En mi familia nunca hubo verdaderos héroes hasta que el tío Cuco, en algunos sitios conocido como José, se hizo contrabandista. Ese día se enroló en una hermosa aventura que lo tuvo seis años durmiendo en un panteón del cementerio, plácidamente. Aquello era vida. Desde que tuvo uso de razón había soñado con ser un pez gordo, pero de los pequeños. Eran los años cincuenta, no se había inventado la abundancia, estábamos en la frontera gallego-portuguesa, y el capo di capi del negocio —don Hilario, a la sazón sacerdote y campeón de tute— buscaba tipos con agallas. Gente no tanto dispuesta a disparar en la oscuridad, para lo que solo había que ser de pasta asesina, como a encerrarse en una tumba y custodiar una mercancía valiosa toda una noche. Solo se ofreció mi tío. No tenía nada que perder. Ni siquiera tenía perro. En las fotos que atesoramos en la familia, aparece en pantalones que no tienen bolsillos. Eso lo dice todo. Cuando dio el paso al frente, y se ofreció a don Hilario, atisbó una oportunidad perfecta para vivir tranquilo, a su aire, ajeno a grandes esfuerzos y a los tiroteos. Y ganar dinero. Aquel trabajo tenía todo lo que él le pedía a la vida: que lo dejasen en paz. De pronto, existía ese lugar calmoso y feliz que Holden Caulfield había considerado imposible, porque «cuando te crees que por fin lo has encontrado, te encuentras con que alguien ha escrito un “joder” en la pared».
El tío Cuco siempre había pensado, como el Terry Malloy de La ley del silencio, que viviría más años sin ambición, desde la cuarta fila. Rara vez llegaban tan lejos las salpicaduras. Después de todo, si no tenías miedo, y no creías en las supersticiones de la muerte, la noche del cementerio prometía solo largas horas de soledad. Enseguida se adaptó a las nuevas tareas. Por la mañana a la cama, por la tarde a la partida de subastado, y por la noche a la fosa. El abc. En realidad, se trataba de una versión de la vida todavía más anodina que aquel modelo que López Aranguren atribuía a ciertos cristianos navarros, en posesión de las verdades elementales de la vida: «Por la mañana mi misica; por la tarde mi copica; por la noche mi putica».
Cada noche de guardia, mi pariente bajaba feliz al camposanto, movía un poco la lápida, cerraba y se ponía cómodo, para leer en silencio y lentamente a Julio Verne, a la espera de que viniesen a recoger la mercancía. Aquellas novelas con las que se confinaba ejercían de contrafuerte perfecto al hastío. Eran el café cargado, el whisky doble, el fiel transistor de las noches en vela. Nadie en un lugar así, donde algunos días podías oír a las larvas arrastrarse, hubiese sobrevivido a la primera noche leyendo a Pardo Bazán, o a Pavese, o a Cioran. Ni siquiera a Goethe. Cada lugar de trabajo, incluso cada tarea, tiene su lectura. No basta ser un genio capaz de escribir Las desventuras del joven Wherter para despertar la admiración de cualquiera. John Cheever lamentaba con amargura en sus diarios, después de dirigirse en una de sus conferencias apenas a una docena de incondicionales, que justo el día anterior, en el mismo auditorio, tres poetas de la generación beat, uno de ellos partidario del sexo anal, atrajeran a una multitud de cientos de personas.
Se necesita algo más que genialidad para seducir a alguien que duerme en un cementerio y vela un cargamento ilegal. Solo Verne y sus personajes de acción, en busca siempre de lo nuevo, a través de viajes imposibles, contrarrestaban el remanso de quietud en el que se mecía cada noche el tío Cuco. El ritmo vertiginoso al que se producen algunas cosas es posible solo a condición de que otras ni se muevan. Tal vez ya no estemos hablando solo de literatura. Aquella «fuerza compensatoria» de Julio Verne sobre el tedio del cementerio era, en el fondo, una metáfora. En cierto sentido, mi tío me recordaba a Mágico González, aquel delantero irrepetible del Cádiz Fútbol Club que ofrecía un recital cada quince días, para los aficionados gaditanos, a cambio de no tener que entrenar en toda la semana, y salir mucho para beber bastante y bailar sevillanas. Un exceso exige siempre un déficit. Porque se necesitan, son inseparables.
