Fernando Colomo (Madrid, 1946) es un gran tímido al que le gusta observar: sus pequeñas lentes dominan un cuerpo de chiquillo que esconde a todo un científico de los pequeños gestos. Fernando, además, es uno de nuestros mejores comediógrafos —sin discusión el de mayor dominio de la siempre esquiva ligereza— y lleva aguantando más de tres décadas con filmes tan absurdos como tiernos. Esos dos adjetivos bien valdrían también para este inadvertido trasunto del profesor Tornasol.
¿Cómo empezó tu afición por el cine?
Viene de la primera película de Tarzán que vi. Se llamaba Tarzán y la fuente mágica, de 1949, en blanco y negro con Lex Barker como Tarzán. Me impresionó mucho: al llegar a casa me subí a la mesa de la cocina y comencé a lanzar cuchillos [risas]. Por aquel tiempo el cine era muy barato y recuerda que no había televisión. Yo antes quería ser dibujante de cómic y había hecho un curso por correspondencia. Allí aprendí trucos de perspectiva, de valoración. Estaba muy bien.
¿No llegaste a ofrecer tus trabajos a Bruguera? De los 60 a los 70 es una empresa en auge…
Todavía no. Dejé mi afición de dibujante porque que me interesó más el cine. Pero era muy aficionado al cómic.
¿Eres de la generación de los cromos de chocolate? Aquellos que regalaban fotos de estrellas de Hollywood y que evocan siempre Zulueta y Almodóvar.
También hice eso. Y coleccionaba programas de mano que daban a la salida en Navalcarnero, un domingo. El jueves íbamos en pandilla, cuando había programas dobles, y en el cinefórum del colegio vi Los 400 golpes. Era una película en la cual el protagonista tenía mi edad: se producía una identificación. Quedé fascinado.
He leído que eras aficionado a Film Ideal y otras revistas. ¿Cómo llegaste al canon de directores de cine que te gustaban?
Al mismo tiempo que vi Los 400… me llegó una carta de publicidad de una revista de cine llamada Cine estudio. Le dije a mi padre que quería suscribirme a esa revista, unas doscientas pesetas al año, y me dijo mi padre «esto es publicidad, no tienes que hacerle caso». A lo que respondí «ya, pero a mí me gusta mucho eso». Le di tanto la lata que me suscribió. Me llegó el primer número y no me llegaron más [risas]. Mi padre me dijo, «¿lo ves?, te han engañado». Pero en esa revista decían que eran los fundadores de Film Ideal y fui al quiosco a preguntar por ella. Me sacaron un número, «¿cuánto cuesta?», «doce pesetas» …
Las revistas era la difusión en ese tiempo; años antes de internet.
Sí, en efecto. De hecho, de mi época cinéfila recuerdo que hubo censura hasta el 77. Llegaba muy poco, aunque Bergman se estrenaba en la Gran Vía…
Se veía como «cine religioso». Era el cineasta favorito de la Seminci de Valladolid…
Se llevaba todas las Espigas de Oro y lo dejaban pasar: era el gran santón. Por aquella época no podías elegir películas y entonces nos tragamos todo lo que había. Me volví un obseso del cine, era el raro de mi clase, y con un amigo rodé una película de 8 mm. Nos apuntamos a la Filmoteca Nacional de España, cuando empezaba a hacer sesiones, y proyectaban una a la semana en el Instituto Nacional de Industria. Mentí, dije que tenía más de dieciocho años —teníamos dieciséis—, y me vi toda la filmografía de Antonioni de golpe.
Esto es divertido, porque no imagino a un director más opuesto a ti.
No, claro. Ahora me moriría si lo veo entero. Yo tenía en ese tiempo esa cosa de lo moderno. Otra película que me impactó mucho, que ya veía solo porque mis amigos no querían ir a verla conmigo [risas], fue El año pasado en Marienbad de Alain Resnais, en el cine Pompeya. Llegué a hacer un cuadro, incluso. Como no llegaba todo por la censura, te hacías del cineclub del Instituto Francés, aunque llegaban sin subtítulos.
¿Sin subtítulos?
Yo había estudiado francés en el bachillerato, pero no entendía nada. Ahí me vi La chinoise de Godard y me dormí [risas].
La última película de Wes Anderson, La crónica francesa, tiene un segmento inspirado en estas películas galas de finales de los 60.
No la he visto todavía. Yo he sido un loco de Godard hasta el 68…
De hecho, es imposible no citarte a Rohmer o Truffaut; los autores franceses más evidentes en tus primeros filmes y cortos. El encuentro casual de los dos amigos en el corto Pomporrutas Imperiales es puro cine francés…
Sí. Me interesaba mucho el cine francés: a partir de Los 400… descubres a Truffaut y luego a Godard. Este último tenía algo fascinante: filmes como Banda aparte estaban hechos al margen de todo. A los cinco minutos de película Godard dice «para los espectadores que han llegado tarde: se trata de una historia de amor…». Hacía un breve resumen de la película: esas boutade me fascinaban.
En Jules et Jim Truffaut congela fotogramas y juega con el formato muchas veces. Eran rupturistas con el cine americano…
Truffaut, fíjate, luego hace Tirad sobre el pianista, que tenía algo romántico. Era muy irregular.
