Todo lo que una persona puede imaginar, otros pueden hacerlo realidad.
Julio Verne (1828-1905), novelista francés.
En la misma época en la que Nikola Tesla y Thomas Edison peleaban por el título honorífico de Inventor Supremo de la Humanidad, otra persona menos mediática que las anteriores construyó la primera máquina capaz de jugar al ajedrez frente a un humano, inventó el control remoto, desarrolló aparatos que resolvían ecuaciones y patentó una tipología de dirigibles que fue muy utilizada en la Primera Guerra Mundial. Este es parte del legado de Leonardo Torres Quevedo, un ingeniero de caminos, canales y puertos español tan brillante como desconocido.
Compartió vocación con su padre, también ingeniero de caminos que incluso llegó a ser catedrático de ferrocarriles; Leonardo acabó la carrera quedando cuarto de su promoción de un total de siete, lo que nos indica dos cosas: que a finales del siglo XIX no había tanta masificación universitaria y que el expediente académico de Torres Quevedo tampoco era como para volverse loco. Una vez acabados sus estudios dedicó sus primeros trabajos al ferrocarril, pero un capricho del destino hizo que cambiase su vida y, probablemente, la historia de la ciencia1: recibió una importante herencia que le dejó en una situación económica más que desahogada, lo que Torres Quevedo aprovechó para retirarse de la práctica profesional y dedicarse a «pensar en sus cosas». En su caso, el manido «tapar agujeros» que se escucha a los premiados a la puerta de las administraciones de lotería, a medio camino entre la exaltación de la amistad y los cánticos populares, se refería a huecos intelectuales, esos que son tan difíciles de tapar y a los que tan poca atención se presta.
Desde 1877, que recibe dicha herencia y se retira, hasta 1893, que presenta para solicitar una subvención en el Ministerio de Fomento la memoria Máquina para resolver ecuaciones numéricas de todos los grados, que produjo una auténtica conmoción en los círculos científicos nacionales, Torres Quevedo estuvo apartado de la vida pública, viajó por Europa y se interesó por todo tipo de temáticas técnicas. Y pensó mucho en sus cosas. En esos dieciséis años, la mente de Torres Quevedo debió de ser un hervidero; en la línea del retiro forzoso de Isaac Newton por la peste bubónica (a la que debemos de forma más o menos indirecta el cálculo diferencial y el cuerpo teórico de la mecánica newtoniana), las largas temporadas que pasaba Torres Quevedo en Santa Cruz de Iguña (Cantabria) debieron ser el germen de las ideas que posteriormente desarrolló con una actividad frenética, pues registró hasta veinte patentes de la más diversa índole: transbordadores, dirigibles, un sistema de radiocontrol, máquinas de cálculo, un artilugio similar a un puntero láser, enclavamientos ferroviarios y hasta un método para situarse en las ciudades que hay quien ve como el precursor del GPS. Dado que trabajó de manera incansable y simultánea en varios proyectos, es mejor tratar sus aportaciones por temáticas y no por orden cronológico.
Cinco semanas en un Astra-Torres
A finales del siglo XIX y principios del XX, los dirigibles eran el único medio de transporte por aire del que disponía el ser humano ya que, aunque el primer vuelo de los hermanos Wright fue en 1903, la aviación estaba aún muy verde como para tomarla en serio. Hasta la entrada de Torres Quevedo en el mundo de la aerostación, básicamente existían dos tipos de dirigibles:
-Rígidos: tenían una estructura metálica interna que mantenía su forma, por lo que no necesitaban que el gas interior estuviera a demasiada presión. El máximo exponente de esta tipología serían los famosos Zeppelin, marca que incluso se emplea como sinónimo de dirigible.
-Flexibles: en los que la forma se mantenía con una alta presión del gas. A pesar de contar con la ventaja frente a los rígidos de ser desinflables, tenían por el contrario poca resistencia a rachas de viento imprevistas y no podían acarrear una barquilla muy pesada porque deformaba demasiado la envolvente.
La gran contribución de Torres Quevedo fue encontrar el punto medio de ambos sistemas, para regocijo de la escuela aristotélica. En efecto, sus «dirigibles trilobulados autorrígidos» presentaban una gran estabilidad frente a los fenómenos atmosféricos y soportaban sin problemas la carga de la barquilla y, además, se podían desinflar para ser transportados cómodamente.
El dirigible patentado por Torres Quevedo no tenía la típica forma de pepino, sino que su sección era similar a la de un trébol debido a que, en su interior, las aristas de los tres lóbulos estaban unidas con cuerdas: cuando el dirigible se desinflaba las cuerdas se podían plegar con el resto de la envolvente, pero al inflarlo con la presión adecuada las cuerdas se tensaban, formando una viga de sección triangular a lo largo de todo el aerostato que lo dotaba de una gran estabilidad y rigidez.
