Madrid podría presumir de grandes novelas: Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós, Por quién doblan las campanas de Ernest Hemingway, La colmena de Camilo José Cela, los Alatriste del Siglo de Oro de Arturo Pérez Reverte o Romanticismo de Manuel Longares. A Madrid solo le falta mar; respirar sal, algas y libertad marina. Barcelona, además de mar y pausa, tiene La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza y al gran González Ledesma.
Italo Calvino, un escritor mayúsculo del XX, sostenía que la felicidad consiste en encontrar el lugar en el que uno se siente más cómodo como extranjero. Nueva York sería perfecto: un país vertical en sí mismo, capaz de acoger a miles de heterodoxos, raros y errantes; una ciudad que vive y deja vivir, en la que cada cual puede elegir si le afecta la caída de una cornisa diez calles más arriba; no como otras en las que cualquier nimiedad se transforma en dolor colectivo y obligatorio del que nadie puede escapar. Es lo que escribió en los años 40 E. B. White en Esto es Nueva York, un retrato psicológico de la capital del mundo.
Me gustan las ciudades-mapa, en las que se puede pasear sin norte, sin coordenadas ni rumbos, solo dejarse llevar. Me gustan las ciudades invisibles, como las imaginadas por Calvino, porque son únicas, irrepetibles; dependen de quién las mira, de cuándo las mira: otoño, primavera, día, noche. Me gusta Lisboa, la ciudad donde duerme eterno José Saramago, y me gusta El año de la muerte de Ricardo Reis, que nos conduce por el cementerio de Prazeres en busca de heterónimos, nos muestra otras lisboas impregnadas de una saudade pessoadiana, de la nada que nos invadió. Esa Lisboa en blanco y negro es adictiva.
Barcelona estaba anclada a la montaña, sujeta, impasible. Los Juegos Olímpicos le cambiaron el eje obligándola a mirar el mar, a respirarlo. Fue el último portento de la ciudad de los prodigios tras las exposiciones universales de 1888 y 1929 que sirvieron de marco para la transformación urbana y mental que narra Mendoza. Además del personaje de Onofre Bouvila, Barcelona se alimentó de buena parte del boom latinoamericano que la adoptó como madre-exilio.
Me gusta el Dry Martini porque es territorio de Enrique Vila Matas. Se sirven cócteles, cava, ostras y sueños. A él acuden náufragos, periodistas, poetas malditos y alguno por maldecir. Se encuentra en la calle Aribau 162 que, por algún cortocircuito idiomático, me transporta a la canción de Lluis Llach, «Si Arribeu», que también me sabe a África.
En Eixample se exhibe parte de la Barcelona moderna, presumida: tiendas de diseño, muebles artificiosos, incómodos y restaurantes de lujo en los que se gasta más tiempo en pronunciar el nombre del plato que en degustar la comida que presenta. Esa Barcelona pija se mezcla con la cotidiana: bares, tráfico infernal, fútbol, la pequeña historia. En Girona 70, junto a la boca del metro, está el portal donde fue detenido y apaleado Salvador Puig Antich, uno de los últimos fusilados del franquismo. Aún quedan los restos del tiroteo.
En la ciudad de los prodigios es obligado entrar en un espacio mágico y borgiano como la Biblioteca Pública Arús. Su creador, Rossend Arús, fue el principal impulsor de la masonería en Catalunya y legó este mundo paralelo repleto de libros y signos. Su principal fondo son los textos sobre el movimiento obrero, esencial en Catalunya, y presente en la novela de Mendoza. Se encuentra en el paseo de Sant Joan 26, también en el Eixample.
El Raval fue siempre territorio arrabalero, fronterizo, de putas, chulos y chivatos, hasta que Richard Meyer levantó su Museo de Arte Contemporáneo por encargo del alcalde Pascual Maragall. Algunos edificios tienen la fuerza de transformar una ciudad, revivirla como el Guggenheim en Bilbao. Meyer solo cambió un barrio, el alma de la Barcelona que describen Mendoza y González Ledesma: cerraron tugurios y abrieron salas de arte; se fueron las putas unas calles más abajo y se apareció la posmodernidad.