Trueba consideraba Las dos inglesas y el amor la mejor película de Truffaut.
Es una de las buenas.
Una cosa sobre Pomporrutas… es que es anterior a otras historias en tiendas de discos como Alta fidelidad o El amor en fuga del propio Truffaut.
¿Ah, sí? No me acordaba. Yo iba a comprar un disco de ópera, no tenía ni idea: pedí Madame Bovary en lugar de Madame Butterfly. Eso me pasó [risas]. De pronto hay un personaje que me da por la espalda por detrás, «coño, Fernando», y veo a un tipo con gafas, pelirrojo, y yo no le reconocía. Todos los diálogos del corto, así, son reales. Cuando estoy con ese tipo pensaba «esto es un corto», y al acabar de hablar con él me dijo el dueño de la tienda «tu amigo Manolo es un tipo muy especial, ¿eh?». Me comentó: «¿No sabes que ha escrito una novela?» «¿Cómo?» «¡Y en inglés! Policiaca». Le dije lo del corto al dueño y me dijo «podéis rodar aquí mientras no tengáis el puño en alto» [risas].
¿Cómo vivías tu doble vida de arquitecto y cineasta en ciernes? ¿Tenías amigos aficionados en la facultad al cine?
Arquitectura es un accidente: antes de meterme en esa carrera ya había dirigido una película en el colegio, que no tenía título. Era, claro, bajo influencia de Antonioni y en 8 mm.
Antonioni y sus planos fijos estilizados son un buen referente con poco presupuesto y actores…
Claro. Ahora nos reímos de él, a toro pasado, pero en su momento era Dios. No recuerdo que nadie le hiciera una mala crítica: lo veíamos como ir a misa. Sigo con lo de arquitectura, que no terminé de contártelo: yo con diecisiete años termino el preuniversitario y en aquella época no existía la Facultad de Ciencias de la Información. Solo existía la Escuela Oficial de Cine. Allí estudiaron toda la generación anterior: Saura, Regueiro, Camus, etc.
La última gran generación de la escuela de cine…
Sí. Estos eran lo que se llamó «el nuevo cine español». Debías tener veintitrés años para examinarte de dirección y el problema que tengo es que me encuentro con un «gap». Como se me daba muy bien el dibujo, mi idea era estudiar Bellas Artes. Era hacer un poco de tiempo para luego presentarme a cine. Mi padre me dijo «eso no es una carrera» y no me quedó más remedio que hacer arquitectura, porque mi hermano mayor acababa de ingresar en arquitectura y tenía todos sus libros, apuntes, etc.
Esa es tu relación complicada con la escuela de cine, que tuvo su deceso en los 70.
Me metí en Arquitectura —me costó un poco al inicio— y luego en cuarto curso decido presentarme a la Escuela Oficial de Cine. Me examiné, aprobé la primera prueba, para luego darme cuenta de que solo había ocho plazas en dirección.
En la dictadura, tanto la Escuela oficial de Cine como la de Periodismo, limitaban los matriculados para evitar gente contraria al régimen.
Claro. Estudiar cine era como una especie de posgrado, la mayoría habían estudiado Filosofía o Derecho. Los directores de esa generación todos tenían una carrera de ese estilo. Yo al ver que dirección tenía doscientos cincuenta y tantos candidatos…
Todos querían ser autores.
Los comentarios eran que las plazas estaban ya dadas: dos del ministro, dos del director general. Y dije, «jolín, quiero entrar como sea». Entonces vi que en decoración se habían apuntado siete para ocho plazas [risas]. Me fui a hablar con Juan Julio Baena, que era el director, y le comenté que había acabado Arquitectura, que me gustaba mucho el cine y que había pensado en ser director…y le dije «pero he pensado que lo mío es más decoración». Me respondió «eso tenía que haberlo pensado antes, no se puede cambiar uno».
Total, que me cambió porque le interesaba tener todas plazas cubiertas. Me fui examinando: eran cinco pruebas a lo largo de un mes. Llegué a la última e ingresé en decoración, y no en dirección. Al año siguiente mi idea era volver a presentarme en dirección, como hacían otros, y al ver que no era comunista y esas cosas te aprobaban [risas].
A lo mejor incluso te aprobaban por serlo, dependiendo del profesor adecuado…
Qué va: habían hecho unas purgas tremendas luego de la generación de Bardem. Baena estaba obsesionado con el Partido Comunista porque él había sido del Partido Comunista.
Los grandes anticomunistas tienen todos esos orígenes.
Exactamente. Se había pasado al bando contrario. No pude compaginar, al final, los estudios y lo tuve que dejar. Solo hice las asignaturas «maría» de la Escuela Oficial de Cine. Al año siguiente, cuando yo quería presentarme como director, se cerró la Escuela de Cine y apareció la Facultad de Ciencias de la Información.
¿Cómo producías tus primeros cortos? ¿Era complicado? ¿Había dinero estatal?
Los produzco con el dinero que ganaba como arquitecto. Recuerdo que los hacía con el director de fotografía Javier Aguirresarobe y él me decía «haces un chalé y un corto».
Es divertido que coincide tu etapa de arquitecto con Las verdes praderas de José Luis Garci y el «chalecito» de toda la emergente burguesía de capitales.