Verne, llevándote de un continente a otro, o arrastrándote al núcleo terrestre, o alunizando, pero vapuleándote siempre en tu asiento, te ahorraba muchos acaloramientos. Bastante tenía el tío Cuco, cómodamente instalado en la sepultura, si seguía con aire estoico aquel ritmo epicúreo y frenético que imponía al texto el novelista francés. Porque hablemos claro, coño: Verne está pensado a medida de tipos dispuestos a no despeinarse a cualquier precio. No personalmente. Cosa distinta es facultar a terceros, como cuando Alan Hansen —no he debido sacar el tema del fútbol—, aquel defensa legendario del Liverpool que llegó a capitán, renunciaba a despejar de cabeza. «Nunca disputé balones aéreos. Se sabe que cada vez que cabeceas se pierden ciento cincuenta neuronas. Así que mandaba a Mark Lawrenson a hacer ese trabajo. Siempre conviene delegar», afirmaba. Sabido es que para algunas personas el pelo es más sagrado que la madre.
Mi pariente mantenía la teoría de que el aburrimiento era bueno y divertidísimo. Cuando las cosas se volvían interesantes, atraían el riesgo, y el riesgo te enfrentaba al abismo, frente al que uno experimenta a veces la tentación de arrojarse, por probar. La monotonía, en cambio, mantenía a raya cualquier atracción por la aventura. Nada había menos aburrido, en ese sentido, que el aburrimiento. Te permitía leer a Julio Verne. En el fondo, la felicidad en la que él depositaba interés era esa que te permitía andar por la vida con un buen abrigo, llevar siempre tabaco en un bolsillo y leer algún que otro libro mientras trabajas, sin que nadie te pregunte qué lees.
Fuera de la familia y del contrabando, lo más parecido al tío Cuco que conocí fue Jesusito Alfaro. Un tipo normal, incluso demasiado normal, que ni siquiera gozaba de las mieles de un mote. Compartimos vestuario en cadetes, en esa etapa en la que te tomas el baloncesto como un asunto de vida o muerte, hasta que descubres todas las posibilidades de la masturbación. Jesús no contaba con habilidades técnicas, ni tácticas, ni con minutos de juego, pero todo eso le importaba un cojón. Él era feliz en el banquillo. Aquello, como para mi tío la tumba, era para él la vida padre. Curiosamente, también disfrutaba de Julio Verne, al que se aferraba cuando el equipo se subía al autobús y se desplazaba como visitante por toda Galicia, a través de carreteras infernales. Nunca lo sorprendí leyendo a otro autor. Mucho Verne. Todo Verne. Solo Verne. Cada uno se trata con quien le parece. Karl Krauss, por ejemplo, no se trataba con gentes que utilizaban el término «efectivamente».
En mi ridícula teoría, a Jesusito le gustaba el baloncesto porque se viajaba mucho en autobús, sentado, durante horas, viendo películas de kung-fu, o haciéndote pajas con la TP. Me temo que Alfaro, observándonos desplegar una extenuante defensa individual en toda la cancha, pensaba desde el banquillo lo que Gustave Flaubert, contemporáneo y compatriota de Verne, declaraba de la gente activa: «¡Ah! ¡Los hombres de acción! ¡Los activos! Hay que ver cómo se cansan ellos y nos cansan a los demás por no hacer nada. ¡Y qué vanidad más boba la que nace de una turbulencia baldía! (…) ¿Qué ha quedado de todos los Activos, de Alejandro, de Luis XIV, etc., incluso de Napoleón, tan próximo a nosotros? El pensamiento es eterno, como el alma, y la acción es mortal, como el cuerpo».
