—Oiga Arthur, he donado casi un millón de libras a los organizadores de estos Juegos Olímpicos y quiero a un cronista a la altura del evento. Usted y yo sabemos que la final del maratón no será una prueba más. Le ofrezco un buen puñado de libras y el mejor asiento en la tribuna de prensa del White City Stadium a cambio de su crónica de la final. No me decepcione.
Por algo le bautizaron como «el Napoléon de la prensa». Lord Northcliffe, al que Arthur Conan Doyle se tomaba la licencia de llamar Alfred, no se andaba con rodeos. Había algo de aquel tipo que le fascinaba. Quizás fuese su carácter emprendedor o su arrebatadora seguridad en sí mismo. Después de fundar el Daily Mail y disparar sus ventas hasta el millón de ejemplares, se enredó en comprar The Times. Sin embargo, seguía cuidando con especial cariño a su primogénito, el Mail.
—¡Qué demonios! —exclamó Doyle—. Será un momento histórico y yo estaré allí para contarlo. En realidad, tampoco me prodigo tanto en labores periodísticas.
Lo que no sospechaba el escritor era la dimensión de la tarea que le había encomendado lord Northcliffe. Un apretón de manos final selló el acuerdo y Arthur Conan Doyle abandonó con paso firme el despacho más respetado y temido de Fleet Street. «De allí se sale consagrado o condenado», le advirtió un viejo reportero que había pasado por aquella aristocrática alfombra con desigual suerte.
Lo cierto es que Lord Northcliffe sabía a quién elegía. Doyle no era ajeno al mundo del deporte. De hecho, acumulaba una completa experiencia como practicante y aficionado. Arthur fue portero y fundador del Portsmouth, además de atesorar hándicap 10 en golf, muy útil en según qué compañías, fruto de su obligada estancia en Davos tras diagnosticársele tuberculosis a su primera esposa. Pionero en la práctica del ski en Suiza, el escritor también era un erudito del boxeo. Tanto que en diciembre de 1909 le ofrecieron una plaza como juez en la pelea por el título del mundo de los pesos pesados entre Jim Jeffries y Jack Johnson, el titán negro. Pero la rechazó, algo que Sherlock Holmes no le habría perdonado nunca. Por todo eso aquel 24 de julio de 1908, se sentó en el palco de prensa del White City Stadium para relatar en las páginas del Daily Mail la odisea de los maratonianos.
Aún retumbaban en la cabeza de Doyle las palabras que lord Northcliffe había pronunciado en su despacho: «Usted y yo sabemos que la final del maratón no será una prueba más». Había demasiadas cosas en juego. Como carrera trascendía al deporte, incluso trascendía a los propios Juegos Olímpicos por muchos motivos. Algunos intuían que la prueba asestaría un golpe mortal al amateurismo y otros, como el British Medical Center, se convirtieron en celosos guardianes de la lucha contra el dopaje masivo que reinaba en la disciplina. En plena era victoriana, los atletas eran libres de tomar estimulantes o tónicos, como los llamaban, durante la competición. Era habitual el uso de inyecciones de estricnina, tinturas de cocaína y sorbos de alcohol para paliar los dolores musculares y el efecto de la fatiga.
El Comité Organizador de los Juegos había dado un paso adelante prohibiendo el uso indiscriminado de estimulantes, ocasión que aprovechó sagazmente la empresa Oxo para promocionar el extracto de carne como tónico milagroso para los corredores supliendo la extendida ingestión de cocaína. El milagroso producto, que levantaba muchas sospechas, provocaba numerosos efectos secundarios, entre ellos severos desvanecimientos tras su ingestión. Detrás del desarrollo del «extracto de carne» surgían dos figuras inquietantes, la del químico alemán Justus von Liebig, su inventor, y la del fisiólogo estadounidense Austin Flint, su principal valedor.
El maratón había adquirido también un marcado componente político. La carrera clausuraba una competición atlética que se había visto enrarecida por el enfrentamiento entre Gran Bretaña y los emergentes Estados Unidos. El enfrentamiento entre ambas potencias había vivido varios desencuentros sonados durante los Juegos. En la ceremonia de inauguración se trató de prohibir que ondease la bandera estadounidense, algo que exigió de mediación diplomática. La crispación aumentó con la descalificación en la final de los 400 metros de un corredor norteamericano, mientras las quejas del equipo yanqui sobre la ilegalidad del calzado de los británicos eran obviadas. Por todo ello, la maratón se había convertido en algo más que una simple carrera.
