Los derechos fundamentales en nuestro ordenamiento jurídico no son derechos limitados. El Estado siempre ha tenido especial interés en aclarar que el derecho a la libertad de expresión tiene sus límites, hasta tal punto de que podríamos decir que lo que caracteriza a la libertad de expresión en el Estado constitucional no es su reconocimiento, sino su limitación. Debido al poder que ha tenido en nuestro país la difusión de la palabra hablada o la palabra escrita, capaz de provocar crisis de gobierno y de modular sociedades, los límites que el Estado español ha puesto a la libertad de expresión han sido mayores que en otros países de Europa, socavando la libre expresión como derecho fundamental.
Casos como el de Pablo Hasél y Valtonyc conmocionaron a la opinión pública. Hasél, un rapero catalán de ideología comunista, había sacudido a la opinión pública con varias letras de sus canciones, en las que mencionaba a el terrorismo de los GRAPO, aprobando los tiros en la nuca a concejales socialistas y llamando torturadores a la Policía Nacional. Particularizando en el caso de Pablo Hasél, es discutible que sus canciones supongan una incitación directa a cometer actos de violencia. Es aquí cuando más hay que precisarse el contexto a la hora de valorar el hecho típico. ¿Es lo mismo lanzar un mensaje de odio desde una tribuna política que en una obra artística? Para el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no, sin duda. Lo mismo se puede decir de la obra de Valtonyc, repleta de los mismos mensajes contestatarios, pero sin la capacidad real de incitar a la sociedad a cometer actos de odio
Estrasburgo es mucho más restrictivo a la hora de valorar la libertad de expresión de la clase política que de los propios ciudadanos, por la sencilla razón del deber de cuidado que se les exige a quienes ostenten cargos de representación ciudadana, amén de considerar que la creación artística ostenta una posición distinta que la del mitin político. No es lo mismo incitar a la quema del palacio de la Zarzuela desde las Cortes o un encuentro público por parte de un representante político, que desde un libro o una canción. Ni a Pablo Hasél ni a cualquier ciudadano le podemos pedir responsabilidades políticas o que sea un maestro de la ironía o del sarcasmo.
El juicio de proporcionalidad que ha de regir la interpretación de todas las normas, en especial las penales, también requiere ponderar en estos delitos varios aspectos, como el clima social, esto es, el riesgo de que la declaración pueda incidir negativamente en la vida pública, así como que sus declaraciones incidan en un trato desigual o discriminatorio. Para que concurra una infracción de odio o enaltecimiento del terrorismo será necesaria, además, que la acción u omisión solo pueda ser entendida desde el desprecio a la dignidad intrínseca que todo ser humano posee por el mero hecho de serlo. Supone, en definitiva, un ataque al diferente como expresión de una intolerancia incompatible con la convivencia.
Esto, por ejemplo, no lo ha entendido Albert Rivera, que quiso interponer una denuncia por un presunto delito de incitación al odio a quienes lo abuchearon en Rentería, en abril de 2019. El delito de incitación al odio presupone la existencia de un particular o de un colectivo discriminado por razón de su sexo, raza, etnia, orientación sexual, política u otros motivos susceptibles de discriminación. Rivera, que en aquel momento era líder de una formación que había obtenido cincuenta y nueve escaños en el Congreso de los Diputados, no podía ser objeto de un delito de incitación al odio, sí de injurias, si acaso. Casos como este tenemos muchos: la Guardia Civil de Asturias también interpuso denuncia por este mismo delito a dos personas que se burlaron de la muerte de un compañero suyo por redes sociales. Independientemente de que consideremos estas burlas como execrables, no constituyen delito de incitación al odio por el simple hecho de que la Guardia Civil tampoco es un colectivo desprotegido.
El delito de incitación al odio en nuestro Código Penal, a diferencia de lo que sucede en el derecho europeo, protege por motivos de raza, religión, etnia, sexo, creencias, orientación sexual, género, enfermedad o discapacidad, abriendo una serie de categorías jurídicas que, en la práctica judicial, están siendo difíciles de delimitar. En los Estados de nuestro entorno cultural tan solo se prohíbe de forma tajante el discurso antisemita y negacionista del Holocausto. Esta postura ha sido recogida, por ejemplo, por el Convenio Europeo de Derechos Humanos y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
También el Consejo de Europa se ha hecho eco de esa manifestación de los delitos de odio, imponiendo como límite la exaltación de los crímenes nazis. Para la Unión Europea, como escribe Joaquín Urías, permitir la defensa del nazismo y sus manifestaciones racistas y antisemitas, sería negar la esencia misma de la Unión Europea y sus objetivos como el pluralismo político y la tolerancia, de ahí que Europa mantenga una línea más cerrada a la hora de valorar el discurso del odio que nuestro Código Penal, que obliga a cualquier juez a utilizar exclusivamente sus convicciones personales como parámetro, con la inseguridad jurídica que eso conlleva.
