Llevad la carga del Hombre Blanco.
Enviad adelante a los mejores de entre vosotros;
[…]
A naciones tumultuosas y salvajes;
vuestros recién conquistados y descontentos pueblos,
mitad demonios y mitad niños.(Rudyard Kipling, «The White Man’s Burden»)
Cuando Julio Verne nació, en 1828, la Revolución Industrial había demostrado ya su poder en Gran Bretaña. Con ella, con sus éxitos indiscutibles, y por la mitificación de una casualidad histórica que fue vista como un designio racial, nacerían —y crecerían durante todo el siglo XIX— la esperanza y el horror. Sus cimientos son contemporáneos del escritor francés y se exaltan en sus obras. De eso trata este artículo, de la cara b del nacimiento de la modernidad.
La época de Verne es, en parte, una época de adanismo. Los hombres blancos, europeos, anglosajones, franceses y alemanes, se deslizaron con enorme derroche de buenas intenciones sobre lo que consideraban obvio: que el poder de las máquinas europeas, primero, y el poder de su ciencia, después, eran la demostración de que la raza blanca era superior y que a ella incumbía guiar a los demás pueblos hacia la paz, la prosperidad y la felicidad, pagando el precio de su sometimiento. El racismo no era nuevo, lo nuevo era su método y su justificación. La inferioridad ya no derivaba de cuestiones no sistematizadas relacionadas con el salvajismo, las costumbres o la religión, sino de algo mucho más peligroso: de la cuantificación. Los europeos decidieron que la misma ciencia que había producido máquinas tan asombrosas podía aplicarse sin más a la explicación de fenómenos mucho más complejos, pero que ellos, con ese optimismo tan evidente en la obra de Verne, consideraban perfectamente abarcables. Ya no nos preguntábamos si un indio tiene o no alma, sino que medíamos y pesábamos su cerebro o su cráneo y sacábamos conclusiones.
Hablaba antes de buenas intenciones y así creo que fue, pero preñadas de una perezosa e interesada creencia: si la realidad era producto del determinismo biológico, la superioridad material de la tecnología y la ciencia blancas eran a la vez una prueba de la superioridad de ciertas razas; si explicábamos con un método «científico» por qué los negros o los asiáticos eran inferiores, la dominación sería no solo benéfica para el conjunto de los seres humanos, sino inevitable.
Se trató de un movimiento absolutamente transversal, en el que muchas figuras «progresistas» abrazaron con entusiasmo explicaciones seudocientíficas y programas enajenados, a menudo olvidados pese a encontrarse en el origen de gran parte de los horrores del siglo XX. Esas pretensiones y sistemas beberán de las lecciones e ideas de hombres como Saint-Simon, Comte, Carlyle, Spencer, Disraeli, Dilke, Zola, Lombroso, Pearson o Bernard Shaw.
Es esta la época de Galton y de De Gobineau. El uno, en su Hereditary Genius: An Inquiry Into Its Laws and Consequences, concluyó que los caracteres importantes estaban totalmente determinados por la herencia y que la especie humana podía ser mejorada planificando el nacimiento de los más dotados y prohibiendo la reproducción de aquellos que podían manchar, con su estupidez y su grisura, la herencia de las generaciones futuras. El otro dio un salto desde el individuo y en sus Essai sur l’inégalité des races humaines las comparó, concluyendo que los negros de África se situaban en lo más bajo de la escala y que el mestizaje de los pueblos europeos —como consecuencia de la expansión imperial de griegos, romanos y turcos— con razas orientales y africanas, había producido una degeneración de la raza blanca de la que solo se salvaba la germánica que habitaba en Gran Bretaña, Alemania, Bélgica y norte de Francia.
Todas estas teorías se veían reforzadas por una creencia en la inevitabilidad del progreso y del conocimiento científicos, aplicados a todo tipo de saberes y, en particular, a las ciencias sociales. El salto de la hipótesis darwinista en la evolución de las especies al llamado darwinismo social, dado por Spencer, era prácticamente inevitable. La lucha por la vida aparecía como el motor en la evolución de las naciones, y las más fuertes y dotadas para la lucha y la abstracción, para el desarrollo material y para el espiritual, tenían que ser las europeas. Se convirtió además en un movimiento «meritocrático», porque el héroe de la raza podía ser un hombre de clase media, elevado por sus méritos, y porque el establecimiento de sus designios podía organizarse burocrática y ordenadamente.
