Búscate a alguien que te quiera como Kenneth Branagh se quiere a sí mismo. A ver, que tampoco estamos descubriendo la pólvora: desde hace décadas es casi un lugar común hablar del amor propio del cineasta que se deleitaba en filmar sus propios pectorales sudorosos en Frankenstein de Mary Shelley (1994). Y, no lo negaremos, cuando la jugada le sale bien ese mismo ego es parte indisociable del encanto de sus películas. Al mismo Frankenstein nos remitimos. Lo supo ver Chris Columbus cuando fichó al norirlandés para interpretar al narcisista Gilderoy Lockhart en la segunda entrega de Harry Potter: Branagh se movía por la pantalla agitando su capa con el mismo deleite con el que Tim Curry paseaba su villanía en Los tres mosqueteros (1994).
Así que no nos pilló de sorpresa la presentación de su Hércules Poirot en los primeros compases de Asesinato en el Orient Express, donde introducía a una versión del personaje decididamente infiel: excesivo hasta dejar pequeña la expresión bigger than life, caricaturesco y robaplanos, pero también divertido y carismático. El hombrecillo bajito, regordete y con cabeza de huevo de las novelas de Agatha Christie daba paso a un hombre de acción, dado al alarde exhibicionista, que apenas conservaba del original su capacidad de observación y su marcado acento francés. Incluso su característico mostacho se veía elevado a la enésima potencia, desafiando todas las leyes (escritas o no) de la física, la estética y la capilaridad. Para bien o para mal, a Branagh no se le puede pedir mesura.
El problema de aquella primera entrega, entonces, no era la vena onanista de su director y actor principal. En realidad, aquel era uno de sus puntuales aciertos, porque apuntaba a una dinámica reinvención del detective belga para el siglo XXI que, sin embargo, conseguía no pasarse de frenada como el Sherlock Holmes de Guy Ritchie y Robert Downey Jr. No: el problema de Asesinato en el Orient Express era, sencillamente, que a mitad de su metraje la película —me van a permitir el chiste malo— descarrilaba. El payasismo y la incoherencia se adueñaban del guion, y las decisiones de dirección iban detrás alegremente, para acabar en un tercer acto esperpéntico, donde Hércules Poirot montaba un pifostio innecesario fuera del tren para desenmascarar al asesino y en el proceso daba al traste con las buenas sensaciones granjeadas durante la hora inicial. Así que, cuando el desenlace plantaba las semillas de una continuación, la pregunta era inevitable: ¿se impondrían en Muerte en el Nilo las virtudes de Poirot, o los vicios del guion y la puesta en escena de Kenneth Branagh?
Pues la verdad es que ni lo uno, ni lo otro. Porque el cineasta parece haber tomado buena nota tanto de lo que funcionaba en aquella película como de lo que no, limando excesos y recortando bigotes, tratando de mantener el carisma de su personaje al tiempo que le insuflaba algo más de humanidad, y ciñéndose de forma más ortodoxa a los parámetros de la novela detectivesca clásica.
Pero, ¡ay!, resulta que ahí tampoco estaba la solución. Los añadidos a la biografía del personaje en los primeros compases de Muerte en el Nilo, una suerte de Poirot Begins que nadie había pedido nunca, encierran alguna idea interesante, pero su ejecución queda impostada, ortopédica, como diseñada con un tiralíneas que tiene que ver más con los homogeneizadores manuales de guion hollywoodienses que con verdaderas necesidades dramáticas de la historia. Y, al mismo tiempo, el intento por ofrecer un desarrollo más comedido de la propia trama detectivesca dan como resultado un misterio soso, demasiado estereotipado, e incluso de resolución previsible por culpa de alguna torpeza de puesta en escena, con una cámara que se pasa de enfática cuando no debe. Y es una lástima, porque Una vez más el magnetismo del Branagh actor está ahí para dar impulso a Muerte en el Nilo, pero por momentos ni siquiera eso mantiene a flote al film. Tampoco ayuda que el asesinato que en este tipo de relatos suele producirse tras la presentación de los personajes y sus tramas, aquí se demore hasta la mitad (casi matemática) del metraje, partiendo la película en dos de forma un tanto extraña.
Cuestión aparte son los numerosos cambios que el guionista Michael Green introduce respecto a la novela. Más allá del mencionado añadido sobre el pasado de Poirot, el libreto de Muerte en el Nilo cambia, fusiona, elimina o añade personajes casi a placer, desliza pequeñas subtramas y subtemas que a veces funcionan, a veces no. Pero la mayoría de los personajes que conforman la habitual lista de sospechosos no llegan a ser tan interesantes como la propia película parece creer, llegando incluso a antojarse un tanto intercambiables. Y, bueno, tener a un –presunto– caníbal en el reparto corta un poco el rollo en todo esto de la inmersión en la ficción. Porque lo cierto es que, al lado de los peculiares afectos de Armie Hammer, el amor que Kenneth Branagh se profesa resulta mucho más sano. Dónde va a parar.
Excelente, gracias!
Pues a mí me ha gustado mucho