La Asociación de Hombres Maltratados interpuso una denuncia por un presunto delito contra la integridad moral a la actriz Pamela Palenciano por el monólogo No solo duelen los golpes, en los que contaba su experiencia como mujer maltratada. La jueza encargada de instruir el caso basó su imputación afirmando que su monólogo incitaba al odio hacia los hombres, en una decisión judicial bastante cuestionable. Resulta difícil creer que «el hombre», considerado como tal, pueda ser objeto de discriminación como un migrante ilegal, una prostituta o una persona transexual. La asociación podría haber optado por mandar un escrito a la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid para que iniciara una investigación, si no estaba de acuerdo. La medida podría haber sido más proporcional que una denuncia, pero parece mucho mejor iniciar una investigación penal para algo casi anecdótico.
El colectivo Homo Velamine y su líder, Anónimo García, fueron condenados a año y medio de cárcel por la Audiencia Provincial de Pamplona por un delito contra la integridad moral. Homo Velamine quiso hacer una sátira de los medios de comunicación, denunciando el tratamiento que le habían dado al caso de la Manada. Para ello, idearon una especie de falso tour, en el que, como cuentan en su página web, querían reflejar la banalización del papel de la prensa en cuestiones tan complejas y delicadas como los delitos contra la libertad sexual.
Los sucesos de Valtonyc, Hasél o de Pamela Palenciano ponen de relieve lo difícil que es determinar cuándo estamos ante un discurso del odio y cuándo ante un ejercicio legítimo de la libertad de expresión. Pero, quizás, lo más sensato sería que se despenalizara este delito, salvo cuando estuviera acompañado de actos de ejecución que puedan poner en riesgo la vida o la integridad o los bienes de esas minorías. La manifestación neonazi en Chueca del pasado mes de septiembre sí podría ser un ejemplo de incitación al odio, en tanto que los manifestantes fueron directamente a Chueca a provocar, con el perjuicio para la integridad de las personas se podría haber derivado de una concentración así.
También el delito de enaltecimiento del terrorismo o de injurias a la Corona, como derivación del «discurso de odio», sufre el mismo problema: su escasa concreción por parte de los tribunales facilita que se pueda perseguir al que discrepa de las bases de nuestro ordenamiento jurídico y de la convivencia máxime cuando el Tribunal Constitucional ha expresado en numerosas sentencias que España no es una «democracia militante», y que el ordenamiento jurídico ha de proteger incluso a quienes propaguen ideas contrarias a nuestra Constitución.
Los actos de enaltecimiento del terrorismo tradicional español son marginales y han perdido en la práctica ese poder de incrementar el peligro para la sociedad desde el fin de ETA. En los casos de injurias a la Corona, tampoco el Supremo ha sido capaz de determinar cuándo estas entran en el ejercicio de la libertad de expresión y cuándo constituyen delito. Después de varios años de conflicto con la libertad de expresión, quizás sería necesaria una reforma del Código Penal que despenalizase los delitos de injurias a la Corona, enaltecimiento del terrorismo, por el mismo motivo que los de incitación al odio: su incidencia en el clima social es mínima, y lo que se quiere penalizar es un mensaje duro, contundente, que va en contra de los valores de nuestro ordenamiento jurídico, yendo en contra de la «democracia militante», que proclama nuestro Tribunal Constitucional.
Los delitos relacionados con la libertad de expresión son complejos en las sociedades posindustriales. Estas son conflictivas, debido a que la globalización ahondó en la desigualdad entre las clases sociales, haciendo a las democracias sistemas cada vez más complejos. La falta de certezas, la soledad de nuestras acuciantes y rutinas obsesivas de trabajo, nos han enajenado de la sociedad. Las clases medias, símbolo del estado de bienestar, han sufrido un deterioro más que importante. Las normas jurídicas, en especial las normas penales, en ocasiones proyectan sociedades sin la presencia de elementos indeseables que no encajan dentro de nuestra sociedad. En estos casos, lo que se sancionan son ideas o las formas de plasmar esas ideas, y más bien responde a un componente clasista que a un afán de afrontar un riesgo real para la sociedad.