Ya no solo se podía crear una máquina para producir mejor y más deprisa. También se podía lograr una sociedad mejor, basada en el desarrollo físico, moral y espiritual, conforme a principios sistematizados. La alucinación colectiva comenzaba y aún se creía que el progreso científico sería la respuesta para todas las preguntas. Es comprensible que un «saintsimoniano» como Jules Hetzel se comprometiera con esa visión ideal y dedicase parte de su labor editorial a la formación de las masas y, en particular, de los niños. Los libros que saldrán de sus imprentas están repletos de información sobre los avances tecnológicos y sobre la diferencia entre el mundo civilizado, con sus fábricas, ferrocarriles, ciudades llenas de bullicio y entusiasmo, y las naciones atrasadas, nostálgicamente atractivas, pero solo como ese lugar en el que los héroes y aventureros pueden dejar su huella. Son héroes y aventureros europeos, que arrostran peligros y actúan como el faro del nuevo mundo, utilizando todo el arsenal de ingenios mecánicos creados o entrevistos. En esa visión encajaron perfectamente Julio Verne y sus Viajes extraordinarios que comenzaron, como es conocido, con las Cinco semanas en globo.
El concepto de ingeniería social se convirtió en un lugar común. Ni los mejores escaparon de sus peligros. Verne, un antiesclavista declarado, se deja influir también cuando convierte la causa de la abolición de la esclavitud en una causa de blancos contra blancos. En Norte contra Sur, la novela en las que plasmó su visión de la Guerra de Secesión americana, los negros liberados por James Burbank renuncian a su libertad por fidelidad a su bondadoso y equitativo amo —ya que amo sigue siendo—; y lo mismo hace Nabucodonosor, el sirviente del ejemplar Cyrus Smith, en La isla misteriosa. Peor parados, incluso, resultan el niño negro Moko, de Dos años de vacaciones, o el temeroso y corto de entendederas Frycollin, de Robur el Conquistador.
Podríamos escapar de esa opinión, imaginando a un escritor blanco y francés que construye una historia coherente, en la que los negros liberados se apoyan en la bondad de sus antiguos amos, para defenderse del odio que los rodea. Pero no, esa solución de compromiso, aunque pudiera ser cierta en parte, no evita la idea que tiene Verne acerca de las cualidades propias y diferentes de las razas y de la superioridad de unas e inferioridad de otras. En el tardío El pueblo aéreo, Verne se planteó el problema del darwinismo y de la posible existencia de un eslabón perdido entre los simios y el hombre: unos exploradores blancos tratan de comprobar si un pueblo arbóreo, de «hombres-mono» que viven en los árboles, en el centro del perdido Congo, puede ser o no ese eslabón perdido. El planteamiento le parece al autor «lógico», ya que es conocido que los adultos negros no tienen más inteligencia que la de un niño blanco de seis años.
También es cierto que Verne escribió mucho y que los estereotipos aplicados a las razas se convirtieron en un recurso fácil a la hora de presentar a sus personajes. Esto es evidente en Héctor Servadac, la alucinante novela sobre el viaje de un grupo de supervivientes de una catástrofe estelar, que son lanzados en un pedazo de Tierra, a través del sistema solar. Entre los supervivientes hay ingleses, egoístas y nacionalistas que no se mezclarán con el resto; rusos, que recuerdan a Miguel Strogoff, esforzados y nobles; valientes franceses y españoles vagos y, finalmente, el avaro judío Isaac Hakhabut, y es que en ciertos asuntos tampoco hay sorpresa. La aversión «verniana» por los ingleses y la opinión no muy amable acerca de los españoles alcanzan su punto culminante en una obra corta, satírica y disparatada, Gil Braltar, en la que el demente hidalgo español de ese nombre se convierte en el líder de los monos gibraltareños y logra tomar la fortaleza a los ingleses, que terminan recuperándola porque los monos se convencen de que el general inglés no solo es uno de ellos, sino que ha de ser su líder, de tan feo que resulta.
