(Viene de la primera parte)
Alicia
Desde el punto de vista iconológico, Alicia es un caso insólito, por no decir único. Por una parte, a pesar del doble intento de asimilación de la factoría Disney, el mundo de Alicia, a nivel visual, sigue siendo el dibujado por John Tenniel en 1865 para la primera edición de Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Y, por otra parte, la potencia icónica de la protagonista es mucho menor que la de algunos de los personajes que la rodean, como el Conejo Blanco, el Gato de Cheshire o el Sombrerero Loco (o Humpty Dumpty, si tenemos en cuenta también la secuela A través del espejo). En cierto modo, Alicia es el contenedor de esos personajes emblemáticos (también en el sentido de que ella los sueña), el observatorio desde el que los contemplamos al leer el libro o ver alguna de sus adaptaciones cinematográficas (ninguna de ellas satisfactoria1, dicho sea de paso).
Si examinamos las numerosas representaciones de Alicia, tanto librescas como fílmicas, veremos que el único iconema que se mantiene (y no siempre) en su imagen es un delantal blanco sobre un vestido generalmente azul, algo del todo insuficiente para identificar a un personaje. Ningún rasgo físico de Alicia es significativo, ni siquiera el color del cabello (suele ser rubia, pero otros ilustradores —incluido el propio Carroll, seguramente pensando en Alice Liddell— la hicieron castaña o morena). La indefinición icónica e identitaria es tal que una supuesta niña de siete u ocho años ha podido ser interpretada sin problemas por una veinteañera —la actriz australiana Mia Wasikowska— en la versión de Tim Burton de 2010 y en la secuela de James Bobin de 2016.
El caso es similar al de la Dorothy de El mago de Oz, que es, sobre todo, el vehículo que nos lleva por el camino de baldosas amarillas y el espejo en el que se miran el Espantapájaros, el Hombre de Hojalata y los demás personajes del mundo fantástico soñado por la niña. En ambas historias, al igual que en muchos cuentos maravillosos tradicionales, las protagonistas son sobre todo «funciones» en el sentido de Propp, así como los centros de gravedad de sus respectivos mundos fantásticos, convertidos con el tiempo en sendos iconos complejos2.
Drácula
El vampiro por antonomasia tiene dos imágenes canónicas muy distintas y dos nombres. O un nombre y un adjetivo, pues «nosferatu», término de etimología incierta, significa (o eso creía Bram Stoker) «no muerto» en algún olvidado dialecto rumano. Por problemas de derechos, Murnau no pudo ponerle a su magistral adaptación cinematográfica (Nosferatu, una sinfonía del horror, 1922) el título de la novela, o sea, el nombre del vampiro, así que recurrió al adjetivo apócrifo, que se convirtió en el alias del conde sangriento (al que nadie recuerda como Orlok, que es como se llama en la cinta).
El Orlok/Nosferatu/Drácula de Murnau —espeluznantemente interpretado por un Max Schreck ultraterreno— es el epítome del expresionismo alemán, su icono señero. La deformación expresiva de la realidad propia de esta corriente artística sitúa los colmillos del vampiro en el lugar de los incisivos para darles el máximo protagonismo y congela sus ojos insondables (Schreck solo parpadea una vez en toda la película), a la par que convierte sus orejas en rudimentarias alas de murciélago y sus manos en garras de águila, para componer una imagen tan fascinante como repulsiva.
En el extremo opuesto (aunque muy cerca en cuanto a recursos expresivos), el seductor y atildado conde interpretado por Béla Lugosi en la memorable adaptación de Tod Browning (Drácula, 1931). Su capa de cuello alto y su cabello engominado se convertirían (junto con los colmillos retráctiles, obviamente) en las señas de identidad del vampiro, imitadas o parodiadas en infinidad de ocasiones.