Claro. Yo hacía esos chalés: era el arquitecto municipal de Villa del Prado, el pueblo de mi padre, y entonces iba los sábados y me salían trabajitos. Fui haciendo cortos con eso, con ayudas a posteriori, con puntos. Yo nunca me llevé más de dos, pero con esos me hacía el corto. Todos trabajando en cooperativa, ya que incluso con mi tercer corto, Pomporrutas Imperiales, repartimos el dinero. Hago, entonces, una productora llamada La Salamandra con dinero de amigos míos arquitectos y el que tenía acumulado, ahorrando, mientras vivía en casa de mis padres.
Las señoronas franquistas que querían chalé financiaron tu cine.
[Risas]. Bueno, franquistas: yo hacía chalés cutres.
Quiero que nos hables de la triada Tigres de papel, Ópera prima y Pepi, Luci y Boom, que son tres películas libres que fundan casi la comedia madrileña. ¿Erais conscientes de crear un género?
No, no, de ningún modo. De hecho, «la comedia madrileña» al inicio se llamaba «la nueva comedia costumbrista madrileña», era algo que se inventó alguien y que compró todo el mundo. Yo estaba a la contra y Trueba decía «ni es comedia, ni es madrileña, ni es nueva, ni es costumbrista» [risas].
Cada una de las tres es un peldaño en una escalera a la liberación social. Incluso se semejan en parecer improvisadas. ¿Cuánto hay en los diálogos del guion y cuanto de los actores?
Pues mira, Tigres de papel es de las películas menos improvisadas que he hecho. Todo estaba escrito a excepción de algunas frases de Concha Gregori, que hacía un personaje secundario. Incluso me di cuenta de que el guion era demasiado largo, algo que no le gustaba a Joaquín Hinojosa, porque le quitaba frases.
Tigres de papel es una cápsula temporal del inicio de la democracia. ¿Eras consciente al hacerla?
No, yo tenía que hacer una película que fuera muy barata, está rodada en dieciocho días, y rodábamos de ocho a tres de la mañana para no pagar la comida. De hacerlo, con un equipo de diecisiete, nos saldríamos de presupuesto. Era una película, así, muy hablada: estaba escrita con esa intención. Cuando fui a escribir el guion sabía que tenía dos decorados y decía «Casa Juan: aquí hay que hacer cinco folios». Y así «Casa Alberto…» y otros cinco. Así lo íbamos haciendo.
Ha envejecido muy bien, tuvo redifusión en la tele pública hace poco…
Claro. Yo lo que quería hacer es una película de gente que conociera…
La divisa de André Bazin de «el cine como extensión de la vida».
Sabía que eso, claro, no se había hecho. En el cine del inicio de la democracia era consciente de que me tocaba un mundo nuevo y que tenía la suerte de abrir esa puerta. De hecho, es una película que cuando la rodamos la censura había caído unos meses antes y tuve suerte: los diálogos no habrían pasado esta.
Las discusiones políticas…
Eso por supuesto. Pero ¡es que no podías decir un taco! El único permitido era «puñetas».
En todas las películas de Berlanga se dice esa expresión.
¡Y decían «puñetas»! El truco de Tigres de papel era el lenguaje coloquial y no podías haber dicho «joder» con la censura.
¿Cuántas broncas te supuso apostar por el sonido en directo en tus primeros filmes? Era anatema para el viejo técnico español y no se llega a implantar del todo hasta los años 90.
¡Todas! En los 80 el sonido directo ya estaba, ¿eh? Cuando Pedro Masó hace El divorcio que viene graba sonido directo. Berlanga y Garci, en contra, tardaron mucho. Berlanga tampoco buscaba la naturalidad. Para mí el sonido directo en fundamental: es probable que Tigres de papel sea la primera película rodada con sonido directo integralmente. Saura lo había hecho, pero había partes dobladas…
En el cine de Saura hay pocos diálogos.
Claro, se dialoga menos. En El espíritu de la colmena de Víctor Erice los diálogos con las niñas también eran sonido directo. El problema que había es que no existía ningún técnico: yo hablé con el técnico de sonido que trabajó con Erice, pero estaba en otra historia. Me dijo que no, que no podía hacer la película. Buscamos a Miguel Ángel Polo, microfonista en algunas películas estadounidenses, pero no teníamos mucha idea de cómo hacerlo. El cine francés tenía más sonido directo, pero Al final de la escapada es doblada y Los 400… en parte también. Costaba muchísimo el sonido directo. Rodamos Tigres de papel en el mes de agosto, ya que Madrid se vacía. Poníamos, incluso, maderas en las ventanas —que no se veían— para que si pasaba un coche no se notara mucho [risas].
¿No te parece Carmen Maura una fuerza de la naturaleza en aquel tiempo? De todo el mundo teatral Los Goliardos es la única que se hizo célebre.
Totalmente. Era increíble. En Tigres de… es una maravilla.
En parte la descubres tú en ese filme.
Sí, porque había hecho papeles pequeños con Pilar Miró, que era amiga suya, además de cortos. No había hecho un protagonista. Yo estuve en un rodaje de uno de esos cortos, de Miguel Ángel Díez, y pasó una cosa: estaban Carmen Maura y Emilio Gutiérrez Caba. La primera interpretaba a una hippie y el otro era el típico hombre que hace encuestas.
