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Mascarillas y mascaradas

La máscara nunca miente
La màscara no menteix mai / La máscara nunca miente. Foto: Vicente Zambrano, CCCB.

Jot Down para CCCB

Decimos: dar la cara, enrostrar o echar en cara, a cara descubierta, ¡menuda cara! —o ¡qué rostro!, según los elegantes traductores de Manhattan, de Woody Allen—, ir de cara, estar con cara de palo (o cara larga, o de circunstancias). La creencia en que la cara es el espejo del alma explicaría por qué determinadas culturas huyen de las cámaras fotográficas como si fuesen los ojos del diablo. Los orientales tienen como norma de urbanidad en discusiones detenerse en el punto que permita al adversario salvar la cara.

Perder la cara significa pasar vergüenza, pero durante la pandemia y el confinamiento adquirió un significado nuevo tanto al cubrirla con la mascarilla como porque al encerrarnos perdimos la que nos dibujan las rutinas y el trato con extraños. Hemos tenido que improvisar códigos para suplir la elocuencia de nuestros músculos faciales (¡ah!, el rictus de ironía, de desprecio, el chasquido de labios para indicar que eso te importa un higo, y todo lo que pueden hacer algunos con la nariz además de respirar sin temer el apocalipsis vírico). 

De enmascarado a enmascarado descubrimos en las miradas que cruzamos —sonreír hasta orientalizarnos es otro efecto secundario del covid— que nuestra identidad se revela en nuestros movimientos —el cuerpo hablante lo llama en idioma lacaniano Éric Laurent en El reverso de la biopolítica—, lo cual, si no refuta, por lo menos acota ese tópico de la cara como continente del alma.

Linn Ullmann, hija de Ingmar Bergman y de la actriz Liv Ullmann, recuerda en su último libro, Los inquietos, que «cuando mamá y papá eran novios en los sesenta, la cara de mamá estaba tan desnuda que apenas era una cara. Se deshacía sin parar y volvía a componerse. Se ha escrito mucho sobre la cara de mamá, sus ojos, sus labios, su pelo, su vulnerabilidad desgarradora y cómo las mejores actrices canalizan todos los sentimientos hacia la parte interior y alrededor de la boca».

Bergman es famoso por sus primerísimos planos que escrutan y construyen una emoción en sus protagonistas, mujeres sobre todo. En esa desnudez del rostro inmóvil aprendimos a encontrar significados diversos en lugar de proyectar nuestros significados. El cine de la segunda mitad del XX debe mucho a esa convicción de que una mirada, la del espectador, puede deconstruir todos los mensajes que encierra la expresión de un semblante. 

Interpretamos porque sabemos que semblante significa similar, parecer, y por lo tanto diferencia, por pequeña que sea, una diferencia colmada por la interpretación. Porque mentimos y nos mienten decimos: se quitó la máscara, por fin dejó caer la máscara

Sabemos que cubríamos nuestra identidad con diferentes máscaras intangibles antes de añadir la mascarilla. Los gemelos llevamos esa tan fastidiosa de la similitud física: casi clones, soportamos el parecido casi exacto del doble demónico o angélico; algunas máscaras son más ligeras que otras y captamos su sentido de forma subconsciente, pesan y nos pesan al albur de los paradigmas culturales: la edad, la raza, la clase, el género. 

Por eso, la muy recomendable exposición en el CCCB La máscara nunca miente, con su apéndice de actos, charlas y conferencias, anima y obliga a pensar en clave simbólica, en clave semiótica que diría Barthes, tanto más siendo él quien escribió El mundo de la lucha libre, bien representado entre las imágenes de la fotógrafa mexicana Lourdes Groubet, en los pósteres de la serie El Santo y en una sala con un muestrario de máscaras con los nombres de los catchers que dan la razón al francés cuando apuntó que «la lucha libre se ocupa sobre todo de imitar un concepto puramente moral: la justicia», también que es un espectáculo del exceso y que público y luchadores se revuelcan en una «orgía de malos sentimientos».

¿Malos sentimientos?… el lector se relame, oh, mon frère, mon semblable. Una exposición que viene a recordar que la máscara —el antifaz, la capucha, el capirote, el tapabocas, la balaclava, el pasamontañas…—siempre ha estado cerca. La etimología del término habla de fantasmas y de brujos. Ese es el sentido que explora la muestra. Sus comisarios, el activista y escritor Servando Rocha y el director de exposiciones Jordi Costa, parten del libro del primero: Algunas cosas oscuras: El libro de la máscara y del enmascarado (Felguera, 2019).

No hay abigarramiento pese a su extensión: dividida en varios apartados, presenta en cada uno temas y objetos tan curiosos, intrigantes y bien escogidos que nos trasladamos de una sección a la siguiente en un itinerario a la vez cronológico y arborescente: la sección de los demonios tiene una contraparte en la sátira anticlerical; la rebelión contra la subida de rentas de los campesinos norteamericanos del XIX le da la mano a la Angry Brigade inglesa de los años 70; las poéticas máscaras teatrales de la Carrington se oponen a las formas siniestras y terroríficas que las máscaras antigás conferían a los soldados de la primera guerra mundial; las máscaras africanas que la Escuela de París adoptaron como fetiches estéticos despojándolas de sus connotaciones culturales se miran en los demonios e inspiran a las tribus urbanas.

