Una mujer deambula por una elegante tienda de ropa ojeando el género expuesto, conversa con las dependientas, y selecciona una serie de prendas antes de encaminarse hacia el probador. Pero al cerrar la cortina de aquel vestidor algo alarmante ocurre. Un par de minutos después, la mujer abandona el establecimiento ante el desasosiego y el nerviosismo de los empleados. Al pisar la calle, un suceso horrible tiene lugar. Esa mujer no se llama Madeleine Collins.
El thriller, el suspense como etiqueta de denominación, es un género revoltoso. Uno que la pantalla nos ha educado a asociar con carreteras narrativas por las que circulan detectives, misterios insondables, terrores inexplicables, o antihéroes enfrentados a villanos megalómanos. Un camino, que normalmente desemboca en un clímax revelador, repleto de baches en forma de recursos clásicos, de tretas colocadas para fomentar la ingesta de uñas entre la audiencia: cliffhangers, giros de guion, carreras contrarreloj, pistolas cargadas por Antón Chéjov, red herrings o narradores sospechosos. El arte del suspense también juega con frecuencia a desviarse de su propia ruta para embarrarse entre las carreteras secundarias, solapándose sobre otros géneros como la ciencia ficción y el horror. La película Madeleine Collins no tiene nada de lo anterior, pero es capaz de mantener a la gente en tensión con más eficacia que muchos thrillers.
Durante un seminario en el American Film Institute, Alfred Hitchcock aprovechó para explicar lo distintos que resultan dos conceptos que habitualmente residen enmarañados en la cabeza de los tejedores de ficciones: «Hay una diferencia evidente entre el suspense y la sorpresa, y aun así, la mayoría de películas continúan confundiendo ambos», sentenciaba el realizador británico antes de comenzar a jugar con explosivos hipotéticos. «Os lo explicaré. Ahora mismo estamos teniendo una conversación muy inocente. Supongamos que hay una bomba debajo de esta mesa. Nada ocurre y de repente ¡Boom! Una explosión tiene lugar. El público está sorprendido, pero antes de dicha sorpresa tan solo ha contemplado una escena absolutamente ordinaria, sin especial trascendencia. Ahora imaginemos una situación de suspense: la bomba está debajo de la mesa y el público lo sabe, probablemente porque antes han visto que alguien malvado la ha colocado ahí. Supongamos que la audiencia es consciente de que la bomba explotará a la una en punto, y que hay un reloj a la vista en escena. De este modo, los espectadores descubren que esta charla esta teniendo lugar a la una menos cuarto. En estas condiciones, la misma conversación inocua se convierte en algo fascinante porque el público participa en la escena […] En el primer caso le hemos dado a nuestros espectadores quince segundos de sorpresa en el momento de la explosión. En el segundo caso les hemos dado quince minutos de suspense».
Madeleine Collins arranca con un plano secuencia en un entorno cotidiano, la ya mentada tienda de ropa. Una desubicada escena que resulta inquietante a pesar de su recato formal y la ausencia de estridencias. Un punto de partida misterioso que el director Antoine Barraud utiliza para establecer el tono antes de lanzarse a exponer la complicada doble vida, construida a base de mentiras, de la sofisticada mujer protagonista (interpretada por la extraordinaria Virginie Efira, que viene de lucirse en la gamberra Benedetta de Paul Verhoeven). Un personaje que en la pantalla se debate entre dos existencias paralelas junto a dos hombres diferentes (Quim Gutiérrez y Bruno Salomone), y alguien que tampoco se llama Madeleine Collins. Barraund presenta formalmente los devenires de dicha mujer empaquetando el producto con elegancia, con un vestuario confeccionado por la diseñadora Claire Dubien, una fotografía a cargo del refinado Gordon Spooner, y una banda sonora firmada por Romain Trouillet que evoca el cine de intriga clásico.
Lo extraordinario de Madeleine Collins es que juega a presentarse como un drama, pero lo que realmente oculta en su interior es una historia de suspense, una de aquellas que obligan al público a permanecer sentado al borde de la butaca. Un thriller cuya virtud es haber sido construido obviando los lugares comunes del género, sin necesidad de recurrir a la acción, los detectives atormentados, las amenazas mortales o efectismos. Evitando las volteretas fantasiosas inverosímiles, justificando los engaños perpetrados por su protagonista con un empleo que la mantiene viajando constantemente alrededor del mundo, y trasteando con mucho estilo con las revelaciones al atreverse a manipularlas de un modo muy interesante.
En el mundo del thriller, lo habitual es diseminar las piezas del puzle a lo largo del relato, dejando que es espectador las descubra poco a poco y pueda encajarlas cuando estas hacen acto de presencia en la trama. Pero en el caso de Madeleine Collins, el guion decide no demorarse demasiado al colocar casi todas las piezas de su puzle a la vista del espectador. Porque prefiere apostar por canalizar toda la tensión sobre lo que ocurre cuando ese mismo rompecabezas, ensamblado a base de mentiras, comienza a desmoronarse y desintegrarse. Es una jugada inteligente, y asombrosamente eficaz, ejecutada limpiamente en una historia que mantiene los pies en la tierra y tan solo opta por variar su entonación con la fugaz aparición de un personaje de aura casi mística (Nadav Lapid). Un hombre que, aun siendo consciente del abismo de clases que lo separa de aquella mujer de casta alta, le espeta a la protagonista un fabuloso «Algunos hombres te invitarán a cenar. Yo te invito a ser quien tú quieras» que se sabe certero de manera literal. Y un personaje que, además, también posee la clave de la única pieza del puzle que se la trama oculta hasta su desenlace: el porqué del título del film.
En Madeleine Collins no hay ninguna bomba debajo de ninguna mesa porque su propia protagonista es una bomba andante, y su derrumbe psicológico y emocional es el verdadero combustible que alimenta el thriller. Porque en algunas ocasiones no son necesarios los explosivos atronadores para sobrecoger al espectador y basta con extender elegantemente las piezas del puzle sobre la mesa para, a continuación, prenderles fuego.
Acabo de verla. Fantastica. Y una banda sonora fabulosa. Coincido 100% con el artículo