Gutiérrez Caba siempre hacía ese papel en los 70…
El hombre tímido. Maura le ofrecía una Coca-Cola en ese corto y Díez tuvo la inteligencia de no cortar. Quería ver cómo improvisaban los actores. Terminaron y Maura dijo «ya me he dado cuenta de lo que es interpretar: relajarte». Decía también «oigo la palabra acción y me relajo más de lo normal» [risas].
Háblanos un poco del Madrid de la movida; fuiste el primero en inmortalizarlo en ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste? ¿Era una ciudad tan creativa como parece? ¿O la nostalgia pesa demasiado?
No, no, lo era. Era una ciudad mucho más pequeña, la gente del mundo se conocía entre sí, aunque no la llamábamos la «movida» en origen (nos rechinaba la palabra). Salías por la noche y encontrabas a todo el mundo: empezabas en La Vía Láctea y acababas en El Sol. Yo era poco de salir de noche, pero algunas veces se salía. Había, eso sí, una explosión de creatividad brutal luego de la etapa franquista. La «movida», también, despolitizó: era una cosa de niños de papá, no de obreros.
Es la tesis del crítico cultural Víctor Lenore.
Totalmente. Es importante la moda, el mundo gay, supone una liberación…
¿Cómo conoces a Fernando Trueba? ¿No eras un poco el hermano mayor de su generación?
Sí, de hecho, yo a Trueba casi le saco nueve años. Él me hace una entrevista en el último día de rodaje de Tigres... Nos sobraba tiempo, era una escena en el zoo (el final del filme), y terminamos a las doce realizando un corto del ayudante de dirección. Me fui a casa, estaba muy cansado, y Trueba vino y me hizo una entrevista muy larga. Además, era vecino y coincidíamos comprando El País. Hablábamos de cine…
El País uniendo a los progres de aquel tiempo…
[Risas] Sí, sí. Nos hacemos amigos por vecindad y afición al cine. A través de una persona llamada Dolores Devesa, bibliotecaria de la escuela de cine, nos unimos todos (incluido Boyero). Devesa era una persona mucho más mayor que nosotros, hacía un poco de madre de Trueba (le llegó a dar cobijo en una crisis con sus padres).
Lo primero que hicimos Trueba y yo juntos es un corto de una película que se llamó Cuentos eróticos (1980). Este se llamaba Könensonatten (Sonata de coño) y es una de las cosas más divertidas que he hecho: era un homenaje cachondo a Bergman y la voz en off era solo la filmografía del director sueco…
El crítico Antonio Weinrichter juzgaba a Trueba y sus amigotes como unos «gamberros». ¿Tienes anécdotas divertidas de ellos? ¿Estuviste en alguna de sus performances contra la crítica sesuda?
Trueba me contaba cosas: una vez fue a hacerle una entrevista Jesús Hermida. Cuando se despidieron se dieron la mano y Trueba llevaba una mano de madera [risas]. Una vez Óscar Ladoire se hizo pasar en un cineclub por Alfonso Ungría también: llegó a imitarle en una entrevista hasta que uno se dio cuenta y dijo «perdona, yo conozco a ese hombre y no sois ninguno de vosotros».
¿No crees que ha habido siempre una diferencia fundamental entre tu cine y el de Trueba en el uso de procacidades? Tus películas son suaves, ligeras y quizá han envejecido mucho mejor…
No lo sé. Trueba también ha trabajado con Rafael Azcona, el cual es muy dado a cosas así, aunque yo tengo una paja en La Mano Negra, eh…[risas]. Pienso, insisto, que la escatología es debida a Azcona. La escatología por escatología a mí no me interesa. Hay un director que me influyó mucho y era Alain Tanner y de hecho la productora se llamaba La Salamandra en homenaje a un filme de este. Para mí fue una referencia en hacer planos continuos, evitar el plano y contraplano, y no cortar.
¿No te parece, en perspectiva, que «la comedia madrileña» del tiempo acabó siendo un poco misógina? Finaliza en una sinopsis que se repetía: «Antonio Resines cazando chavalitas en una terraza de la Castellana con Óscar Ladoire al fondo».
[Risas]. Sí, de hecho, Antonio Resines siempre lo contaba: «Me han dado este papel ¡y es un subnormal!». Hay un momento en que no se realizó más que esto. Sigo diciendo que «comedia madrileña» no había ninguna, ya que Trueba al poco empieza a trabajar con Azcona. La primera de José Luis Cuerda, Pares y nones, sí podría ser «comedia madrileña», ya que era un encargo de un productor con Resines y Virginia Mataix.
Tus filmes del año 78 al 83 tienen rarezas medio policiacas como La Mano Negra. ¿Intentabas alejarte de la comedia madrileña con esta?
No, fíjate que La Mano Negra es muy autobiográfica. Y esta parte autobiográfica es la policiaca: aunque parezca mentira. Está basada en un personaje que también conoció Trueba. Era un amigo de colegio que decía haber escrito una novela y lo adapté a Pomporrutas…, como he contado, y retomar el contacto con él fue el origen de La Mano Negra. Trueba y Boyero eran fans del escritor de serie negra Trevanian, Rodney William Whitaker, que hacía novelas de espías.
