Escribo esto en 2021, pero ¿en qué época estamos? No es lo mismo una fecha, pongamos junio o julio de 2021, que una época. Las fechas influyen en tu agenda, en tus planes, pero las épocas intervienen directamente en tu ser, en la clase de persona que eres, quizá en la que quieres llegar a ser. En esta época que nos ha tocado vivir, ¿qué sería lo más destacado, lo primero? El yo, obviamente. Nada hay más importante que uno mismo. En un escenario hipernarcisista, tiene sentido que el mundo consista en una suma de egos mezclados, el tuyo primero, lógicamente. Es difícil encontrar un momento en el que lata tanta pasión por la personalidad. Dedicarse a uno mismo, crecer en tu vida profesional, volver interesante, vertiginoso, placentero cada minuto libre de tu vida personal: he ahí el plan del individuo occidental.
Sobre estas bases, se entiende que el yo esté tan absolutamente presente en la literatura, y que la escritura autobiográfica viva una inusitada exaltación. Existen muchas pequeñas razones para que sea así. Una es que toda persona, hombre o mujer, está siempre dominada por la necesidad de contar y ofrecer testimonio. Y qué hay más acuciante que explicar qué te pasa, por qué te sientes de determinada manera y qué te gustaría hacer con tu vida. Quién puede decir que no es del todo cierto que la literatura existe porque algo no va bien, y algunas personas encuentran en el acto de escribir un modo de admitir que hay un problema y que ojalá tenga solución. Todos por naturaleza necesitamos contar. A veces contar a alguien, y mientras no eres capaz, tal vez contarte a ti qué te ocurre, por qué haces y piensas ciertas cosas, qué preocupaciones te atosigan. Los relatos se acumulan y exponerlos se vuelve una urgencia. Y al fin emergió una cultura de masas en la que millones de personas se consideran poseídas por el derecho a afirmar la importancia del testimonio de su vida.
Contar qué le pasa es el relato más elemental e importante que alienta el individuo. Queremos ser escuchados, comprendidos, quizá aconsejados. Aunque el individuo no solo necesita contar: necesita recordar, poner a salvo lo que es, lo que hace. Sabe que si no posee memoria personal no tiene nada, solo sumas de datos e historias ajenas. Para que nada importante de lo vivido se pierda, los autores construyen su mundo de experiencias personales como un mundo escrito. En ese momento solo existen el autor y su mundo recordado.
La literatura de cada época refleja siempre la sociedad en la que se origina. Esa circunstancia le proporciona su autenticidad, y la posibilidad de reivindicar la diferencia respecto a la literatura de la época anterior. Decía hace algunos años Marcos Giralt Torrente que «es normal que al ser las luchas que la sociedad contemporánea nos reserva casi en exclusiva individuales, la novela de hoy se centre en el individuo. Vivimos en una sociedad individualista y los conflictos, las contradicciones y fricciones de los que la novela de hoy da cuenta, aunque sintomáticos de la sociedad, tienden a ser ejemplificados y visualizados en los efectos que tiene sobre el individuo a través de la exploración de la subjetividad. Involucrar al individuo escritor con todos sus espejos es tan solo un paso más», decía.
Los escritores han ido dando por hecho que su vida, o una parte de ella, quizá mezclada con sus invenciones, o sus recuerdos, que a la postre se van inventando también poco a poco, constituían un material digno de relatarse en primera persona, a veces dando al personaje su nombre, a veces uno distinto. Por supuesto, aun cuando no pretende convertirse en objeto de la obra, el escritor deja partes de sí mismo, fragmentos a lo largo de ella, como objetos perdidos. En cierto sentido, el yo lo impregna todo. «Un escritor no desperdicia nada», confesaba F. Scott Fitzgerald por carta a Sheilah Graham. Un recuerdo, una anécdota, un vestido, un paisaje, una imagen, un gesto que el autor conoce bien, porque lo vio o lo protagonizó, pueden ser atribuidos a cualquiera de sus personajes en un momento dado.