Ante la buena impresión que causó esta patente de 1906, el gobierno español puso a disposición de Torres Quevedo instalaciones apropiadas (como el Centro de Ensayos de Aeronáutica) e importantes subvenciones económicas. Por desgracia para el desarrollo tecnológico de España, concurrieron dos circunstancias que obligaron a Torres Quevedo a exiliar sus dirigibles trilobulados a Francia: por un lado, los militares con los que tuvo que trabajar en los ensayos menospreciaban públicamente a Leonardo una y otra vez (probablemente poseídos por los celos que le profesaban), y por otro, un accidente en la única planta que servía hidrógeno en España (por aquel entonces, el gas con el que generalmente se inflaban los dirigibles), iba a dejar desabastecido el país durante bastante tiempo.
Ya en Francia, donde siempre le acogieron con los brazos abiertos, llegó a un acuerdo con la casa Astra de tal forma que pagarían a Torres Quevedo tres francos por cada m3 de su modelo de dirigible que vendieran (hay que señalar que al Gobierno español no le cobraba nada por la utilización de su patente). El primer modelo Astra-Torres (denominación de la serie) que construyeron era de casi 1600 m3, medía unos 47 metros y la estructura interior de cuerda de cáñamo solo pesaba ¡40 kg!2
Poco tiempo después de comenzar los ensayos, los Astra-Torres batieron el récord del mundo de velocidad, superando los 80 km/h e incluso alcanzando 124 km/h con el viento a favor, cifras de auténtica locura a principios del siglo XX. Los Astra-Torres y derivados tuvieron su máximo apogeo durante la Primera Guerra Mundial, cuando Francia, el Reino Unido, Estados Unidos y Japón utilizaron los dirigibles trilobulados en labores de exploración y protección de costas, principalmente. Mientras tanto, los mismos militares que prácticamente expulsaron a Torres Quevedo del Centro de Ensayos de Aeronáutica, negociaron con Astra la compra de un dirigible (el modelo España) cuyo diseño la propia casa francesa había descatalogado debido al éxito de los Astra-Torres. Tras muchos problemas y bastante dinero invertido, nuestro ejército tuvo que aceptar el fracaso de ese modelo de aerostato y abandonó la idea de una flota de Españas… el karma, ese cabronazo.
Años más tarde, Torres Quevedo volvió a trabajar con el Gobierno español con el fin de diseñar un dirigible que realizara vuelos comerciales transoceánicos para los que los trilobulados no estaban preparados. El ingeniero patentó un nuevo modelo denominado —tal vez con cierta retranca— Hispania, cuya característica externa más destacable era una proa rígida bajo la que se encontraba la barquilla, pero este proyecto se quedó en nada principalmente por motivos económicos, y dejó el camino libre para que años más tarde se lucraran los alemanes de Zeppelin… hasta que se produjo el incidente del Hindenburg.
Al mismo tiempo que trabajaba construyendo y puliendo detalles de los dirigibles, a Torres Quevedo se le ocurrieron nuevas ideas que facilitaban la explotación de los mismos. Como el «poste de amarre», donde se podían «anclar» sus trilobulados, o un «cobertizo giratorio» que se orientaba con el viento buscando la menor resistencia y que fue el precursor de la arquitectura inflable, o el «buque campamento», probablemente el primer portaaeronaves de la historia, que consistía en un barco habilitado para transportar y abastecer dirigibles operativos, pero que fue desechado por algún visionario que pensó que transportar aeronaves por mar no tenía ningún futuro. Pero de entre todos estos ingenios que surgieron en torno a los aerostatos, su invento más fabuloso fue el Telekino, que veremos en la siguiente parte.
(Continúa aquí)
Notas
(1) Tal vez suene exagerado, pero el IEEE (Institute of Electrical and Electronics Engineers) incluyó en el programa Milestones (hitos del desarrollo tecnológico de la humanidad) el Telekino de Torres Quevedo. Huelga decir que es la única contribución española a esa lista.
(2) En 1913, con 107 pesetas se compraban 100 francos. Y para hacernos una idea del poder adquisitivo, un Ford T costaba unas 5000 pesetas y un litro de leche (a domicilio) unos 60 céntimos. Vamos, que con el primer Astra-Torres que se vendió, el ingeniero español prácticamente se pudo comprar un coche.
ibliografía imprescindible para saber más y bastante mejor
González Redondo, Francisco A. Protagonistas de la aeronáutica. Leonardo Torres Quevedo. Centro de Documentación y Publicaciones de AENA
Torres Quevedo, Leonardo. Mis inventos y otras páginas de vulgarización. Editorial Hesperia.
VV. AA. En torno a Leonardo Torres Quevedo y el transbordador del Niágara. Fundación ESTEYCO.
VV. AA. Revista de Obras Públicas (números 1710, 1808, 2043, 2048, 2117, 2697, 2831, 3265 y 3423).
Podéis disfrutar del Museo recién abierto junto a su casa natal en el valle de Iguña (Cantabria). En el disfrutareis de la exposición permanente más importante sobre nuestro genio o descubrireis una desconocida ruta alrededor de los lugares donde Leonardo se convirtió en inventor. Tenéis toda la información en la web del Museo elvalledelosinventos.es