Una noche, cenando con ellos, sacaron el tema de Trevanian —se habían dejado el libro en un coche— y yo dije «sí, es un compañero mío de colegio». Decía que era él y llegamos a hacer una entrevista para El País que hubiera salido de no saber que mi amigo, con un punto de locura, no era Trevanian [risas]. Él dijo «esperad a sacar la entrevista, que no quiero me localicen aquí». Detrás del novelista oculto la idea que Trueba y Boyero pergeñaban es que era un agente secreto con permiso para matar. Una historia fascinante…
En todos esos filmes existe la figura del «hombre maduro en crisis». ¿Fue un arquetipo de los 80? Es como si muchos descubrieran que querían escapar de su vida aburrida como Reginald Perry.
No lo sé, aunque tengo la película Estoy en crisis, que es de las que menos me gustan mías. No creo que existiera ese arquetipo, aunque en la película el protagonista era un fantasma que se inventaba esto para ligar. Escribo el guion con Andreu Martín y quería basarme en el cómic La carrera de la rata del francés Gerard Lauzier. Era una historia que me encantaba, pero ya estaba hecha: la leí en la revista Star.
Quiero que nos cuentes más sobre la estupenda La línea del cielo, una de las pocas comedias bilingües español e inglés y de las mejores aproximaciones a Nueva York desde nuestro cine.
Esa película e Isla bonita son mis favoritas porque son las que rodé con menos medios, pero con más libertad. Y sin guion escrito…
¿No tenías un guion previo?
Escribí tres folios sin saber cómo terminaría: los perdí incluso, aunque saqué una fotocopia que nos salvó. Nadie sabía lo que estábamos haciendo. Era «mañana rodamos aquí»; «¿y qué digo?», «pues di esto». Tengo mucho cariño a esa película: la rodamos con cinco personas y los americanos nos decían «esto no es un low budget, es un no budget» [risas].
¿Unirías esta película a El crack o Ángeles gordos en una trilogía improvisada de directores españoles en Estados Unidos? Las tres no son nada complacientes con el sueño americano…
Ángeles gordos es un intento de Summers, un tipo con mucho talento, de realizar esa historia en inglés, aunque creo que no acaba de cuajar. La Línea… es más bien una historia que me viene por una necesidad vital como si tienes que pintar un cuadro o hacer una pintura. Yo vi que quería hacer una película sobre lo que estaba pasándome a mí: llamaban a Resines mi alter ego.
De hecho, ¿no crees que es posible que sea el mejor papel protagonista de Antonio Resines? Llegó a citarle el crítico Vincent Canby como actor notable en New York Times…
Canby nos hizo una crítica maravillosa, era un crítico muy respetado. Todo en esa película es verdad: lo estábamos pasando fatal. Nos preguntábamos «¿Por qué no nos vamos a Madrid? ¡No tenemos ni un duro!».
El contraste con el cine neoyorquino hedonista de Scorsese, mafiosos de fiesta en fiesta, y tu película en la cual Resines es un pobre fotógrafo sin dinero que tiene camisas horteras…
[Risas]. Nos pasaban cada cosa también… Teníamos una habitación alquilada y metimos a Resines y Ángel Luis Fernández. Pedimos un colchón al actor que hace psicoanalista en la película y allí dormía Antonio Isasi. Vivía en el Village y a Resines y compañía se la alquilamos en el hotel Eagle, que era un hotel de putas y tal. Tenía un cristal blindado y todo…
Es hilarante pensar en Resines como secundario de Pánico en Needle Park o Taxi Driver. En la primera salen varios sitios con cristal blindado…
Claro. Resines me decía «¿y este cristal blindado?». Yo le respondía «esto es preceptivo en todos los hoteles de Nueva York». Y se lo creyó [risas]. Los dos compartían una habitación, empezamos a rodar (duró cuatro semanas), y al poco aparecen en mi habitación diciendo «joder, Colomo, ¡nos has metido en una casa de putas!».
Resines contaba: «Aer cuando volvimos al hotel nos encontramos unas lumis y nos decían «eh, tenemos una habitación aquí y en un momento…»» [risas]. Les cambiamos a un hotel que era igual y lo pagaban a medias con una tarjeta de crédito. Yo les decía, «esperad, que nos va a llegar un poco de dinero». Como no se liaban con ellas, estaban solos en una habitación, pensaban que eran pareja Resines y Luis Fernández…
Hay un gran sketch en esa película y es Resines pensando que la profesora del curso de inglés le dice «perfecto» a su pronunciación cuando se refiere al gallego que va siguiente en la dicción. ¿Está escrito o improvisado?
No, no, era verdad [risas]. Lo adapté en las notas que tenía escritas y solucionábamos los vacíos narrativos con la voz en off. Unas cosas las podíamos rodar y otras no, ya que no teníamos presupuesto. La anécdota de la dicción me pasó a mí: este Perfecto era un gallego. Ya había estudiado inglés aquí, pero seguí aprendiendo allí.
En inicio la película parte de un guion llamado Pintor en Nueva York, que estaba preparando con otros, y yo me voy a documentar. La idea era hacer un filme de la anécdota de Tapies: un coleccionista se lo llevó a punta de pistola para que restaurara uno de sus cuadros. La quería hacer con Fernando Fernán-Gómez. A partir de ahí le dejo el guion a los americanos, que eran amigos de mi profesora de inglés y apenas otros más. Yo estaba intentando contactar con el mundo del arte y con mi nivel de inglés no lo hacía con nadie.