Ambas representaciones emblemáticas del cine en blanco y negro tendrían sendos destacados epígonos «en sangriento tecnicolor» (como anunciaba la publicidad de cierta película de serie B de cuyo nombre no quiero acordarme). El contenido y elíptico Drácula de Browning/Lugosi se desmelena (solo metafóricamente: el conde no se despeina ni siquiera en las escenas de acción más violentas) en la versión de Fisher/Lee (Drácula, 1958), donde la sangre a raudales y los mordiscos en primer plano toman el relevo de las púdicas elipsis en las que la capa de Lugosi oficiaba de telón. Con sus casi dos metros de estatura, su alargado rostro de marcadas facciones y su mirada penetrante, Christopher Lee se convirtió en un icono vampírico no menos poderoso que Béla Lugosi, lo que supuso el comienzo de una larga y fructífera carrera como supervillano cinematográfico.
En cuanto a la obra maestra de Murnau, Werner Herzog le rindió un cumplido homenaje con su Nosferatu, vampiro de la noche (1979), en la que Klaus Kinski encarna a una convincente versión «realista» del fantasmagórico Orlok. Como en el caso anterior, la explicitud de las escenas erótico-sangrientas y la sustitución de un onírico blanco y negro por un vigoroso color denotan el paso del púdico cine de entreguerras a las producciones posteriores a la supuesta «revolución sexual» de los años setenta del siglo pasado.
Sherlock Holmes
Si los cuatro «iconos pop» anteriores tienen su origen en obras maestras de la literatura del siglo XIX (Frankenstein, Pinocho, Alicia en el País de las Maravillas y Drácula), el quinto de ellos es, para decirlo sin ambages (y por mucho que pueda molestar a legiones de holmesianos), fruto de un plagio. Como señalé en otro artículo: «A Sherlock Holmes le basta con ponerse una extravagante gorra cervadora para que nos olvidemos de que es una copia descarada del Auguste Dupin de Edgar Allan Poe. Se ha dicho que Conan Doyle le robó El perro de Baskerville, su novela más famosa, a su amigo Fletcher Robinson; pero se suele pasar de puntillas sobre el otro plagio, el evidente y fundamental, diciendo, a lo sumo, que Holmes se inspira en Dupin o le rinde homenaje, cuando lo cierto es que lo copia en todos sus detalles significativos, y basta con leer La carta robada para darse cuenta de que los procesos deductivos del primero —a menudo traídos por los pelos—son un remedo de los sutilísimos y consistentes razonamientos del segundo»3.
En cualquier caso, la extravagante gorra cervadora, junto con una pipa y una lupa, se convertirían en los rasgos distintivos del detective por antonomasia, entre cuyas numerosas interpretaciones hay que destacar, a nivel icónico, la de Basil Rathbone.
(Continuará)
Notas
(1) Que no sean satisfactorias como adaptaciones del libro de Lewis Carroll no significa necesariamente que carezcan de interés. En este sentido, cabe destacar Neko z Alenky (1988) del checo Jan Svanmajer, que también realizó un sugerente cortometraje basado en el poema «Jabberwocky», que Carroll incluyó en A través del espejo.
(2) En el caso de El mago de Oz, el icono cultural es, sin duda, la homónima película musical de 1939 dirigida por Victor Fleming y protagonizada por Judy Garland. Un icono complejo integrado por elementos de distinta naturaleza, entre los que ocupan un lugar relevante la banda sonora de Herbert Stothart y, sobre todo, la canción «Over the Rainbow», de Arlen y Harburg.
(3) «El tigre de Tarzán (IV): La gorra de Sherlock Holmes». Sería interesante analizar cómo y por qué un autor mediocre que copia a un gran maestro consigue eclipsarlo y hacer que su popularidad haga olvidar el plagio; pero, como se suele decir, esa es otra historia.
Son ejemplos muy bizarros (como el Papa-Noel de la Coca-Cola que puso de modo el rojo).
En el mundillo de los cómics la impronta del cine manda.
