ochenta con Tin Machine me gustó menos, pero me encantó cuando volvió en los noventa.
Zahara.
Una persona con mucho talento y muy valiente. Escuché el disco de Puta al poco de salir porque la vestuarista de Zahara es amiga mía, Estela Benítez. Me acuerdo de un programa que presentaba María Gómez y en el que ella hacía versiones de las canciones de los entrevistados. Me encantaba. De Zahara, sobre todo, me llama mucho la atención que un artista sea capaz de hurgar tanto en sus mierdas y de exponerlas así. Eso no lo puede hacer todo el mundo. Yo, desde luego, no sería capaz de hacerlo.
C. Tangana.
Pues me parece una persona superafortunada por tener las colaboraciones que ha tenido en su disco. Quiero que alguien apueste por mí y tocar con Toquiño, con Drexler, con Kiko Veneno… Sí, me parece un tipo muy afortunado, con el que han hecho una apuesta muy fuerte… y ya está [risas].
Otra alma sensible, alma vieja, con una sensibilidad brutal, con un pasado tremendo y que también su ecosistema nos la arrebató muy pronto, porque es gente que cae en el vicio para poder huir de su realidad terrible, de sus fantasmas, a lo Amy Winehouse. Creo que murió a los cuarenta y cuatro años y estaba destrozada, como Edith Piaf. Vocalmente, es muy interesante, porque ella no imitaba a nadie cantando. Decían que nadie cantaba las palabras «dolor» y «hambre» como Billie Holiday. Es una manera de cantar única, un referente transversal. Aunque no hagas en tu vida jazz, tienes que escuchar a Billie Holiday.
Richard Wagner.
Es que hasta el nombre es un latigazo [risas]. Un tipo muy admirable porque fue de los primeros en escribir el libreto y pensar en el atrezo de sus obras, que duran, ¿qué?, ¿cuatro horas? Richard Wagner es como el Bruce Springsteen de las óperas. Es como un animal de la música y de la energía. ¡Cómo sería una persona que compone esa música! Son palabras mayores, Wagner… pero hay que estarse cuatro horas escuchando una ópera de Wagner.
La última: Dua Lipa.
¿Dua Lipa? Jo, pues, mira, hace tres años estuve colaborando en Los 40, en el Anda ya y ahí escuchaba mucho Dua Lipa, además de que hay muchos niños que traen sus canciones a La Voz Kids. Creo, además, que ella es compositora de sus temas. Del mainstream es de lo que más me gusta, tiene mucha personalidad. No es una persona que yo escuche a diario, pero, bueno, me gustan los hits.
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Estoy de acuerdo con el talento musical del Wagner indiscutible. Menos con su personalidad demostrada y abiertamente antisemita que contribuyó como nadie a incubar el huevo de la serpiente.
Cuidado con decirle a esta mujer que no te gustan sus bioclassics, que no lo lleva bien, juas.
«Richard Wagner es como el Bruce Springsteen de las óperas». Eso mismo pienso yo: ¡un pesao!