«Cread peligrosamente —escribió la haitiana Edwidge Danticat en su ensayo titulado con el mismo nombre (Create dangerously)— para personas que leen peligrosamente. Es lo que siempre he pensado que significa ser escritor. Escribir, sabiendo en parte que no importa lo triviales que puedan parecer las palabras, porque algún día, en algún lugar, alguien puede arriesgar su vida para leerlas».
Danticat tomó el título para su ensayo de una conferencia (y posterior ensayo) de Camus, pronunciado en Uppsala en 1957. «Crear hoy es crear peligrosamente. Cualquier publicación es un acto», declaró Camus, cuyas obras estaban profundamente impregnadas de una atmósfera de exilio existencial: sus personajes son solitarios, o los han abandonado, e intentan, a menudo infructuosamente, pero con la absurda determinación de Sísifo, lograr sus deseos, como en El extranjero.
En la conferencia, Camus se centró en la eterna cuestión de cómo el arte y la política están conectados. En el pasado, afirmó Camus, «el artista estaba al margen. Solía cantar a propósito, por su propio bien; o en el mejor de los casos, para animar al mártir y hacer que el león olvidara su apetito. Pero ahora el artista está en el anfiteatro». Aunque algo de ironía hay en sus palabras, o eso me parece, lo que hace es darnos una versión romántica de la historia, de lo que significa y ha significado ser escritor, y deja a un lado a los muchos escritores que crearon su arte partiendo de la política directamente, los escritores para los que lo personal es político. ¿Estaban Olaudah Equiano, Juan Francisco Manzano, Harriet Jacobs, Frederick Douglass o Aimé Césaire al margen?
En 1969, el martiniqués Aimé Césaire publicó una sorprendente adaptación de La tempestad, de William Shakespeare. La versión de Césaire, Une Tempête, siguió la premisa básica de la obra de Shakespeare, dejando muchos componentes tal cual (como el escenario y los personajes); pero en la adaptación de Césaire hay aspectos que hacen que el nuevo texto sea totalmente distinto: Calibán es un esclavo negro, y Próspero, el duque milanés, un esclavista.
En el drama del siglo XVII, Próspero naufraga con su tripulación y aparece, aparentemente, en las Antillas. Pronto vemos cómo esclaviza a Calibán, al que encuentra en la isla que han ocupado. A los ojos de Próspero, Calibán no es más que una monstruosidad: el hijo de la infame bruja Sycorax. Y los otros personajes que lo acompañan reaccionan de manera similar, deshumanizando a Calibán a cada oportunidad. Trínculo (el bufón del rey de Nápoles) se sorprende cuando se encuentra a Calibán dormido, preguntándose alarmado si es un hombre o un pez, y con frecuencia lo describe, al igual que Stéfano (el mayordomo), como a un monstruo.
Calibán se defiende: «Me enseñaste el lenguaje —le dice a Próspero—, y sé cómo maldecir». Césaire insiste, celebra los ataques: «con esa nariz ganchuda, pareces un buitre», insulta Calibán a Próspero desde el principio de la obra. No está al margen Calibán: mediante el poder de una voz a la que se permite estallar con fuerza, la atmósfera de la isla imaginada de Shakespeare cambia por completo en la adaptación —¿o quizá fue una respuesta?— del siglo XX.
Una voz, sabía Césaire, puede conjurar una tormenta, un corrimiento de tierras. En una de sus obras clave, el largo poema Retorno al país natal, describe el proceso de aprender a invocar la naturaleza a través del lenguaje. Hablar de manera natural, sugiere, es una especie de magia, un encantamiento que une la palabra con el mundo, pues el lenguaje adecuado transforma los sonidos en cosas vivas. «Puedo hacer tormentas con palabras, palabras de tormentas». No era Césaire un artista al margen.