Vivimos unos tiempos en los que algunos escritores se vuelven hacia sí mismos y piensan: «Soy un hit, soy el gran tema de la novela». Suena bastante modesto. El individualismo exacerbado que experimentamos desde hace décadas ha multiplicado, entre otras cosas, los deseos de realización personal. Perseverar en la persona que somos y conocernos a través de un texto son algunos de los efectos que esa realización genera en un escritor. Somos una gran aventura. Construirse un poco cada día, con total indiferencia hacia lo que ocurre fuera, lo social, lo ajeno, lo que casi llamamos masa, es un reto que hace más llevadera la existencia. Cada vez son más sus propios ídolos.
En un mundo cuyas relaciones globales se explican a través del consumo, un consumo enfocado a producir experiencias únicas, como señalaba Vicente Verdú, muchos escritores consumen su propia existencia. Esa existencia tiene —consideran— todo lo que un lector, o al menos un cierto tipo de lector, puede pedir a un libro. La búsqueda de historias dentro de uno mismo y el valor cardinal que el autor está dispuesto a dar al personaje que lleva dentro representan un paso más en la realización de la esfera íntima. Estamos ante otra revolución individualista. El autor que se convierte en narrador, que a su vez se despliega como personaje, a menudo protagonista, está lanzando, a su modo, un mensaje al mundo: «Los grandes relatos ajenos desfallecieron, perdieron interés y credibilidad: les presento uno más pequeño, próximo y auténtico: yo y lo que me rodea». Este escritor mantiene la esperanza de que algo tan próximo como una vida corriente, la suya, conecte con lo que representan miles de lectores, si es que no todos, también a su vez existencias comunes.
En plena deriva del narcisismo, al autor le gusta pensar que, en el fondo, no está mas que haciendo pequeños y reveladores descubrimientos sobre quién es. He ahí el sentido de tanta autobiografía y tanta ficción. La novela es la investigación del ser verdadero del escritor, que mantiene la esperanza de que el hallazgo permita a los lectores, a su vez, descubrir también quiénes son ellos. Porque ¿acaso no somos muy parecidos unos a otros? De lo íntimo, de lo particular, a lo universal a través de la sinceridad. He ahí el camino de la literatura autobiográfica. El mérito literario aparecerá en la medida que la mirada sea lúcida, el narrador confiable, el texto introspectivo e inteligente, la fraseología original, etc.
La imagen pública del escritor ha evolucionado hasta ser considerado en algunos casos una celebrity y menos ya un referente intelectual, un ejemplo ético, un sabio, destacaba hace unos años Vicente Verdú. El escritor actual, el escritor vivo, está absolutamente expuesto a los embates de la época —tiene redes sociales, quizá jefe de prensa, colabora en medios de comunicación, da conferencias, imparte talleres, enseña a otros a escribir una novela—, así que, como consecuencia de ello, se siente especial. Es alguien absolutamente normal, y a la vez absolutamente único, al menos en su cabeza. Tan especial se siente que cree que su vida merece ser contada, hasta volverse no solo autor sino también personaje de sus libros, en los que se plasma una auténtica orgía de revelaciones sobre sí mismo, que a veces emplea para tratar de ofrecer luz sobre temas de actualidad.
La coincidencia nominativa entre autor, narrador y personaje no es ni mucho menos nueva. El relato autobiográfico moderno tuvo su momento iniciático en Las confesiones de Jean-Jacques Rousseau. Fue también, quizá, el primer gran egocéntrico, y en esta obra queda más que demostrado que Rousseau era uno de los temas preferidos de Rousseau. Después de Rousseau, que inició un camino, llegaría el Romanticismo, donde de un modo generacional la subjetividad y la persona del artista se convierten en materia de su propia obra. Hasta entonces, salvo excepciones, los tapujos estéticos y morales impedían que se manifestase el verdadero yo del autor en sus textos. Oscar Wilde fue más lejos que nadie. Por el medio, de entonces a hoy, el yo y el individualismo conocieron épocas bajas, casi desastrosas en los años sesenta, por ejemplo. Fue cuando Roland Barthes decretó «la muerte del autor», por cuanto el autor era una expresión del individualismo burgués, una lacra, que durante algunos años quedó sometido al triunfo de lo anónimo, lo colectivo, lo neutro.