Me apunté a unas clases por las mañanas y el primer día ya me ponen en el nivel cero. Recuerdo entrar un tipo y al preguntarle la profesión escuché writer, pero no tenía nada pinta de escritor. Había entendido waiter como writer [risas]. Y este camarero gallego se llamaba Perfecto. La profesora que sale en la escena es la misma que de verdad: todas las secuencias de la clase en inglés las rodamos al acabar la lección durante una hora y media.
En 1985 produces tu único gran fiasco, El caballero del dragón, que llegó a ser incluso chiste recurrente. ¿A qué se debe su fracaso? ¿Guion, actores? ¿Podía Miguel Bosé con un papel protagonista?
Buff, esa peli. Miguel Bosé fue una bendición: la gente se metía con él, pero casi es lo mejor de la película. De hecho, en un principio iban a hacer el papel principal Imanol Arias y Victoria Abril. Enrique Ventura hacía las ilustraciones…
Es un excelente dibujante: quizá el mejor ilustrador de las revistas humorísticas catalanas…
Muy bueno, claro. Él, junto a Miguel Ángel Nieto, hacían cómic como Grouñidos en el desierto y son autores del guion junto a mí y Andreu Martín.
Cuéntanos tu experiencia con Klaus Kinski en el rodaje; perverso polimorfo tan inaguantable como divertido.
¿Divertido? ¡Era una pesadilla! Era un tío fuera de control y yo no tenía poder para echarle. Estuvimos meses buscando antes: Burt Lancaster, Charlton Heston… barajamos a Vicent Price, que habría sido maravilloso…
Habría sido fantástico.
Tenía una operación de garganta y no podía. El mismo agente nos recomendó a Kinski. Sabíamos que tenía mala fama, pero tenía nombre. «Lo trataremos bien y…».
¿Alguna anécdota divertida de Kinski?
¡Todas! Intentábamos terminar con él al medio día: rodar con él provocaba tensión. Llegaba por la mañana y no se maquillaba, ya que estaba moreno (tenía razón). Se ponía el vestuario, una especie de poncho —era alquimista—, tenía un espejo y se echaba el pelo para delante. El tiempo que tardaba en llegar la persona con un espejo se ponía a insultar: «Where is my fucking mirror? What a shitty production!». Se tardaba con las luces y decía «What are you doing with lights? Fucking lights! It’s this a David Lean movie?» [risas]. Odiaba a David Lean porque le había envidiado. ¡Eso era todos los días! Nos llegaba a retar con un «¿nos pegamos?». A lo que respondía «no merece la pena».
¿Sabes qué fue soldado alemán en los últimos días del III Reich?
Hostias, no me extrañaría [risas]. Era un hijo de puta a un nivel… todo lo que conté en su obituario es verdad.
La vida alegre, tu siguiente filme, es una divertida pieza testimonio del ocaso de los 80. ¿Cómo te imbuiste en ese mundo del lumpen que se cita en el filme?
Es una película basada en la vida de mi hermana Concha, que es un poco el personaje de Verónica Forqué. Ella tenía una clínica y, como no tenía pacientes, salía a buscar prostitutas. Me contaba anécdotas de estas y yo pensé «aquí hay una película»: me presentó a la meretriz que hace el papel de Massiel en el filme, que se llamaba Rosi. Quedamos con ella en la calle de la Ballesta, llamó a mi hermana, «¡Conchaaaa!», y le dije «quedemos un ratito y nos cuentas cosas»; «sí, sí, sin problemas». Nos sentamos con ella en una terraza y me di cuenta de que los camareros no nos atendían.
¿Solo por estar sentados con ella?
Sí, sí. Y ella me dijo «aquí no te van a atender ahora». Mi hermana Concha me presentó a mucha gente y el personaje de Guillermo Montesinos está basado en Manolo Trillo (fundador del Comité Ciudadano Antisida de Madrid). Fui a su casa, incluso. El personaje de la travesti o los vecinos eran verdad, aunque guionizados.
Me sorprenden las dificultades de producción de Miss Caribe, tu película más autoindulgente. ¿Os llegaron a detener como se cuenta en distintas biografías?
Sí, sí. La historia de Miss Caribe es que no había dinero. Se empezó sin él y cada dos o tres había amenaza de huelga de los técnicos y actores de allí. El equipo español éramos seis. Está rodada en muy poco tiempo, cinco semanas, y a la cuarta semana nos detuvieron. Metieron a los tres de producción en la cárcel, se llamaba la procuraduría, de ese pueblo que no sé si se llamaba Villahermosa o Vistahermosa. Nosotros estábamos en un hotel que se llamaba Holiday Inn: llevábamos varias semanas y no se había pagado nada…
¿Quién llevaba la producción?
Andrés Vicente Gómez. No lo hemos contado nunca…
La comedieta Bajarse al moro casi finaliza tu etapa más libre y tiene mucho del espíritu golfo de los 80. ¿Sabías que ibais a hacer taquilla con ella?