Algo sucede cuando alguien convierte a otra persona en monstruo, como hacen con Calibán, lo que va unido a que mucha gente (una multitud que reclama sus intereses), con convencimiento, apoye a un verdadero monstruo, como al chivo de Mario Vargas Llosa. La falta de empatía y el autoritarismo van de la mano, y qué sencillo resulta dar órdenes cuando no se ve a las personas como individuos, sino como una nebulosidad, un conjunto de impedimentos. En Ruler in Hiroona, novela (poco conocida, no traducida) de G. C. H. Thomas, se narra el cómico, pero no menos inquietante, ascenso al poder de un político en una pequeña isla del Caribe. Busquen los parecidos con el país del autor (San Vicente y las Granadinas) y encontrarán una manera de proceder que les recordará, por citar unos pocos, a El orden del día, de Éric Vuillard, El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, El recurso del método, de Alejo Carpentier y Tirano Banderas, de Ramón del Valle-Inclán.
Hasta que fui adolescente me gustó mirar las estrellas y pensar que desde mi terraza podía observar el universo; vivía en un lugar con poca contaminación lumínica. Sin embargo, me vi desplazada a una ciudad donde rara vez podía ver el cielo por la noche, pero donde me di cuenta de que había constelaciones que nunca había visto, que estaban justo frente a mí. Y así es como debe ser. En el mundo globalizado en que vivimos, los desplazados luchamos por hacernos escuchar. Es posible que nuestras voces todavía no lleguen a las costas de la mayoría, ni mucho menos a los lugares de los que procedemos. Sin embargo, existimos en el imaginario de la gente, aunque seamos fantasmas procedentes de fantasmas, hijos de Sycorax.
Escribir, peligrosamente, sobre literatura global, como estoy haciendo ahora mismo, es contar lo que significa ser humano. Otra razón por la que escribo desde una nueva isla, solitaria, es que muchos han tenido que huir de sus hogares, y muchos sentimos que no podemos regresar, porque nuestra condición de monstruo nos ha hecho sentir que no podemos, o no debemos, vivir en la tierra de nuestros fantasmas. No deja de ser extraño, y significativo, escribir para un medio de prestigio como este, y más en su décimo aniversario, a la vez que vivo en una isla del exilio, y descubrir, como en Patrias imaginarias, de Salman Rushdie, que la mía se está volviendo imaginaria por el miedo a volver.
La soledad es un sentimiento consciente de alejamiento o separación de las personas que para nosotros han sido importantes. Es una condición que no existía tal y como la entendemos ahora: no es que las personas (las viudas, los enfermos, los marginados) no estuvieran solos, es que, como no era posible sobrevivir sin estar ligado a otras personas, por lazos de afecto, lealtad y obligaciones, la soledad era una experiencia pasajera. También una manera de matar: estar solo era estar muriéndose. En Hamlet, Ofelia sufre de soledad y se ahoga.
Y, sin embargo, hay algo bueno en reconocer que no hay más remedio que el exilio. Por mucho que duela ver la isla retroceder detrás de mí, el mundo en el que crecí, por mucho que duela pensar que el silbido del viento que una vez pensé que oiría para siempre se ha desvanecido, una pequeña parte de mí sabe que puedo luchar con mis palabras: puedo escribir desde las costas de mi isla en el exilio. Igual que para el narrador de La goleta El Vuelo, de Derek Walcott, o no soy nadie, o soy toda una nación.
Es el reconocimiento de uno mismo como persona corriente en un mundo gobernado por hechos triviales lo que hace que el acto de escribir me resulte tan poderoso. Para Danticat, escribir sobre tragedias y mundos desaparecidos es abrumador, pero no se intimida: acepta que por algún hecho circunstancial ella existe y tiene el poder de crear. Y así, en última instancia, es como conserva parte de lo perdido. Creamos, escribe, «como si cada obra de arte fuera un sustituto de una vida, un alma, un futuro… No tenemos otra opción».
Las palabras de Danticat me recuerdan a Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz: «Cuando era pequeño, mi ambición era crecer para convertirme en un libro», dice el narrador. «Se puede matar a la gente como si fueran hormigas. Tampoco es difícil matar escritores. Pero no libros: por muy sistemáticamente que intentes destruirlos, siempre existe la posibilidad de que una copia sobreviva y continúe disfrutando de una vida útil en algún rincón de una biblioteca apartada en algún lugar de Reikiavik, Valladolid o Vancouver». La escritura perdura cuando dejamos de existir, no con el impacto de Shakespeare y Cervantes, pero sí de un modo que, no obstante, es real.