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Los ojos de Tammy Faye

Los ojos de Tammy Faye. Imagen: Searchlight Pictures.
Los ojos de Tammy Faye. Imagen: Searchlight Pictures.

¿Quién engañó a Tammy Faye?

Uno de los rasgos que mejor define a este siglo XXI es su capacidad para desmitificar. Volver una y otra vez al pasado más reciente para revisar aquellos iconos pop que en su momento fueron encumbrados (o enterrados) con el fin de arrojar algo de luz —o, al menos, una muy distinta— a la idea que se ha consolidado de ellos en el imaginario colectivo. Porque, a fin de cuentas, el escándalo vende y la nostalgia engancha. No es de extrañar, por tanto, que coincidan en el tiempo propuestas como Pam & Tommy, la serie creada por Robert D. Siegel que posa la mirada sobre el polémico matrimonio entre la vigilante de la playa Pamela Anderson y el rockero Tommy Lee, o Impeachment, la tercera serie del sello American Crime Story con el que Ryan Murphy reabre algunos de los hitos que marcaron la historia reciente de la sociedad norteamericana, en este caso el escándalo Lewinsky.

Menos conocida en nuestro país fue la figura mediática de Tammy Faye, quien durante los años ochenta y noventa se convirtió en la telepredicadora más famosa de Norteamérica, y que tampoco pudo escapar al escándalo. Por eso, Los ojos de Tammy Faye no llega a España con las mismas expectativas que en Estados Unidos, un país en el que Tammy y su marido Jim Bakker (aquí interpretado por Andrew Garfield) estuvieron en antena más de una década, con unos ingresos de más de ciento veinte millones de dólares anuales y una audiencia que rozaba los trece millones de espectadores. Puede que ahí resida una de las razones que motivaron a Jessica Chastain a embarcarse en este proyecto: dotar de alcance universal a la historia de Faye. Hace poco menos de una década, la actriz se hizo con los derechos del documental  homónimo que Fenton Bailey y Randy Barbato realizaron en el año 2000, con el fin de llevar la historia de esta fascinante mujer a la gran pantalla.

Pero, si la colocamos al lado de los escándalos sexuales de Pamela Anderson o Bill Clinton, no parece que la vida de una telepredicadora pueda dar tanto juego. Así pues, ¿qué tiene de especial esta historia, y por qué el empeño de Chastain en convertirla en largometraje? Lo cierto es que, tras su muy visible faceta interpretativa, la actriz se está labrando una carrera menos conocida pero igual de interesante en el terreno de la producción. La desaparición de Eleanor Rigby (en sus tres versiones), La casa de la esperanza, Ava, Secretos de un matrimonio y la reciente Agentes 355 no solo son títulos que cuenten con su talento interpretativo, sino también con su implicación tras las cámaras, una labor que procede en gran medida de su lucha por la igualdad de género dentro de la industria cinematográfica. No en vano, Chastain forma parte de la junta directiva de la productora sin ánimo de lucro We Do it Together, que financia historias  producidas y dirigidas por mujeres.

Contar la historia de Tammy Faye, por tanto, no es solo una cuestión de nostalgia. Hay en el relato toda una reivindicación de justicia hacia la figura de una mujer que pagó —como tantas otras mujeres a lo largo de la historia— por los errores de su marido. Ya desde los primeros minutos de Los ojos de Tammy Faye se asienta esta voluntad de testimoniar el relato desde su punto de vista, y el director Michael Showalter lo consigue anclando la narración a sus ojos, a los que vuelve una y otra vez y que condensan toda la excentricidad, el glamur y la alegre tristeza que acompañaron a esta mujer durante toda su vida. Y es aquí donde entra en juego el potencial interpretativo de Jessica Chastain, cuya camaleónica metamorfosis es uno de los valores más preciados de la cinta (nos ahorraremos aquí el tópico de «huele a Óscar», pero ahí están las papeletas).

Podría argumentarse que hay cierto exceso en el film de Showalter: desde la estética ochentera —pero no la de los infinitamente molones años ochenta, sino esos otros de pestañas igualmente infinitas, cardados, hombreras y el dorado como tono favorito para decorar los salones— a la caracterización de sus protagonistas: resulta milagroso que los maquillajes de Chastain y Garfield estén tan cerca de la parodia y, sin embargo, sean capaces de librarse con dignidad del bochorno. Y es que no hay que alejarse mucho de la superficie para darse cuenta de que esta es una película, precisamente, sobre el simulacro, la apariencia, la cáscara vacía de la imagen mediática. Y esa es una cuestión que el cineasta no pierde de vista en ningún momento.

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Los ojos de Tammy Faye. Imagen: Searchlight Pictures.

Y aquí se encuentra otro de los grandes pilares de la cinta, la elección para la dirección de un autor cuyo registro más habitual es la comedia. Quizá fuera su manera respetuosa y desenfadada de retratar el absurdo americano, como ya hiciera en la serie We Hot American Summer (2015); de equilibrar la caricatura y el homenaje  con la dosis justa de aire tragicómico, como en la cinta de 2015 Hola, mi nombre es Doris; o de relatar una historia íntima con absoluto respeto como en La gran enfermedad del amor, 2017. El caso es que Showalter combina todas estas facetas a la hora de ficcionar el documental de Bailey y Barbato, del que rescata esa textura de la imagen propia de los vídeos caseros y los programas de televisión de la época, y cuyo material de archivo le permite reconstruir fielmente algunas de las secuencias que los auténticos Faye y Bakker protagonizaron en antena.

Lo cierto es que Los ojos de Tammy Faye tiene una apariencia muy cuidada, ostentosa a veces, incluso frenética, pero también con una profundidad en su discurso que entronca directamente con la naturaleza de esa mujer carismática y singular a la que retrata. Debajo del rímel, detrás del dramatismo exacerbado y la teatralidad inoportuna, hay un espeluznante relato sobre los mecanismos del espectáculo televisivo, el artificio del show business, las secuelas del escrutinio público y la hipocresía religiosa. Quizá una película no pueda otorgar justicia o reparar el pasado; quizá ni siquiera lo pretenda. Pero a lo mejor sí puede hablarse de un cierto triunfo fílmico si en la historia hay espacio para contar esa otra versión, la de ella, la de la víctima. Y más aún si, además de plagar la narración con sus éxitos (su compromiso con la visibilidad del colectivo LGBTI, el apoyo a los enfermos de sida o el cuestionamiento del lugar destinado a las mujeres en la sociedad patriarcal), le regala a través de una de las secuencias más hermosas de toda la cinta esa salvación tan ansiada, ese amor que no cesó de buscar en forma de la aprobación de la gente.

Los ojos de Tammy Faye. Imagen: Searchlight Pictures.
Los ojos de Tammy Faye. Imagen: Searchlight Pictures.

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