El asiento nos provee de fantásticas e improbables aventuras. Cuanto más imposibles y embaladas, más necesidad de estar sentados. Nada extraordinario, si lo pensamos bien, se ha hecho en la historia de la humanidad sin tomar antes posición en la silla. Alguien replicará que en la misma medida nada relevante se ha hecho si no es permaneciendo de pie, en esforzado ejercicio. Correcto. Pero también esto está conectado con el asiento, que tiene mucho que ver con estar erguido: una silla es tanto una posibilidad de descanso como una herramienta para accionar el movimiento.
Hacer grandes cosas pasa en muchas ocasiones por estarse quieto, a la expectativa, muy sentado. «Esperar», cuando se elige bien el minuto, es un verbo de acción, como «follar» o «matar». Los violentos años veinte, con Raoul Walsh en la dirección y James Cagney, Priscilla Lane, Gladys George y Humphrey Bogart en el reparto, nos legaron hace muchos años una lección inolvidable: tranquilo, todo tiene un momento, ni te muevas. Un mandamiento así debería enseñarse en las escuelas. En realidad, Bogart, en el papel de George Gally, lo dice a su estilo, porque Boogie es sobre todo estilo, cuando advierte que puede acabar con su enemigo, Eddie Barlett, esperando a que lo asesine un tercero, interesado también en que Barlett desaparezca del mapa. «Si tienes algo que hacer —sostenía Boogie, que a partir de las once de la noche se creía Humphrey Bogart— deja que lo hagan otros». En el fondo, es la misma dialéctica interna con la que actuaban Alfaro y mi tío Cuco. Si estás ávido de aventuras, y quieres conquistar cotas que nadie ha alcanzado nunca, no te canses. No seas, con el debido respeto, uno de esos soplapollas. Lee a Julio Verne. Él lo hará todo por ti.
Por momentos, los grandes esfuerzos, que te llevan de un lado a otro sin descanso, y a veces te muestran de frente el abismo, están sobrevalorados. Hay días que solo significan un enorme ardor seguido de un contumaz vacío del que no aprendes ni siquiera a fracasar. Para evitar el sabor que esa frustración te deja en la boca se inventó el atajo. Julio Verne es, en cierto sentido, un atajo para gente que experimenta gran indiferencia por los desplazamientos, las prisas, los motores, los monstruos marinos… Hay momentos en la vida que conviene saber cuándo encajonar la euforia entre cuatro paredes. Borges, por ejemplo, advirtió con gran perspicacia las ventajas del repliegue. Supo aplicarlo al renunciar a escribir novelas, escondite de atroces e inciertas aventuras. ¿Para qué las novelas, existiendo el recurso del cuento? En este «puedes vigilar la obra casi con la misma precisión que se puede vigilar un soneto». En cambio, la novela exige perderla de vista, renunciar a su control total, ser víctima, en el peor caso, de su traición. «Continuamente me preguntan —decía— que cuándo voy a escribir una novela, pero me consuelo pensando que alguna vez le preguntaban a los escritores: “¿Y usted cuándo va a escribir una epopeya?” o “¿Cuándo va a escribir un drama de cinco actos?”, y actualmente esa pregunta no se usa». Si nos mantenemos a favor de Borges, sabremos que no hay que arriesgarse a sudar en aventuras que te insinúan la muerte: basta leerlas. Por qué realizar una obra, cuando es mucho más bello soñarla, se preguntaba el personaje de El Decamerón que interpretaba el propio Pasolini.