La caracterización de Margot Robbie sustituyó por completo el aspecto tradicional de los cómics DC de Harley Quinn, lo mismo que la de Heath Ledger dejó obsoleta la del Joker. Scarlett Johansson hizo lo propio con la apariencia de la Viuda Negra. Josh Brolin, con Thanos. Samuel L. Jackson con la de Nick Fury que, además, cambió de color, como la antorcha humana (Michael B. Jordan), Heimdall (Idris «Stinger» Elba), o Catwoman (Halli Berry).
Ha habido hasta cambios de sexo, como el caso del Capitán Marvel, vuelta ahora en Capitana, interpretada por Brie Larson.
También el cómic cambia su propia apariencia (por ejemplo, la indumentaria de Daredevil o el aspecto de Reed Richards, antes un varón de mediana edad, a imagen y semejanza de Stan Lee, con sienes plateadas y ahora un empollón extraído del parvulario o el de Hawkeye…)
Es normal. Antes lo que cambiaba eran las líneas argumentales. Esquilo, Sófocles, Euclides y unos cientos más de los que se han olvidado hasta el nombre, variaron las tramas de los personajes de la época arcaica. Quisieron ser originales y dejar su impronta. Cuando la reproducción audio-visual ha sido lo suficientemente buena, la apariencia de los personajes se transforma. Cualquiera que ande en la industria quiere también ser recordado por algo.
Muy cierto. Con la eclosión de los medios audiovisuales y la cultura de la imagen, la gestación y evolución de los iconos pop se ha acelerado y diversificado de manera inconcebible hace unas décadas, cuando era un proceso lento y con pocas variables en juego. Como señalas, antes prevalecía el texto, pero ya a principios del siglo XX los argumentos se diluyen y los iconos los crean directamente el cómic y el cine (King Kong, Superman, Mickey Mouse…). Gracias por el apunte.
Poe era un escritor extraordinario. Y cuando tocaba el género policiaco lo seguía siendo. Tanto La carta robada como Los asesinatos de la Rue Morgue son dos obras maestras.
Pero despachar como un simple plagio un personaje de la talla de Holmes…… No puedo estar de acuerdo Frabetti.
Con respecto a Dracula a mi siempre me ha gustado la adaptación de Coppola. Y la novela que es simplemente una maravilla.
No un «simple» plagio: un plagio muy hábil y elaborado (y parece ser que no fue el único en la carrera literaria de Conan Doyle). En cuanto a la talla de Sherlock Holmes, si examinas el canon holmesiano (los relatos escritos por ADC), comprobarás su escasa calidad literaria e incluso detectivesca (Poirot, sin ir más lejos, es muy superior en ambos sentidos); Holmes es un personaje -y un mito- construido más por sus exégetas y continuadores que por su creador. Y, sí, Drácula es una de las grandes novelas del XIX, y ha dado lugar a excelentes versiones cinematográficas, como la de Coppola (y a otras lamentables, dicho sea de paso).
Quedó demodé después de «Zora» (del fumetti italiano) y, cómo no, las tres primeras temporadas «Buffy».
Hombre, «demodé» me parece un término excesivo. Los clásicos no son ajenos a las modas, pero tampoco dependen de ellas. Ni siquiera los cutrecómics italianos pueden deturparlos.
Lo demodé es el género al completo. Aquí me vuelvo hegeliano. Las tramas de Poe-Doyle-Christie fueron reasumidas (y, por lo tanto, quedaron obsoletas) debido a la orientación de Hammett-Chandler-McDonald. No digamos nada del victorianismo de GKC, incompatible con las descripciones de violencia y sexo del género policíaco actual (y no tan actual; valga como ejemplo, «1280 Almas» de Jim Thompson). Todo es literatura de consumo (desde Poe hasta Connelly), pero hay que evolucionar o morir.