De ahí surge, en parte, la cultura de la cancelación. En el momento en que se configura el acceso de la libertad de expresión al cumplimiento de unos mínimos, restringimos este derecho a una élite que sabe moverse en el discurso oficial y en los medios de comunicación, dejando de lado otras formas de expresión. Las canciones de Valtonyc, Hasél, los monólogos de Pamela Palenciano, las sátiras de Homo Velamine o los chistes de David Suárez han de ser juzgados en su integridad. Las obras artísticas y el humor tienen tantas interpretaciones como sujetos que accedan a ella. Su contexto permite identificar la ficción en esa dialéctica entre realidad e imaginación. La ficción tiene solamente el tiempo de vigencia que las personas emplean para disfrutar de la obra, desapareciendo cuando el espectador vuelve al mundo real. Si ese retorno no se produce, se debe exclusivamente al receptor. La libertad de expresión quiere un mundo sin problemas. Un mundo sin gente que sea capaz de agitar el avispero, que se salga de la uniformidad de pensamiento en las redes sociales. Un mundo sin diferencias por las cuales trabajar. Un mundo sin conversaciones agotadoras que puedan ser compartidas, que investiguen las posibilidades de articulación y resolución de problemas, y no la desahumanización del otro.
La cultura de la cancelación: el ascensor de la superioridad moral
Con estas condiciones, ¿a alguien le sorprende que la cultura de la cancelación vaya a más? Flaco favor se le hace a los oprimidos y a las víctimas. La cultura de la cancelación promociona el dogma y la inflexibilidad en todas sus vertientes, con una visión de los problemas políticos y sociales desde una perspectiva moral que, en muchos casos, imposibilita un análisis profundo de estos. Es curioso comprobar cómo parece haberse extendido un apego profundo, dentro de nuestra sociedad, a esas verdades universales. Resulta curioso que en la era de la subjetividad, de la muerte de los grandes discursos —en una época en la que los intelectuales no tienen el mismo protagonismo en la vida pública en comparación con décadas pasadas—, sigamos reproduciendo una visión del mundo que no admite réplica. La exigencia constante de «estar siempre en el momento presente» a la hora de opinar, obliga a esta sociedad a emitir juicios sin riesgo alguno, a aceptar autoridades que derivan en hombres de paja. Nunca una sociedad tan presuntamente bien informada como la actual ha carecido tanto de comprensión lectora como la actual.
La «cultura de la cancelación» supone un idealismo militarizado: la creencia de que las personas no están lo suficientemente formadas como para protegerse a sí mismas. Es la «falsa conciencia ilustrada» de la que hablaba Peter Sloterdijk en Crítica de la razón cínica. En el libro, el filósofo alemán relacionaba el malestar existente en la cultura con el falso idealismo de la actualidad. El cinismo moderno se exhibe como el estado de la consciencia que sigue a las ideologías actuales y a su vez la ilustración. El cínico en la Antigüedad era el extravagante solitario y moralista provocador, un burlón que no necesitaba a nadie, ya que, ante su descarnado sarcasmo, nadie salía indemne. El cínico actual no actúa individualmente: se sirve del adanismo de las redes sociales y del tribalismo, perdiendo su mordacidad individualista y ahorrándose el riesgo de la exposición pública.
El falso idealista no es tonto: como el cínico, sabe que todo conduce a la nada, comprende lo que hace, pero actúa demandado por la necesidad de apoyo social. Es consciente de que las afirmaciones de ilicitud moral en un debate son urgentes y sirven para distraer de la discusión. Curiosamente, cuando se produce un debate relacionado con la libertad de expresión, el falso idealista y sus seguidores ponen la rencilla personal por encima de la cuestión, conscientes de que lo importante, no es ni mucho menos, lo que se debate, sino ante quien se debate. La víctima no siente la necesidad de justificarse: descarga ese peso en el otro, para que, en cualquier fallo o contradicción, sus defensores lo linchen.
