«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí», escribió en menos de una línea el guatemalteco, de origen hondureño, Augusto Monterroso para ofrecer a sus lectores y a la atareada crítica un microrrelato, ligerito y sin espinas, que todavía hoy sigue generando párrafos enteros de anotaciones al margen.
Una de ellas, una de las múltiples formas de explicar por qué no había desaparecido aún de la faz de la tierra aquel lagarto de gigantescas proporciones, se encuentra en la historia política mexicana. En el largo mandato, más de siete décadas consecutivas, del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Por su antigüedad y hegemonía durante el siglo XX, aunque seguramente no solo, la prensa mexicana suele comparar con sorna a los miembros del partido y a la institución neoliberal misma con un dinosaurio que a la sazón se ha ido haciendo mayor y cumple ya, nada menos que noventa y dos años. Resulta revelador que la palabra lagarto parezca una apócope en desuso de «largo mandato». Sin salir del orden biológico de los saurópsidos (reptiles para el común de los mortales), sería a la economía lingüística lo que el caso de la boa y el elefante de El principito a la oftalmología.
Que cuando despertó, el PRI seguía gobernando, parece claro. Pero ¿qué identidad está detrás del sujeto despertante? ¿El pueblo mexicano, quizás, adormecido por la represión y cansado de tanta guerra sucia y corrupción? Parece que encaja. Pero ¿qué ocurrió, tan de repente y abrupto como para desvelar a la masa durmiente? ¿Alguna revolución gamberra y poco respetuosa con las leyes del status quo y la buena vecindad? ¿Las palabras altisonantes de Vargas Llosa —prácticamente un coetáneo del PRI— cuando allá por los 90 dijo que aquello era la «dictadura perfecta», por ser el priismo un mecanismo calibrado al milímetro para reproducirse a sí mismo sin que desfallezca la ilusión democrática? Sea como fuere, la cuestión es que, al alba, vino la noche más larga, y el dinosaurio allí seguía insomne y ojeroso.
Seguramente, el dinosaurio valga más por lo que calla que por lo que cuenta y ahí está la magia y el misterio de la ingeniosa obra de Monterroso. En eso radica su grandeza, en la capacidad de empujarnos a imaginar el libro entero con solo la primera línea que a la vez es también la última. El dinosaurio ejerce de apuntador susurrante entre bambalinas para arrojarnos la frase salvavidas en el preciso momento en el que el texto se nos escurre de la lengua. Una vez restaurado el hilo conductor la imaginación fluye y navega a la deriva hasta donde nos arrastren la sugestión y la corriente.
Hoy sabemos que los dinosaurios nunca se fueron del todo. Siguen vivos, camuflados bajo el plumaje sobrevolando nuestros parques, nuestras azoteas e incluso nuestras mentes. Hay que recordar que el primero en abrir el libro de familia de aves y dinosaurios fue el biólogo autodidacta británico Thomas Henry Huxley, en 1868. Y aquí se enredan una serie de líneas dinásticas bastante interesantes. Thomas Huxley es el abuelo de Aldous Huxley, que es el padre de A Brave New World (Un mundo feliz). De los dinosaurios descienden, por tanto, las aves y entre ellas, por supuesto, el pájaro azulado de Twitter que revolotea en nuestras mentes aplicando un filtro de felicidad sobre otro de esclavitud, sin necesidad de recurrir a la droga soma que lubricaba los engranajes del mundo distópico del nieto de Huxley.
En una época en la que las redes sociales cumplen la profecía quijotesca al dedillo, siendo gigantes y a la vez molinos que movidos por un soplo desatan huracanes, han aparecido dos fósiles que completan y subrayan la línea evolutiva. El primero, un hecho científico reciente, de hace apenas unos días. Se ha descubierto, en la provincia china de Jiangxi, el fósil de un dinosaurio bebé perfectamente conservado y acurrucado en su huevo. Un hecho, antes nunca visto, que arroja luz y subraya los vínculos entre aves y dinosaurios. Despejada esa duda y confirmada la sospecha de que las provincias chinas tienen mucho que ver con los orígenes, ¿dónde estaba el segundo? Más cerca de lo que pensábamos. Lo custodiaba un marino poeta de la provincia de Pontevedra. Manel Monteagudo es el último eslabón de esta larga cadena que comienza en Monterroso, sigue en el dinosaurio, se transforma en largo mandato, cristaliza en un mundo feliz, se transfigura en pájaro azul y finalmente llega hasta él, hasta Monteagudo.