No, tampoco. Es una producción de Carles Durán, tenía los derechos de la pieza original, y se asocia con Víctor Manuel. Durán fallece en el rodaje, solo le conocía realmente por teléfono, y hacía bromas en plan «me ha tocado la china, me queda un poco de vida» [risas]. Se hizo cargo de la producción Víctor Manuel y José Luis García Sánchez en la parte ejecutiva.
Quiero que nos hables de Chicas de hoy en día, que es una serie por la cual muchos tenemos devoción y es un estupendo fin de fiesta de la comedia madrileña. Hay episodios mejores que muchas películas…
Me alegra mucho que digas eso: hicimos esa serie con mucha libertad. Eran estupendas actrices las dos, Diana Peñalver y Carmen Conesa, tenían una gran vis cómica. Revisé el primer capítulo hace poco y era cojonudo. En Bajarse al moro conozco a Joaquín Oristrell, que hizo toda la parte gorda del guion, y le convenzo para colaborar en Chicas… Rodábamos como cine y para grabar media hora teníamos dos semanas y media. Tres capítulos eran una película, casi seis semanas, así que teníamos mucho tiempo para rodar y pudimos desarrollar los guiones perfectamente sin intromisiones. Y todo con un reparto fenomenal: estas dos actrices, Echanove, María Luisa Ponte, etc.
¿Es más difícil realizar comedia en televisión? Fuera de Chicas…, tus piezas para la pequeña pantalla siempre han tenido menos éxito, como si hubieran sido cercenadas por los productores…
Realmente la siguiente que hago luego es ¡Ay, Señor, Señor!, pero ya habían rodado seis capítulos. Era una idea de Andrés Pajares, aunque yo entré poco después. La idea era un cura viejo y otro más joven: el primero era un cascarrabias y el segundo era el guay. El viejo tenía más de ochenta años, Xesc Forteza (un actor de teatro muy popular en Baleares), y que al sexto capítulo le dio un patatús y acabó en la UVI.
Se para la serie y revisan los guiones. Yo tenía un contacto lateral con Antena 3, estaba preparando Alegre ma non troppo con dinero de ellos. Entonces me dice Jorge Sánchez Gallo, el que llevaba esto, «oye, te dejo unos capítulos para que me des tu opinión». Yo les digo «el director no está mal, a quienes hay que echar es a los guionistas» [risas]. Me piden que yo lo supervise: eran todo errores garrafales por parte de la cadena. «Es que al principio eran guiones de media hora y ahora los queremos a cuarenta minutos…».
El Monty Python John Cleese decía que una telecomedia «de más de media hora» no puede tener gracia…
El problema era que cogían los mismos guiones y le añadían una coda [risas]. Decía yo «la historia parece que va bien… pero no termina nunca: teníais que haber reformado todo el guion».
Los productores van cogiendo poder en televisión a medida que avanzan los años 90: sus piezas son más obras de estos que de los realizadores.
Claro. La libertad que tenía en RVTE, lo aprobaba Pilar Miró, dejo de tenerla. Hubo una serie que se llamó Los 80.
Es tu único gran borrón junto al Caballero del Dragón. Debiste tener unas presiones de la producción…
Fue una locura: en principio fue una serie que estaba pensada con dos guionistas muy buenos. El protagonista, en inicio, iba a ser un currito que interpretaría Alex Ángulo. Poco después nos dicen que ese papel lo tiene que hacer José Coronado. Necesitábamos aprobación para todo…
Probablemente de gente que desconocía todo sobre guiones.
No quiero decir nombres, pero era gente que había allí y tiraban todo. Para que te hagas una idea: me llegaban los guiones por la noche, antes de rodar, y era tan malos que los reescribía esa mimsa noche [risas]. Cuando no me daba tiempo, hacíamos una mesa italiana —una lectura de guion— y lo reescribíamos entre todos. Todo esto en cuarenta minutos. Tenía, además, que respetar el plan de rodaje: mañana viene este, este y este. En una secuencia aparecían dos curas, nadie sabía por qué, y a mí se me ocurrió que eran de la mafia [risas].
A partir de Rosa, Rosae, año 1993, tus comedias ganan en gravedad y muestran problemas sociales. ¿Coinciden con un cambio personal?
Puede ser, sí. Intento no seguir el mismo cine que hacíamos antes y cambio, Rosa, Rosae la comienzo a escribir con Juan José Millás, pero este se retiró porque yo le volvía loco. Luego vienen Alegre ma non troppo y El efecto mariposa, donde intento buscar otra cosa: cambio de generación. Me doy cuenta de que tengo una edad más madura y Pere Ponce en Alegre ma non troppo era mucho más joven; no me identificaba ya con los personajes…
¿Buscabas filmes más estilizados en tu cine de los 90? Comienzan a parecerse más y más a las producciones estadounidenses del tiempo, se pierde la improvisación de épocas pasadas…
Puede ser también. Pero por ejemplo creo que Alegre ma non troppo y El efecto mariposa se mantienen muy bien; Rosa, Rosae no. Es lo que tú dices: se parecen a película norteamericanas y estaban pensadas para una audiencia amplia, no era la locura de Chicas de hoy en día…
El duplo Los años bárbaros y Al sur de Granada son tu particular cine de «memoria histórica». ¿Pretendías traer del pasado hechos olvidados? ¿Cómo hacer comedia con el drama de la dictadura sin acabar en maniqueísmos?