En lo deportivo, la carrera también ofrecía una singularidad: se disputaría sobre una distancia inédita hasta entonces. El rey Eduardo VII, seducido por la épica de la prueba, quería ver la salida de la maratón. Y como trasladarle implicaba una complicación logística de dimensiones colosales en términos de seguridad, se tomó la decisión de iniciarla en los jardines del castillo, desde cuyos balcones la familia real presenciaría el arranque de la prueba. Más allá de satisfacer el capricho soberano, la decisión conllevaba una realidad incuestionable: desde Windsor hasta el flamante White City Stadium, los corredores se verían obligados a recorrer una distancia de 26 millas y 385 yardas, exactamente 42 195 metros. Dos kilómetros metros más de lo habitual. Dos mil metros trágicos que pasarían a la historia.
A las 14:33 del 24 de julio de 1908, bajo un sol implacable, cincuenta y seis participantes, de los que se retirarían finalmente veintiocho, tomaban la salida de la maratón más famosa de la historia de los Juegos. Mediada la prueba, al paso por Sudbury, marchaba en cabeza Tom Longboat, un canadiense nacido en el seno de una tribu india. Pero pocos kilómetros después comenzaron a flaquearle las fuerzas y en su afán por reanimarle le dieron a beber champán, remedio habitual en la época que resultó fatal.
Pasó a comandar cómodamente la carrera el sudafricano Charles Hefferson, seguido del italiano Dorando Pietri y mucho más atrás el joven norteamericano Johny Hayes. Ni rastro de británicos. Hefferson sufrió una deshidratación que hizo que se esfumase su cómoda ventaja hasta el punto de que en el kilómetro 38 fue superado por un tipo enjuto y fibroso llamado Pietri. Dorando Pietri llegó al atletismo por casualidad. Aprendiz de pastelero en Carpi (Módena), una tarde, cuando contaba diecinueve años, aceptó una apuesta de sus amigos para tomar parte en una carrera en la que participaba el gran Pericle Pagliani, el atleta más famoso de Italia por entonces. Pietri, que corrió vestido con su ropa de trabajo, estuvo a punto de derrotarle, algo que le animó a inscribirse en una populosa carrera en Bolonia, en la que quedó segundo. Desde aquello no dejó de correr. Aunque a Londres llegaba con la vitola de mejor corredor italiano de largas distancias, pocos habían reparado en su presencia. Sin embargo, Dorando llevaba más de un año preparando a conciencia aquella maratón.
Pietri llegó al kilómetro 40 fresco. Se había preparado para recorrer esa distancia y sus piernas estaban ligeras y livianas. Si la maratón hubiera completado la distancia recorrida por el soldado Filípides, Pietri se habría colgado el oro sin discusión, pero restaban dos mil metros infernales para los que no estaba preparado. Así lo recordaba el propio corredor en el diario Il Corriere della Sera: «Soy primero. Podía disminuir la marcha, pero estoy lleno de una furia que me hace correr más deprisa. El camino está libre delante de mí y no sé frenarme. Paso entre dos filas llenas de público al que no veo pero huelo. Miro siempre al frente buscando algo que no veo aún, porque la carretera tiene muchas curvas. Ahora veo allá, al fondo, una masa gris que parece un buque con el puente abanderado. Es el estadio… Después no recuerdo nada más».
La fatiga extrema provocada por el ritmo infernal que le había llevado a rebajar su mejor marca personal, y la deshidratación, fruto del calor y la humedad reinante en Londres a las cinco de la tarde, resultaron devastadores para el italiano. Conan Doyle asistió atónito a un espectáculo dramático, casi macabro: «Estamos esperando con ansiedad, los balanceos largos y turbulentos de la multitud marcan su impaciencia. Los ojos de la inmensa humanidad sentada en la bancada se fijan en el vacío de una puerta por la que debe venir. Él debe estar muy cerca ahora, recorriendo a toda velocidad las calles entre la gente gritando. Podemos oír el murmullo creciente. Cada ojo está en pendiente de la puerta. Y entonces, por fin llegó…».
El italiano ingresa en el majestuoso estadio desencajado y toma el sentido equivocado de la pista, lo que obliga a los jueces a saltar a la misma para dirigirle. Se tambalea y cae repetidas veces sobre la ceniza de la pista como si se tratara de un boxeador sonado. Hasta cuatro caídas contabiliza Conan Doyle, mientras observa la agonía del italiano que presenta «un rostro amarillo y demacrado y unos ojos vidriosos e inexpresivos». Un ejército de jueces y médicos ejercen de buenos samaritanos reconduciendo su deambular hacia la meta. «Dios mío, se ha desmayado. ¿Es posible que el premio pueda deslizarse entre sus dedos incluso en el último momento? Todos los ojos se deslizan rumbo al arco oscuro. No ha aparecido todavía el segundo. A continuación, un gran suspiro de alivio sube. No creo que nadie en el público hubiera deseado que se rompiese la victoria en el último instante de este italiano valiente. Se lo ha ganado», relata Doyle en el Daily Mail.
