Hace algunos años me interesaron mucho los destinos opuestos de Rimbaud y Proust. Rimbaud, el poeta adolescente, encarna los últimos sueños del Romanticismo y por más que su poesía poco tenga de romántica, su figura de poeta genial y adolescente vagabundo, genio, explorador y mártir, es en este sentido paradigmática. En cuanto al mundo descrito en la Recherche, y a la vida que llevaba su autor, aunque se publica en el siglo XX y su meditación se proyecte, intacta, al siglo XXI, es pura emanación de la Belle Époque.
Me interesaba —y no era yo el único precisamente— tanto la figura de esos autores como su obra. Rimbaud abandona las letras por los negocios y las exploraciones a caballo para encontrar rutas comerciales en el África ignota; Proust en un movimiento contrario abandona los salones y los bailes y los conciertos y el erotismo para enclaustrarse con su obra. Iguales en el arte, han quedado para la historia de la literatura como opuestos en su consideración del valor que a uno y otro les merece arte y vida. El primero alcanza logros extraordinarios y extraordinariamente tempranos en los que prevé —en esto sí fue el vidente que se proponía ser— lo que va a ser su vida de adulto, y casi al detalle: Par les soirs bleus de l’été, j’irai dans les sentiers… Nadie como él cantó el vagabundeo como una felicidad, y en ese famoso poema lo esencial es es j’irai en tiempo futuro, esa ilusión y presagio. Los caminos por los que andará, los viajes, las distancias recorridas alegremente, las ciudades exóticas en las que entrará y el oro que amasará en ellas. Luego para cumplir el presagio arroja con el mayor desdén su pluma y se convierte en lo que antes había execrado: un prosaico y respetado comerciante, un hombre de provecho. A la inversa irá Proust. Fueron casi contemporáneos y hubieran podido conocerse: Rimbaud nace quince años antes y muere a los treinta y siete, en el hospital de Marsella, y treinta años después fallece Proust en su alcoba acorchada y rodeado de los manuscritos en los que ha estado trabajando casi hasta el último latido, a los cincuenta y un años.
Los dos gestos nos impresionan por extremos y radicales y porque son llevados con coherencia hasta sus últimas consecuencias. Quizá contribuye a hacer más llamativa la elección de uno y otro el hecho de que «la vida» a la que el expoeta se dirige con determinación fue una vida de una aspereza notable, carente del menor placer civilizado, mientras que la «vida pública» o «física» en la que Proust cree malgastar tantos años de su existencia, y a la que renuncia para consagrarse día y noche a la literatura, «la única vida verdadera», era la más placentera que haya disfrutado jamás el estamento más privilegiado de cualquier sociedad, en cualquier periodo histórico.
Un día, ya después de la Primera Guerra Mundial, Proust decide salir excepcionalmente de su encierro, se abriga bien y se hace conducir al Bois de Boulogne para observar a las mujeres, y concretamente, los sombreros que lucen, con objeto de tomar algunas notas para un párrafo sobre peinados y tocados, pero enseguida regresa muy decepcionado a casa, porque mientras él escribía el tiempo había pasado, la moda había cambiado, y ahora una ráfaga de viento huracanado se había arrebatado todos los sombreros de las señoras. ¿Cabezas femeninas sin sombrero? El mundo se ha vuelto irreconocible. Para ver eso más vale quedarse en casa escribiendo, desde luego.
En cuanto al decidido abandono de la poesía, de la literatura, y de toda escritura que no fuese utilitaria, los biógrafos de Rimbaud avanzan explicaciones relacionadas con la pura voluntad de prosperar socialmente (Adam), la convicción de haber condenado su alma practicando una escritura de carácter mágico/faústico (Starkie), un hastío, vergüenza y desengaño de los padecimientos experimentados durante los años de bohemia, traumas tan atroces que le vacunaron para siempre de las veleidades literarias asociadas a aquella (Robb).
¿Rimbaud o Proust?, se preguntan los jóvenes pasablemente inquietos de todas las generaciones. ¿Arte o vida, si es que el uno o la otra pudieran de verdad ser profesadas? ¿La vida verdadera es la literatura, como concluyó Proust, o eso son niñerías, como afirmó Rimbaud en conversación con un colega en Aden, y como en momentos de desánimo, o quizá de lucidez, sospecha todo juntaletras? ¿Es posible una nueva fusión entre vida y arte que resuelva esa antinomia decimonónica? Sí es posible, si consideramos el cine como un género literario. Yo conozco por lo menos un caso.
Hace algunos años conocí en Madrid, con motivo de unas jornadas sobre la cultura rumana, a Alexandru Solomon, un cineasta rumano, relativamente joven, autor de algunos documentales interesantes que tuve ocasión de ver y entre los cuales destaca uno, que no dudo en calificar de verdadera obra de arte, filmado en el año 2004: El gran robo del banco comunista.
Por norma general en los países comunistas no eran en absoluto frecuentes los atracos a los bancos, en primer lugar debido al estricto control policial sobre la sociedad. Así que el audaz asalto a mano armada a una furgoneta del Banco Nacional por un comando de cinco hombres y una mujer, en 1959, en tiempos del dictador Gheorghe Gheorghiu-Dej, fue una excepción clamorosa. Y fue tratado como casus belli. Todas las fuerzas de seguridad se empeñaron en la tarea de identificar y detener a los culpables. Fue cuestión de días.