En el Raval está una parte de Roberto Bolaño, en el estudio de veinticinco metros de la calle Tallers en el que se soñó escritor, tal vez inmortal. Allí están sus territorios de pobreza entre el bar Cèntric y el Parisienne. No lejos, Rambla abajo, en la calle Josep Anselm 6, está el Margarita Blue. Solo por el nombre merece una borrachera: cocina mexicana, más cócteles. Dicen que cuando Pedro Almodóvar visita Barcelona se deja caer por su barra.
Al otro lado de la Rambla, en el barrio Gótico, se encuentra la plaza de San Felipe Neri. Me recuerda a Sarajevo: una foto fija del cerco de cuarenta y cuatro meses. Las paredes aún están mordidas por la metralla de la matanza del 30 de enero de 1938. Murieron cuarenta y dos personas, la mayoría infantes de la escuela. El techo del sótano en el que se refugiaron no soportó el bombardeo franquista. Hoy es un lugar apacible, en el que el tiempo parece suspendido. A veces cruzan niños a la carrera; gritan, ríen, juegan. Pasean enamorados de la mano. Nadie escucha el rugido de los aviones. Hay otra guerra civil oculta en los refugios del Poble Sec, en el 169 del Nou de la Rambla. Es historia y es presente, y olvido. En ellos se puede sentir la memoria.
En el barrio del Carmel, fuera del perímetro de la ciudad, se hallan las baterías de defensa del Turó de la Rovira, un museo de la guerra civil. Desde allí se divisa una maravillosa vista de la ciudad. Desde esa altura se respira un mundo sin fronteras y una brisa que limpia y ventila. A lo lejos, la Sagrada Familia, el puerto, la torre Agbar, las calles ordenadas del Eixample. Se llega en el autobús 28 desde la plaza Catalunya.
Otra vista excepcional está en El Mirador de la plaza del Doctor Andreu, a la que se subía en el mítico Tramvia Blau, que acumula problemas de servicio tras un par de accidentes. Más arriba, en el Tibidabo, además del parque de atracciones más antiguo de España (1899), está el Museo de los Autómatas: muñecos, juegos mecánicos, infancia.
En la ciudad rescatada en los Juegos Olímpicos está la Barceloneta. Para algunos, un segundo Raval al que la modernidad también le robó el alma. Aún quedan calles estrechas que huelen a pescado, a estraperlo, personas con un ir y un venir diferente. A primera hora de la mañana en el muelle de Pescadores se celebra una de las dos subastas diarias. No es la Bolsa, no es un casino, pero es un espectáculo. En la calle del Baluard 12 está Can Maño, un templo gastronómico, un náufrago de otra época que se resiste a desaparecer.
Lisboa, la ciudad que navega en el decir de Cardoso Pires, se hunde en la crisis, se desconcha y empobrece edificio a edificio, habitante a habitante. Le queda Pessoa, el fado, Sostiene Pereira de Antonio Tabucci y Saramago: el Memorial del convento, Historia del cerco de Lisboa…
Hay ciudades con literatura mayúscula y ciudades-cine como Nueva York. También existen las ciudades literarias, París, que se escriben solas, que exudan una belleza reposada, melancólica. Está Nápoles 1944, el libro capital de Norman Lewis, el del reconocimiento de la existencia del otro. Están los libros de las ciudades vivas, muertas y moribundas. De todas me quedo con una de las invisibles de Calvino: Zobeida, creada por hombres de varias naciones que tuvieron un sueño idéntico en el que perseguían a una mujer hermosa. Cuando la extraviaron en el sueño, los hombres decidieron construir la ciudad soñada. Las mejores son así: una suma de miles de sueños y pesadillas, de pequeñas y grandes historias, de silencios y bullicios, de pérdidas y encuentros, de esperanzas que no siempre se dejan de soñar sean o no novela.
Habalndo del Raval, echo a faltar a Manuel Vázquez Montalbán, que describía como los juegos Olímpicos habían destruido parte de su memoria, de las inglés de la ciudad.