De hecho, Los años bárbaros me la proponen los guionistas: José Ángel Esteban y Carlos López. Yo había hecho con ellos antes una película para televisión llamada Eso, que rodamos en 16 mm en cuatro semanas. La rodamos con poco dinero, sesenta millones de pesetas, aunque ganamos un festival en Múnich de películas para televisión. ¡Ganamos una pasta! Los guionistas de Eso me propusieron una idea de una película: dos tipos que se escapan del Valle de los Caídos con dos americanas. Yo les dije «esto no es real» y me contestaron «¡lo es!».
Debía ser el único que no conocía la historia esta: era la biografía del escritor Nicolás Sánchez-Albornoz. Es una película con una parte diríase Vicente Aranda y otra donde me explayaba un poco: quería hacer un filme donde los protagonistas lo pasaban bien. Lo que me contó Sánchez-Albornoz es que fue «la mejor época» de su vida cuando todos íbamos pensando que lo había pasado muy mal [risas].
Es cierto que Los años bárbaros tiene un tono vitalista en oposición al melodrama de posguerra clásico del cine español.
No quería hacer una película a lo Aranda, toda posguerra y algo así, sino un filme de dos tíos jóvenes que se ven metidos en una aventura.
Con El próximo Oriente vuelves a un estilo más ligero que alcanza tus últimas películas. ¿Es la vejez una vuelta a los orígenes?
No te creas ¿eh? El próximo Oriente tiene un intento de suicidio. La historia contada podría haber sido un drama. Lo que sí es cierto es que cada vez me cuesta más resumir: a la hora de sintetizar algo utilizo el humor. No lo puedo evitar y siempre me sale un poco de comedia. El próximo… quería también buscar algo la cosa multicultural, el cine británico…
Tiene un aire a Mi hermosa lavandería de Stephen Frears.
Sí, a esa película. De hecho, el personaje del padre en inicio para El próximo Oriente era un actor de Mi hermosa lavandería, el tío, que había trabajado antes con John Huston en El hombre que pudo reinar. Lo contratamos, de hecho, pero estaba alcoholizado y lo tuvimos que despedir [risas].
Hablando del multiculturalismo, metes muchos temas actuales en tus filmes como el mundo youtuber o el poliamor. ¿En qué te inspiras para los últimos giros de tus comedias?
El poliamor me viene de Isla Bonita y al meterme en internet al leer comentarios lo descubro. Yo no había oído la palabra poliamor, me sonaba como a pie (¡polipie!), y me interesé. Era, aparentemente, un nuevo comportamiento, y me contaban historias e incluso fui a la asociación de poliamor de Madrid…
¿Hay una asociación?
Sí [risas]. Y son geniales.
¿Cómo tienes tal capacidad de trabajo a tu edad? Has sacado dos películas en 2021, cosa imposible para muchos de tu generación…
Quizá para otra generación. Yo creo que es imposible, pero también al trabajar en televisión he ganado mucho callo. Incluso Los 80, siendo una serie fallida, porque me decían «cambiamos todo» de un día para otro. Entonces, te da una cosa de atreverte y probar a rodar sin guion como hice en La línea del cielo e Isla Bonita.
En realidad, un director podría rodar siempre dos películas al año. El problema es que es casi imposible de levantar económicamente los proyectos. Cuidado con lo que deseas fue que mi productor me propuso hacerla y acepté por dinero, mientras montaba Poliamor... No pensé en ningún momento «me estoy jugando aquí mi prestigio». Me costó problemas de salud tanto trabajo ¿eh? Pero, vamos, podría rodar dos películas al año; el único problema de rodar es el guion.
¿Cuáles son tus futuros proyectos? ¿Por qué no unas memorias? Conociste a todos los figurines importantes del cine de los 80.
Las memorias tengo ganas de escribirlas: me pongo a contar anécdotas y muchos me dicen «esto tienes que escribirlo». Pero si escribo memorias, no puedo dirigir: es algo muy absorbente. Quiero seguir con la línea de Isla Bonita, pero necesito el apoyo de la televisión pública española, ya que requiere mucha libertad y en Telecinco y Antena 3 no la tendría. Sería yo el protagonista, busco un cine personal y de bajo presupuesto.
Es lo que defendía el Godard de los 70.
Claro. Él terminaba una película un sábado y empezaba otra el lunes [risas].
Es imposible no preguntarte por el fallecimiento de Verónica Forqué y cómo una actriz brillante, especialmente en comedia (tú trabajaste con ella), fue explotada por la televisión. ¿No crees que los jóvenes realizadores no tienen respeto a las viejas glorias audiovisuales?
Joder, desde luego: es una putada tremenda. Yo no veía esos programas, no me gustan los programas de cocina, pero vi extractos en YouTube y no reconocía a Verónica. Sabía que tenía una época un poco loca, pero no conocía que tenía una depresión tan profunda. Estaba escribiendo, incluso, un papel para ella. Ha sido horrible, no lo acabo de asimilar.
Buena entrevista a un tipo sin dobleces. Gracias a ambos.
Un tipo encantador. Isla bonita, ambientada en ese paraíso que es Menorca en verano, es una muy buena película.
Muy buena entrevista, enhorabuena..