Los atracadores, Igor y Monica Sevianu, Paul Obedeanu, Alexandru Ioanid, y otros dos cuyos nombres no pude apuntar, los seis de etnia judía, habían militado en el Partido Comunista desde la primera hora, combatido durante la guerra como guerrilleros; luego, como miembros de la Nomenclatura, ocuparon plazas distinguidas en la seguridad del Estado, en la prensa y en el aparato de censura…
Ahora bien, Gheorghiu-Dej y su Comité Central habían decidido imprimir carácter nacionalista al comunismo rumano, y en este contexto ideológico redujeron al ostracismo a los cuadros dirigentes que tuvieran sangre judía o húngara. Se concedió incluso a los rumanos de etnia judía licencia para emigrar a Israel, pero en los primeros días fue tal la avalancha de solicitantes del pasaporte que el Gobierno, ofendido, revocó la licencia e inició el acoso policial y judicial a quienes habían cursado la petición.
Sevianu y sus amigos habían creído, como tantos judíos, que el comunismo, como movimiento internacionalista, era la solución para acabar de una vez por todas con el antisemitismo; pero ahora, despojados de sus cargos, cayeron en la cuenta de su error de juicio. Hombres de acción como eran, en vez de resignarse a una vida sumisa decidieron provocar al régimen con un desafío inaudito, y al mismo tiempo obtener financiación para fugarse del país. El atraco al furgón salió bien, pero fueron delatados. La pena por un delito contra el pueblo era naturalmente la pena de muerte.
Ahora bien, el caso era tan extraordinaro que el Comité Central decidió inmortalizarlo con una película ejemplar: La reconstrucción, en que precisamente se reconstruirían los detalles del atraco, de las pesquisas policiales, el momento en que los delincuentes eran detenidos, el juicio al que se les sometería. En la reconstrucción actuarían, en el papel de sí mismos, Sevianu y los otros cinco atracadores, los policías y los miembros del tribunal.
Para convencer a los desdichados de que se prestasen a representar su propia vida se les dijo que si se mostraban cooperativos el tribunal sería indulgente con ellos. Y así, entre grandes medidas de seguridad, les sacaron de la cárcel, representaron el atraco, se rodó La reconstrucción, se les devolvió a la cárcel, se celebró y rodó el juicio y el veredicto —pena de muerte— y, en fin, se les ejecutó, traicionando las promesas de clemencia, como era natural en aquellos regímenes indecentes. La reconstrucción se proyectó en algunos cines, en sesiones especiales, exclusivamente para los miembros del Partido Comunista.
¡Qué bellos, jóvenes y trágicos eran Sevianu y sus amigos! ¡Qué sensación tan real de desvalimiento, de fragilidad humana y de tragedia inminente emana de su actuación representando el papel de su vida bajo estricta vigilancia! ¡Qué glorioso el cine en blanco y negro! ¡Y qué bonitos los suburbios de Bucarest en los años cincuenta! ¡Y los coches! ¡Y ese arbolito trémulo! ¡Y qué malvados y tontos los policías, qué obviamente depravados el juez y el fiscal! ¡Qué obra de arte es La reconstrucción!
El espléndido documental de Solomon reconstruye la reconstrucción; en su metraje se intercalan escenas de La reconstrucción con las declaraciones de los protagonistas supervivientes (en el año 2004) de aquel caso criminal, con la salvedad del juez, que se negó a explicarse ante las cámaras de Solomon. Pero sí participan algunos de los policías que les detuvieron —cuya estúpida brutalidad e injustificada autoestima no se han visto mermadas ni suavizadas por la edad, dicho sea de paso— y el cameraman que filmó La reconstrucción.
Este también parece un imbécil satisfecho de sí mismo, pero en un momento determinado, dirigiéndose a Solomon («hablando a cámara», como se dice en la jerga del oficio), le dice algo interesante: «Nosotros hicimos una reconstrucción, añadiendo alguna cosa a los hechos, y ahora usted está haciendo una reconstrucción de la reconstrucción, agregando alguna cosa más, ¿no es verdad?… Bueno, quizá si se hiciera una reconstrucción de su reconstrucción de la reconstrucción, y se añadiera algo más, y así sucesivamente, quizás llegaríamos a tener una versión perfecta, ¿no?».
… No se acaba de entender si se refería a una versión perfecta de los hechos o a una película perfecta. O a ambas cosas. O a una tercera por determinar…
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¿Qué quiere decir? ¿Qué ante la disyuntiva entre tener una vida poética o prosaica es preferible atracar bancos y ser sentenciado a muerte? A la mitad de su columna me da que se le ha olvidado el principio y luego sale por peteneras hablando de hermenéutica.
«¡Y qué bonitos los suburbios de Bucarest en los años cincuenta!» No para vivir en ellos, ni en blanco y negro, ni en color.
Debería pensar más lo que escribe. La escritura automática es para los psicoanalistas.
Añadamos la falta de información. A Monica Sevianu se le conmutó la sentencia al estar embarazada y el 1964 se le permitió marchar a Israel. Infórmese mejor antes de escribir, que el tema está en la wikipedia.