Haber sufrido una educación católica puede provocar en quien contemple el cuadro Los furiosos un escalofrío de reconocimiento ante los jinetes cadavéricos con su cohorte de demonios surcando un espacio sin relieve, que tienen derivaciones en el folclore de todos los países, como reminiscencias paganas. El folclore de carnavales menos famosos que el de Venecia se pertrecha de máscaras iguales para toda la comunidad —como los diables de las fiestas de la Mercè de Barcelona—, y las formas del horror son tan variadas que seguro surgen de pesadillas recurrentes.

Los demonios están ahí para que sepas que no estás seguro sobre la faz de la tierra: tiempo ha, llegaba de noche a la plantación con las hechuras de un moloso negro (¿un esclavo rebelde?) para llevarse al niño desobediente. Cuando ese negro fantasmal tan útil para mantener en vereda a las criaturas quedó por ley libre de la esclavitud, tras la guerra civil que enfrentó al norte antiesclavista contra el sur de mansiones y señorita Edcarlaaata y barracones de miseria, surgió el Klu Klux Klan que, con sus procesiones de nazarenos racistas, sus cruces gigantescas incendiadas en campestres aquelarres nocturnos, su inquietante demostración de fuerza en el desfile de Washington de 1926, disfrazaba su vocación terrorista y la lucrativa industria creada alrededor del odio y el linchamiento. 

La máscara nunca miente
La màscara no menteix mai / La máscara nunca miente. Foto: Vicente Zambrano, CCCB.

La máscara objetiva una neurosis, un terror, una fantasía, una disidencia, un enfrentamiento; también se utiliza para revelar una identidad política, identificar una comunidad de intereses: ahí los granjeros unidos en la protesta contra el propietario en Nueva York, allá el pasamontañas del subcomandante Marcos, emblema de la lucha zapatista, acá los antifaces de los manifestantes de la Angry Brigade (Brigada de la Cólera), y aquí mismo, el John Fawkes del cómic V de Vendetta reaparece en la calle transformado en un colectivo Anonymous que acierta a simbolizar el activismo del siglo XXI, con una sonrisa que ostenta la confianza en el triunfo final.

Servando Rocha es el autor de libros que tratan de movimientos anarquistas con una fuerte base intelectual y militante, por eso no ha de sorprender que haya traído a Fantômas, situado entre las impresionantes imágenes y grabados de los soldados de la primera guerra mundial protegidos por las icónicas máscaras antigás que les daban aspecto de gigantescos insectos, y el pícaro Fantomas español. El Fantômas de Souvestre y Allain desencarnaba un mal que se esfumaba inmediatamente después de causar estragos y crímenes, era el villano perfecto para un periodo que disolvería entre los gases asfixiantes de la guerra de trincheras la confianza en el «triunfo de la ciencia y la razón». 

Una amplia iconografía de gaseados iba a mostrar el horror de estas nuevas armas, perfeccionadas por los alemanes; los cuerpos mutilados y los rostros tan desfigurados que anulaban la mera idea de ser humano encontrarían en el arte la única posibilidad de recuperar sus facciones y con ellas su identidad, gracias al trabajo de la escultora americana afincada en París, Anna Coleman Ladd.   

Uno de los atractivos de La máscara nunca miente es la variedad de objetos que ilustran cada sección: la máquina antropométrica del doctor Bertillon, la artesanía de las pistolas-navaja de los apaches, libros, figuras tamaño natural, títeres de varillas inspirados en el arte asiático… 

Los interesados en logias masónicas tienen varias versiones: la franquista, la auténtica y la versión de Vichy, es decir de Les forces occultes, una película antisemita y proocupación nazi cuyo director, Jean Mamy, acabó fusilado durante la Depuración.

Dando la espalda a masones y antimasones entramos en territorio de pasamontañas y luchadores mexicanos enmascarados. A unos les interesará averiguar qué fue del subcomandante Marcos y de la lucha zapatista, a mí me interesa el temerario gamberreo punk de las tres Pussy Riot que en 2012, con sus provocadoras consignas anarcoides y sus balaclavas fluorescentes, consiguieron enfurecer al zar Putin y a la jerarquía eclesiástica rusa al entonar su plegaria política a la Virgen (líbranos de Putin, lalalá). La alegre blasfemia les valió a las tres activistas una condena a dos años de cárcel; Nadia Tolokonnikova purgó su tiempo en un campo de trabajo, donde se ganó el respeto de sus compañeras al utilizar la repercusión de su caso entre celebridades e intelectuales de todo el mundo para obtener mejores condiciones de trabajo, especialmente para las reclusas mayores, que morían de agotamiento agarradas a las máquinas de coser. 

Una colorida mezcla de inspiraciones Pussy Riot, étnica y montañera se advierte en el muestrario de fotorretratos y cabezas de maniquíes que ocultan las facciones de jóvenes para dejar a la vista el torso desnudo o cualquier otra zona a elección de cada uno; su reivindicación de la diversidad sexual parece sometida a la influencia del cómic, lo cual le resta beligerancia pero acentúa su gesto afirmativo. 

Quién sabe qué atuendo luciremos los miembros de cada tribu dentro de una década, pero seguro que nuestras máscaras continuarán expresando nuestras pulsiones, deseos, fantasías, miedos y batallas.

La máscara nunca miente
La màscara no menteix mai / La máscara nunca miente. Foto: Vicente Zambrano, CCCB.

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