Mejor vida es morir, que vivir muerto.
(Francisco de Quevedo).
Al final de una canción infame de Andrés Calamaro llamada «Nunca es igual», Antonio Escohotado pronuncia un extraño discurso en el que, rodeada de un buen puñado de tonterías y disparates, se encuentra esta reflexión: «Nuestra meta es vivir largo tiempo. Y claro, en el fondo no pretendemos vivir largo tiempo. Pretendemos vivir, a secas».
La primera vez que escuché tan enigmática sentencia tendría yo unos veinte años. Estaba haciendo un viaje en coche con unos amigos y recuerdo que no le di más importancia de la que por aquel entonces daba a todas las cosas. Últimamente, sin embargo, se ha convertido en un pensamiento recurrente que me asalta cada vez que observo cómo la ciencia médica nos ha ido condenando poco a poco a una ancianidad cada vez más indigna y cruel.
Escohotado tiene razón. No queremos vivir «largo tiempo». Lo que queremos, sin más, es vivir. O, dicho de otro modo, lo que queremos es no morir, porque a nadie le hace gracia la idea de dejar de existir. Y por eso, como él explica, acudimos periódicamente al médico a hacernos chequeos, preocupados porque nos ha salido una mancha o para que nos revisen ciertos líquidos. Para asegurarnos, en definitiva, de seguir viviendo un poco más.
La medicina siempre se ha encargado de eso. De buscar remedio a enfermedades que de lo contrario disminuirían nuestra calidad de vida, pero sobre todo de intentar evitar que nuestra existencia se viese truncada súbitamente en plena niñez, adolescencia o madurez. Y consecuencia directa de ello es el gradual aumento de la esperanza de vida de forma proporcional al progreso científico. La farmacia y la medicina ya no solo nos hacen la vida más fácil; ahora además nos mantienen en el ring durante cada vez más asaltos contra la muerte, prolongando el combate mucho más allá de lo que es natural. Incluso rozando a veces lo aberrante.
Y así está Occidente, lleno de zombis. De personas que ya deberían haber muerto y no lo han hecho. De organismos humanos que no están preparados ni pueden soportar tal longevidad. De gente que ha esquivado todas las balas pero no el terrible peso de la decrepitud, que es inevitable. Individuos que viven una prórroga que no les corresponde con todo un siglo sobre sus espaldas. A pesar de que sus riñones no responden. O de que sus pulmones a duras penas les permiten respirar. O de que su cerebro está prácticamente apagado. O de que su esqueleto no es capaz de sostenerlos en pie. O de que su corazón ha tenido que ser reanimado cinco veces. Pero continúa latiendo y ellos siguen viviendo porque la ciencia ha impedido que mueran.
Siempre me ha llamado la atención que el protagonista de La invención de Morel (Bioy Casares, 1940) anotase en un diario su intención de escribir un «Elogio de Malthus». Sobra decir que, como cualquier otra persona en su sano juicio, yo aborrezco eso que injustamente ha sido denominado como darwinismo social, pero he de reconocer que en el fondo de todo ello —muy, muy en el fondo— puedo apreciar algo de verdad.
Hemos llegado a un punto en el que la medicina nos garantiza una vida mejor, pero a cambio, cuando es plenamente eficaz, nos condena a un penoso final. A una existencia deforme que no nos corresponde. Paradójicamente, nos hace la vida más dulce y la muerte más amarga. Y lo más triste y estúpido es que, a pesar de todo, hasta hace poco no podíamos acudir a ella para interrumpir la tortura a la que ella misma nos conduce porque hasta en el ars moriendi hemos permitido que la ética sea contaminada por las necedades de la religión. Si las décadas ya hubiesen pasado —morir, vamos a morir todos— y la carga de los años fuese insoportable, hasta hace poco yo no podría ir a un hospital y decir que he vivido lo suficiente. Que he disfrutado de una existencia larga y plena pero ya estoy hasta los cojones de sufrir. De no valerme por mí mismo. De respirar mal, oír mal y ver mal. De sentir cercano el final y dormirme cada noche pensando si esa será la última…
En un capítulo de House M. D. —desconozco cuál; vean la serie entera si no lo han hecho ya porque merece mucho la pena—, un anciano médico era ingresado en el Hospital Princeton-Plainsboro en estado grave. Al comprobar los síntomas, el viejo suplica a House que le deje morir. Este no lo hace y, con la intención de averiguar qué tiene, lo somete a un sinfín de dolorosas pruebas. Cuando por fin da con el diagnóstico, resulta que se trata de una enfermedad incurable que hará pasar al anciano un infierno en vida hasta que, finalmente, fallezca unos meses después. Esa misma noche, alguien desconecta al anciano de las máquinas que lo mantenían con vida y muere en paz. Yo no sé ustedes, pero en mis penúltimos años quiero que me atienda el doctor House. Y los demás continúen pudriéndose si les da la gana.
«Sobra decir que, como cualquier otra persona en su sano juicio, yo aborrezco eso que injustamente ha sido denominado como darwinismo social, pero…»
Todo lo anterior al «pero» es mentira.
No son «las necedades de la religión» las que nos han traído hasta aquí, señor De Lorenzo. Al menos la católica, en su teología moral más asentada, desalentaba lo que llamaba «medios extraordinarios» para mantener con vida a una persona. Ahora no sé, porque ya sabemos que en Roma reina un populista que ríete de Chávez. Es alucinante que alguien diga lo de las religiones, cuando lo único evidente es el infernal negocio de las corporaciones sanitarias, la ingeniería médica, las multinacionales de los medicamentos, y así por delante. En cuanto a que nos «obliguen» a vivir todo ese infierno… pero señor De Lorenzo… coge usted un metro y medio de cuerda y se ríe de las «necedades de la religión», de «la farmacia y la medicina», de Andrés Calamaro y de la madre que los parió a todos, usted incluido.