Los tipos pasivos a menudo son, por dentro, gente atareada, frenética, ávida de aventuras que les prometen tal vez una muerte vertiginosa y épica, pero hacia el mundo se muestran ajenos a su interior, lánguidos, sin interés alguno por vivir a las carreras. En ese conflicto, acaso solo escritores como Julio Verne pacifiquen su alma en guerra. No sé qué habrá sido de Jesús Alfaro. Tal vez sea escritor, o conductor de autobuses, o nada. Hay gente así, que se desdibuja despacio, hasta convertirse en un chicle perfectamente aplastado en el suelo. Mi tío Cuco murió hace años, en Brasil, podrido de dinero. Algunos días sueño que se conocen y se sientan en un banco a hablar de sus cosas. Cuando un vizconde se encuentra con otro vizconde, decía Maurice Chevalier, ambos se cuentan historias de vizcondes. Aquel tío Cuco que abandonó un día el cementerio para emigrar y envejecer al lado de la mujer que lo haría millonario, ya no tenía demasiado que ver con el que descendía al infierno de la noche para custodiar el contrabando de don Hilario. Nada que ver, en realidad, salvo que eran la misma persona.
En su casa, frente a las coloreadas playas de Santos, se había hecho construir una biblioteca para tener un lugar en el que encerrarse y beber en silencio el licor de hierbas que le enviaba la familia por terceros. En el fondo, supongo, no echaba tanto de menos a Julio Verne como las noches acorralado en la sepultura. Para entonces ya no me recordaba tanto a Mágico González, o Marlon Brando en La ley del silencio, como a ese personaje efímero de El gran Gatsby, sin nombre, que aparece en una de las fiestas del magnate. Nick Carraway, el narrador, y una amiga entran en la biblioteca de la mansión, en busca de cierta tranquilidad, y ahí hallan al personaje, que les pregunta «¿Qué les parece?», señalando hacia las estanterías llenas de libros. «Absolutamente de verdad: tienen páginas y todas esas cosas». Tras un intercambio de observaciones sobre cómo ha recalado cada uno en la fiesta, el personaje sin nombre explica que en su caso lo trajo la señora Roosevelt. «Claud Roosevelt. ¿No la conocen? Yo la conocí anoche, no sé dónde. Llevo casi una semana borracho, y pensé que sentarme un momento en una biblioteca a lo mejor me despejaba».
Me ha hecho reír un rato. Gracias.
Relato maravilloso, un placer de leer, gracias!
Mi detector de retranca gallega ha explotado. Buenísimo.
A los sillones mullidos les tengo algo de desconfianza, no por sus cualidades ergónomicas, esa sospechosa ciencia del confort que jamás coincide con mis huesos, sino porque cuando me abandono a sus llamados silenciosos me olvido donde estoy (ella no) encontrándome a mí mismo a través de mis espaldas en completa ignorancia, y por eso inerme, fácil diana, expuesto al caótico vuelo de una mosca con su oráculo de que todo es imprevisible y es mejor volar, al tictac del reloj, a los suspiros sin motivos, (ella no) y a las ondas gravitacionales recurrentes y nocivas de los desastres universales entre acúmulos de gas y materia remotísimas, y sin embargo continuo así, beato, (ella también) sin la más mínima percepción de que estoy sentado sobre un sillón, y éste sobre un planeta que flota y gira en lo estremecedor de un vacío sin motivo, de que pase el tiempo relativo tan rápido en mi sin darme cuenta y tan lento entre dos o más galaxias… (Pero pasa ella ocupada en sus pequeñas cosas; esta vez es el batir de una rebelde mayonesa que se niega a concretarse. Por lo visto será ella la única bienaventurada a salvarse (yo no) ya que lleva una escafandra incorruptible, indestructible, como puede ser el vestido que a su cuerpo se le adhiere… su belleza, su substancia, su fervor van y vienen descalza por la casa y bien podría ser ese chasquido que rompe las tensiones moleculares del aceite, la clara y roja yema el segundero obstinado que marca con un nuevo tiempo los momentos que escapando después de morir por un instante me devuelven al sillón para mirarla. (Ella no). Muy buena lectura, muy estimulante.