Todo es literatura de consumo, por supuesto (de hecho, «literatura de consumo» es un pleonasmo); pero algunas obras son solo eso y otras son algo más. Y Poe es uno de esos raros casos en que un autor ocupa un lugar privilegiado tanto en la cultura de masas como en la del más alto nivel. Ya no tiene sentido imitarlo, entre otras cosas porque él sigue plenamente vigente.
No hay «clásicos». Sistemas inerciales absolutos hay menos en la literatura que en la física. Una obra no «sigue plenamente vigente» porque sólo 4 frikis académicos la hayan leído y digan: «¡Oh! Es maravillosa». Es más, justo que lo que 4 frikis académicos indiquen que merece la pena leer conviene evitarlo, que todo se pega en esta vida, menos la belleza y el dinero. A no ser que se desee estar entre quienes aún no saben que la guerra del Peloponeso ha terminado. Se debe pasar revista a todos los pre-juicios que uno tenga, incluso enumerarlos, y al cubo de la basura con ellos.
Un clásico no sigue vigente porque lo digan cuatro académicos, sino porque vale la pena seguir leyéndolo. Te recomiendo «Por qué leer los clásicos», de Italo Calvino. O no, porque las razones para leerlos no hay que buscarlas fuera.
Hablando de detectives, aunque sea un poco traído de los pelos dado el tema del artículo, no puedo dejar de hacer una mención al querido padre Brown de Chesterton
El padre Brown representa otro nivel, una de esas obras que trascienden el género en el que se sitúan. A pesar de mis reservas con respecto a GKC, no cabe duda de que es un gran escritor, y entre los «casos» del cura detective hay auténticas joyas. Por si te interesa:
https://www.jotdown.es/2019/02/el-doble-crimen-de-chesterton-el-caso-que-el-padre-brown-no-pudo-resolver/
En cuestiones de gusto, prefiero el Nosferatu alemán al Drácula americano. Nosferatu es una figura totalmente alejada de lo que imaginó Stoker, mientras el Drácula de Hollywood está más cercano. Para mí no existe suspensión de incredulidad cuando veo a Drácula departiendo con hombres y mujeres de su época. Nosferatu provoca terror y repulsión, si me lo encuentro de noche lo más seguro es que salga corriendo despavorido. Ambos son producto de su época: los alemanes tenían su expresionismo, Hollywood no tenía aún el código Hays y podían sacar provecho de la veta sexual que está si no explícita, por lo menos sugerida en Stoker. Aún así, dado que Drácula no me provoca terror ni deseo sexual, me quedaré siempre con la imagen de Nosferatu, solo verlo produce escalofríos. Claro, la novela de Stoker es una maravilla, un clásico.
Y bueno, Sherlock Holmes, a mi parecer, sí es un plagio. No creo que sólo por el método deductivo, Poe simplemente abrió el camino para que otros autores lo recorrieran. Para mí el plagio claro está en la estructura: el detective genial y un amigo que le admira y que, gracias a él, podemos participar de sus aventuras. En Poe es anónimo, pero es que sus relatos son cortos y económicos. En cuanto a lo literario, siempre he sentido que los relatos de Poe son simplemente atemporales, una maravilla. A Conan Doyle lo siento demodé, esclavo de la época victoriana. Su rivalidad con Moriarty está muy cercana al folletín tan popular en su época. Es un personaje que para sobrevivir, ha tenido que sufrir muchos revisionismos, desde enfatizar su afición a la coca y la morfina, hasta su aparente homosexualidad., etc. Es más, esa imagen icónica que tenemos de él y que es la que perdura, no es de Doyle, se la debemos al cine. Sóo agrego que estoy totalmente de acuerdo con lo que comenta Lo4d más arriba.
Siempre es un placer leerle, Frabetti.
Gracias, Jairo, por tus oportunas puntualizaciones. Efectivamente, así como otros iconos pop (como Frankenstein o Pinocho) son simplificaciones de obras densas y complejas, el mito Holmes es el resultado de la elaboración colectiva de una historia simple y esquemática: en eso se parece a los mitos clásicos.
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