La última caída, a cinco metros de la llegada, coincide con la entrada del estadounidense Johny Hayes en el estadio. En ese instante, Doyle siente que se para el tiempo: «Por debajo del arco de entrada al estadio surge el segundo corredor. Hayes, con las barras y estrellas en el pecho, exhibe gallardamente su fuerza. Solo restan 20 yardas al italiano para conseguirlo. Se tambalea, ni rastro de inteligencia en su rostro. De nuevo las piernas rojas irrumpieron en ese preámbulo automático extraño». La torpe e interminable maniobra de Pietri para recobrar la verticalidad dura más de medio minuto. Doyle sufre en la tribuna de prensa: «¿Va a caer otra vez? No, se mece, se balancea, y entonces atraviesa la cinta. Se ha llegado al extremo de la resistencia humana. Ninguna escuadra de Roma se comportó jamás mejor que Dorando en los Juegos Olímpicos de 1908. La gran raza no se ha extinguido todavía». El italiano cubre los últimos 350 metros en más de nueve minutos. Dos horas, cincuenta y cuatro minutos y 46 segundos después de iniciar la maratón en Windsor, Dorando Pietri atraviesa la línea de meta ayudado por dos personas componiendo uno de las más dramáticas y bellas estampas de la historia del deporte.
El momento queda inmortalizado por un fotógrafo anónimo de Topical Press, la agencia gráfica británica que cubre los Juegos. Escoltando a Pietri, como los ladrones a Jesucristo en el Calvario, componen la histórica imagen Jack Andrew y el doctor Michael Bulger. A su derecha, con el sombrero de Chief Clerk calado y el megáfono en su diestra comparece Andrew, el hombre que implantó la distancia eterna de los 42 195 metros. A su izquierda, la figura rolliza del doctor Bulger, a quien muchos confundieron durante años con Arthur Conan Doyle, que no aparece en la instantánea, pero la presencia aliviado a escasos metros desde la tribuna de prensa. Bulger, irlandés como el padre de Johny Hayes, el perseguidor de Pietri, salva la vida a Doranto segundos después de cruzar la meta ordenando su traslado inmediato al hospital.
El protagonista, Dorando Pietri, sostiene en su mano derecha un trozo de corcho que los corredores utilizaban para apretar los puños sin dañarse los dedos o las palmas de las manos en su agonía durante la carrera. Los más perspicaces lo ahuecaban para utilizarlo como recipiente en el que beber brandy, vino o champán, como hizo con fatales consecuencias el piel roja Longboat. El análisis posterior del inocente pañuelo con el que Dorando se protege del sol confirmaría el uso de estricnina durante la carrera para paliar la agonía.
La imagen pasa a la historia, pero Pietri cae inconsciente y descubre al despertar que ha sido despojado de su victoria, ya que la delegación estadounidense ha denunciado el uso de ayuda exterior, lo que ha supuesto la descalificación del italiano. Sin embargo, la odisea de Pietri concluye con final feliz, ya que alentada por Arthur Conan Doyle, la reina Alejandra le recibió para entregarle una copa de oro como premio a su esfuerzo y dedicarle unas reconfortantes palabras: «No tengo diploma, medalla ni laurel que entregaros, pero he aquí una copa de oro. Espero que no os llevaréis únicamente malos recuerdos de nuestro país».
Doyle, cuya admiración por Pietri es similar a su indignación por su descalificación, propone una colecta para recoger fondos en favor del italiano para que pueda abrir una pastelería en su Italia natal. Sin embargo, los planes de atleta son otros. Tras el maratón de Londres Doranto, Hayes y Longboat, se dejan engatusar por el profesionalismo y compiten en lugares como el Madison Square Garden. Después de ahorrar una importante cantidad de dinero, el italiano regresa a su tranquila vida de pastelero, mientras Conan Doyle, impresionado por aquella vivencia, se convierte en miembro activo del Comité Olímpico británico. La historia se cierra con lord Northcliffe colgando en su despacho la página enmarcada de Daily Mail con la crónica de Doyle protagonizada por la poética fotografía y esa frase turbadora: «Es horrible y fascinante, sin embargo, presenciar la lucha por un propósito fijo estando completamente agotado».
Gracias por el artículo. No conocía esa historia.