Pero esos tiempos cambiaron y el individualismo regresó con más fuerza que nunca a partir de los ochenta. Hasta el punto que de la mezcla de dos grandes géneros narrativos, como la novela y la autobiografía, salió un tercero: la autoficción. Es decir, el escritor toma uno o varios episodios de su biografía, añade algunos elementos ficticios y el resultado es esto de lo que tanto oímos hablar. Representa ya una propuesta muy recurrente con la que se que rompen las fronteras entre lo real y lo inventado. El escritor de autoficción juega de una manera consciente a confundir persona y personaje, o a hacer de la propia persona un personaje, insinuando que esa persona es y no es el autor, como señala Manuel Alberca en su ensayo El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Esta ambigüedad constituye una de las características de la autoficción. Cuenta lo que ha vivido, haciendo pasar por vivido lo que quizá le habría gustado vivir.
Es también habitual hacer coincidir el auge de la escritura autobiográfica, además de con una época de individualidad extrema, con algo llamado «desprestigio de la ficción». El mundo parece reclamar historias verídicas, situarse ante relatos que tengan un correlato real, sentirse impresionado por el impacto de que lo que se cuenta sucedió realmente. Es como si eso proporcionase mayor rango a la escritura. Si todo fue cierto, digamos, todo fue mejor, y por tanto mayor es el mérito del escritor, que encarna a un héroe auténtico. Hay una masa de lectores que valora por encima de todo que el texto sea veraz. Busca autenticidad, historias parecidas a la suya, próximas, no encarnadas por personajes fantasiosos. Penalizan la ficción como mentira, y la mentira como algo rechazable, aunque se trate de literatura. En Autobiografía. Un paseo por la sombra, de 1997, Doris Lessing destacaba que «nos enfrentamos a un rechazo de la imaginación. Hay un deseo general de conocer lo real, lo auténtico, lo que “verdaderamente” ha sucedido», mientras que «hubo un tiempo en que nuestras narraciones eran imaginación, mito y leyenda, parábola y fábula, así era como nos contábamos las historias, pero esa capacidad se ha atrofiado por la presión de la novela realista».
En otra época, quienes creían tener una historia digna de ser contada escribían una novela de ficción, no cabe duda. No han dejado de hacerlo, pero hay ya otros muchos autores impulsados a escribir un libro autobiográfico, y dar testimonio de su vida. La importancia de ese testimonio, como destaca Vivian Gornick, se ha intensificado hasta el punto de que «una vida importante es, por definición, una vida sobre la que uno reflexiona, una vida a la que uno trata de dar sentido y acerca de la que quiere prestar testimonio». Y esta época se caracteriza ante todo por la necesidad de dar testimonio, mi testimonio. En todas las partes del mundo, «hombres y mujeres alzan su voz para contar su historia, impulsados por la actual creencia común en que nuestra propia vida es significativa». En cada una de ellas parece haber una historia que contar, una catástrofe que referir, una memoria, en fin, que escribir. Ahora bien, esa memoria debe aspirar a ser una obra de «sostenida prosa controlada por una idea del yo obligado a extraer de la materia prima de su vida un relato que modele la experiencia, transforme los acontecimientos y proyecte sabiduría», dice Gornick.
El que inició el género autobiográfico no fue Rousseau, sino San Agustín. Incluso le fusiló el título de la obra: «Las Confesiones».