De hecho, establecer jerarquías de agraviados es el pretexto de todas las guerras culturales de los movimientos ultras. Esa consagración de la víctima como ser impoluto, merecedor de todo a cambio de nada, desalienta a cualquiera que quiera introducir cuestiones incómodas y necesarias para el cambio social. Muchas son expertas en apropiarse de la historia con su resentimiento. El victimismo de la cultura de la cancelación es doblemente perjudicial porque, por un lado, cercena de raíz cualquier crítica al poderoso que se reviste de víctima y, por otro, define a las personas por lo que padecen y no por lo que hacen; se produce una competición de identidades y de sujetos presuntamente dañados, que son cooptados por los partidos políticos para alimentar el resentimiento ciudadano. La cultura de la cancelación no pretende interlocución alguna con el mundo mezclado y dinámico de la experiencia, más allá del deseo de gobernarla desde un rascacielos. Los que censuran son los que determinan cómo se han de hacer las cosas. Son vengadores muy astutos. Se escudan detrás de la democracia y de la libertad de expresión. Fingen ser demócratas cuando hablan de justicia y de Estado de derecho, llevan a cabo una retórica demagoga para cautivar a potenciales adeptos, sin conocer, realmente, cómo funciona un Estado de derecho.
Sin profundizar nada en el asunto.
Tiene bemoles que para muchos la libertad de expresión en España pase por el tal Hasel, un niño pijo psicópata que suelta esa basura por la boca. Y lo de comunista… efectivamente, lo es, pero como lo puede ser un burro puesto de pie, comunista, como existencialista o mahometano.
Es que defender la libertad de expresión de quien piensa como tú o tiene tus gustos es fácil, no demuestra nada.
Donde realmente se ve si crees en esa libertad es en la gente que habla, o canta, «basura». Si lo es (y muchas veces lo será para la mayor parte de la gente, sin duda), ¿qué importa que se exprese? ¿Nos va a hacer un «daño social», va a destruir nuestros principios, instituciones…? Pues no, será un ejemplo de mal gusto o una estupidez supina, la gente pasará de ello y aquí paz y después gloria.
Lo grave es ponernos a juzgar quién debe poder decir qué animalada. Una vez dicha, si realmente es una calumnia etc, irá al juzgado. Lo que señala el autor es que en España podemos llevar a gente de mal gusto al juzgado ¡por sentirnos ofendidos!, y cómo ello es absolutamente contrario al derecho a expresarnos libremente, *todos*.
Yo coincido con Máximo. Podemos discutir que existan los delitos de odio un opinión. Pero convertir al tarado de Hasel y esos vómitos que él llama canciones en un mártir de la causa de la la libertad de expresión tiene tela.
«El victimismo de la cultura de la cancelación es doblemente perjudicial porque, por un lado, cercena de raíz cualquier crítica al poderoso que se reviste de víctima y, por otro, define a las personas por lo que padecen y no por lo que hacen; se produce una competición de identidades y de sujetos presuntamente dañados, que son cooptados por los partidos políticos para alimentar el resentimiento ciudadano.»
pues eso
j
Precisamente hasel, al decir lo que quiere como quiere, se está saliendo de la norma, parece que os molesta más que os sirve de argumento. Es que hay que ser un intelectual para hablar? Abrazad a vuestros amigos que escriben sin h, si los tenéis.
No entiendo. Aclaración por favor
Lo que yo no comparto es que un «artista» no tenga intención de herir al crear una obra.
Qué es una sátira entonces?
Estupendo artículo, bien explicado y bien condimentado.
Pablo Hassel no debería haber ido a la cárcel…pero eso no quita para que sea un impresentable, ejemplo de nada, como el Valtonyc, y que de artistas tienen cero.
Lo woke y la «cultura» de la cancelación (que tienen un origen básicamente afroamericano), lo políticamente correcto, la ideología de genero, las nuevas masculinidades, el lenguaje «inclusivo»…tienen su origen en EE UU hace ya bastantes años en el entorno de la «izquierda» demócrata. Lo que en sus primeros momentos podía tener sus razones y atender a ciertas demandas (de mujeres, de afroamericanos, de gays y lesbianas…no de todas/os) ha ido degenerando hacia una radicalidad absurda, llegando con bastante frecuencia a la ridiculez y convirtiendose, en cierto modo, en un nuevo totalitarismo. Llegó un momento en el como ya no sabían que reclamar empezaron a reclamar estupideces. Y con el agravante de que se han ido expandiendo por muchos países. Resultado: Trump y el auge del ultraconservadurismo. Se cumple en este caso lo de la dialéctica de Tesis/ Antítesis de Hegel-Fichte. Acción/Reacción. Como sucedió también en España con la aparición de Vox como reacción a la aparición de Podemos.