En cierto sentido, el resumen del mundo progresista de Verne se encuentra en Los quinientos millones de la Begún, en la que dos europeos heredan la inmensa fortuna de una princesa india y la destinan a sus utopías propias. El francés Sarrasin utilizará el dinero para edificar France-Ville, una ciudad abierta, limpia y salubre, con un tiempo organizado para la felicidad de sus habitantes que pueden leer la hora en los relojes eléctricos de las plazas y en la que todo el mundo tiene un trabajo adecuado y ve cómo la prioridad es el bienestar de la comunidad. El alemán Schultze, por el contrario, edificará una fortaleza de acero, Stahlstadt, en la que todo el dinero y la potencia científica se destinan a la producción de armas secretas, cada vez más mortíferas, mientras sus habitantes son esclavizados, convertidos en números para mayor gloria de su líder, un hombre que considera a los alemanes superiores a los miembros de las otras razas. Solo hay unos personajes casi tan desagradables como el doctor Stahlstadt, los ruines abogados ingleses encargados de dividir la fortuna de la Begún.
Fueron muy pocos los occidentales que escaparon a esos estereotipos sobre las razas y la herencia. Todo conspiraba contra las preguntas incómodas: a finales del siglo XIX, Europa y Estados Unidos controlaban, de una manera u otra, el mundo entero, y no parecía que ninguna nación o raza pudiera hacerles frente. Mientras tanto, las ideas utópicas acerca del alcance de las explicaciones científicas y el avance tecnológico creaban el caldo de cultivo para la eugenesia y el genocidio. No fue Verne un fanático, como tampoco lo fue H. G. Wells, y los ejemplos que aparecen en su obra no son tan constantes y torales como para pensar que abrazase un plan agresivo como el que luego se convertirá en el programa de numerosos partidos europeos. En realidad, y pese a sus limitaciones, pareció, también en esto, ser un visionario, y como en La máquina del tiempo de Wells, en la novela, durante décadas perdida, París en el siglo XX, Verne ya se preguntó por las consecuencias de un mal uso de la ciencia y de la tecnología. Al fin y al cabo, esa contradicción está presente en Nemo, el más grande de los personajes de Verne: el príncipe indio que estudia en Europa, pero termina usando los recursos de su familia y los conocimientos adquiridos para construir una máquina justiciera que pueda vengarse de la tiranía del hombre blanco.
La fuerza histórica, sin embargo, era imparable. En palabras de Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo:
Cuando el populacho europeo descubrió qué «maravillosa virtud» podía ser en África una piel blanca, cuando el conquistador inglés en la India se convirtió en un administrador que ya no creía en la validez universal de la ley, sino que estaba convencido de su propia e innata capacidad para gobernar y dominar, cuando los matadores de dragones se convirtieron bien en «hombres blancos» de «castas superiores», o en burócratas y espías, jugando el Gran Juego de motivos ulteriores e inacabables en un inacabable movimiento; cuando los Servicios británicos de Información (especialmente después de la primera guerra mundial) comenzaron a atraer a los mejores hijos de Inglaterra, que preferían servir a fuerzas misteriosas por todo el mundo mejor que al bien común de su país, el escenario pareció estar ya dispuesto para todos los horrores posibles. Bajo la nariz de cualquiera existían ya muchos de los elementos que, reunidos, podían formar un Gobierno totalitario sobre la base del racismo. Los burócratas de la India propusieron las «matanzas administrativas», mientras que los funcionarios de África declaraban que «no se permitiría que consideraciones éticas tales como los derechos del hombre se alzaran en el camino» de la dominación blanca.
Verne muere en 1905. Ese mismo año, los japoneses, en Mukden, humillan a los rusos utilizando su ejército tecnológicamente más avanzado. Para los japoneses esa victoria se convierte también en una prueba de superioridad racial y en un signo de que están destinados a gobernar Asia. Un año antes llega a Estados Unidos el pigmeo y esclavo Ota Benga, liberado en el Congo por un clérigo que pagó por él una libra de sal y un rollo de tela. En 1906, el eugenista Madison Grant, director de la Sociedad Zoológica de Nueva York, convenció al director del Zoo del Bronx, William Hornaday, para que Ota Benga fuera expuesto en una jaula, con un orangután, varios chimpancés y un loro, y con un cartel explicativo de las características del «hombre mono». La infamia se mantuvo durante un mes. Diez años más tarde, en 1916, Benga, tras arrancarse las fundas que ocultaban sus dientes afilados, se pegó un tiro en el corazón.
El siglo XIX había terminado y estaba fructificando en el XX.