Hace unos meses, Manel señaló a los medios el hallazgo de la pisada de un supuesto reptil de tamaño descomunal. Pero en su caso, cuando despertó, no quedaba ni rastro del dinosaurio, solo el vacío y un intenso olor que le transportaba a la habitación de un hospital de Basora (Irak). La eclosión de la historia ocurrió hace pocas semanas, pero la vorágine de la información de hoy en día es tal que la noticia —o mejor dicho, la no noticia— ha quedado ya sepultada por completo, para convertirse en un fósil narrativo de las formas de contar que tenía nuestra especie antes del evento climático, pandémico o volcánico que nos imprima definitivamente en los libros de historia de los futuros pobladores de la Tierra.
La historia de Monteagudo no se cuenta en una línea, pero quizás sí en un hilo de tuits. En 1979, con veintidós años, sufrió un accidente al golpearse la cabeza en la bodega de un buque mercante alemán que lo mantuvo treinta y cinco años en coma hasta que despertó en Galicia en 2014. Tras el milagro, tuvo que aprender otra vez a reconocerse en un espejo, a andar, a leer, a convivir con internet y a relacionarse con un mundo que para él era un remoto futuro, pura ciencia ficción. Por fortuna, cuando despertó, su mujer todavía estaba allí. Conchi había permanecido fiel a su lado todo ese tiempo, cuidándolo y entregándole su juventud y buena parte de su madurez, esperando a que algún día su marido despertase de repente del letargo, al igual que Robert De Niro en Awakenings (Despertares). La estampa la completaban dos hijas ya criadas, una de ellas embarazada, para quienes su padre había sido siempre un hombre a una cama pegado.
Ante una vida tan increíble la noticia corrió como la pólvora por las redacciones y medios locales y nacionales se hicieron eco dando lugar a un fenómeno viral que la mayoría quisimos creer. El fuego se avivó todavía más en las redes sociales hasta que las incongruencias del relato y las contradicciones del falsario en sus apariciones televisas empezaron a aflorar. La historia quedó pronto reducida a cenizas, cuando Monteagudo, acorralado por «las llamas», reconoció que aquel disparate se había «salido de madre», asumiendo su culpabilidad y dejando las vergüenzas del periodismo chamuscadas y al descubierto.
Culpable o no, Manel, además de marino poeta, fue también apuntador en la sombra como el dinosaurio de Monterroso. Quiso colmar nuestra curiosidad, la de una sociedad T. Rex devoradora insaciable de historias, con una línea inflamable que propagó a los cuatro vientos un relato extraordinario. De pronto, aquel hombre se despertó y nada de lo que conocía estaba allí. Por unos instantes, nos hizo sentir en la piel del protagonista de un Indio en París cazando palomas a flechazos en la gran ciudad, o en los ojos de Christiane, la madre de Alexander Kerner en Goodbye, Lenin!, viendo desde la ventana como su ideal socialista enmohecía tras un enorme cartel publicitario de Coca-Cola. Era mentira, era ficción. Pero durante las cuarenta y ocho meteóricas horas que duró su ascensión y caída, pudimos soñar con una historia increíble que en el fondo muchos creímos cierta. Una línea de doscientos ochenta caracteres bastó para cautivarnos.
Monterroso y Monteagudo. La cercanía orográfica de los apellidos en este caso no parece mera coincidencia. Son dos cumbres, allá en lo alto, desde las que divisar de cerca y con los ojos cerrados el vuelo errático de los dinosaurios azules. Un espectáculo grandioso para regresar a lo esencial y sacarse el sombrero.
El autor del micro cuento explicó más tarde que fue durante una recepción oficial con almuerzo, durante el discurso final de un político (digamos un equivalente a Fraga dando un discurso), se quedó dormido y al despertar el dinosaurio político aún estaba hablando.