Hubo una vez un periodismo épico, aventurero, extravagante. Con la excusa de desvelar lo desconocido, colorear el mapa en blanco del corazón de África, conquistar lectores y hacer fortunas, diarios como el New York Herald y el London Daily Telegraph financiaron expediciones que cautivaron la imaginación de millones de personas. Era el siglo XIX, el de los inventos, las máquinas, los imposibles; también fue el siglo de la esclavitud, la explotación de las personas, las injusticias, el cultivo de los odios y horrores que dominarían el XX.
Eran tiempos de hazañas, utopías e inventos como el telégrafo que permitían una cierta sensación de instantaneidad; eran tiempos de viajes al centro de la Tierra y a la Luna, de las grandes óperas italianas, de un nacionalismo romántico en el que los hombres mataban y morían embriagados por banderas e himnos. Fue época de fronteras en movimiento, sangre y conquista: hacia el oeste de Estados Unidos, por encima de los nativos americanos; en el interior de África, sin preguntar a los africanos.
Aquellas historias de salvajes y heroísmo, de generales Custer y misioneros perdidos en la selva, fueron narradas por los vencedores: los blancos, los ricos. Ellos decidieron qué era salvaje y qué progreso; quién tenía voz y quién enmudecía.
Los grandes exploradores financiados por periódicos, sociedades geográficas, científicas y supuestamente filantrópicas, millonarios, reyes y reinas remontaron el río Congo, viajaron de costa a costa a través de selvas peligrosas infestadas de caníbales, animales salvajes y enfermedades mortales; descubrieron montañas, volcanes, ríos y lagos y dieron nombre extranjero a lo que tenía nombre nativo.
África se transformó en El Dorado, el epicentro de una carrera por hacerse con el control de territorios y riquezas: marfil, oro, minerales, madera. ¡Y aún faltaba el petróleo! Miles de sacerdotes se adentraron en las selvas y forestas decididos a convertir a los nativos. El nuevo dios quebró estructuras, allanó el camino para el lucro y el exterminio. El efecto llamada no era la supervivencia, como ahora, fue la codicia.
No abunda en esta historia el punto de vista del otro, el de los aplastados; quizá el del escritor Chinua Achebe en su Todo se desmorona, la gran novela africana que explica un continente a la deriva entre dos mundos, el salvaje y el moderno.
Fueron años terribles para una población traumatizada por una pesadilla de siglos: la esclavitud. El siglo XIX sentó las bases de la relación de desigual entre el autoproclamado primer mundo y el que sería tercero, el último, condenado al expolio y al genocidio.
Abolida oficialmente la esclavitud de las personas, se inventó la esclavitud de los países.
Los diez mil reinos africanos, sobre los que escribe Ryszard Kapuscinski en Ébano, fueron reducidos, unificados, simplificados en el Congreso de Berlín, en 1885. Lo que se presentó como una reunión de bienintencionados en la defensa de África fue un burdo casino, un zoco sin sentimientos ni principios en el que las potencias coloniales se repartieron las áreas de depredación. Se dividieron tribus (mandinga, masai, tuareg…) y se unieron otras que arrastraban odios ancestrales (hutu y tutsi; hemas, lendus).
Británicos, franceses, belgas, alemanes e italianos copiaron el patrón español en América Latina, la leyenda negra, e impusieron la sumisión y la muerte a millones en nombre de un dios redentor, de una civilización pretendidamente superior, de la modernidad.
Uno de los mayores déspotas de aquella época siniestra, retratada casi periodísticamente en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, fue Leopoldo II de Bélgica. Un rey que merece un lugar destacado en la historia universal de la infamia junto a los principales criminales del siglo siguiente: los Hitler, Stalin, Pol Pot…
Pocas biografías resisten la prueba de arrancar el personaje de su época, de su contexto, de la forma de pensar de los años en los que vivió, para someterlo a una revisión desde el pensamiento del siglo XXI, con los derechos humanos y la democracia como luminarias. Es el caso del galés Henry Morton Stanley, el gran explorador occidental del XIX con permiso de Richard Burton, el hombre que hablaba setenta idiomas y dialectos, y Hanning Speeke.
Antes de ser el que conocemos, el descubridor de la región de los Grandes Lagos, Stanley trabajó en la guerra de Secesión de EE. UU. para James Gordon Bennett, creador y editor del New York Herald, el precedente del International Herald Tribune. En esa época demostró hechuras de corresponsal y un gran coraje, determinación y sangre fría.
Se bautizó en África en 1867 en una operación británica contra el rey etíope Teodoro II. Stanley viajaba como periodista y fue el primero en anunciar la caída de la fortaleza de Magdala, capital del reino. Era astuto: sobornó a los responsables del telégrafo de Suez para ser el primero en transmitir la noticia.
Dos años después, mientras se encontraba en París, Stanley recibió uno de los telegramas más célebres de la historia del periodismo. Gordon Bennet escribe: «Quiero que busques al doctor Livingstone en África [perdido años atrás]. Pero antes debes ir a la inauguración del canal de Suez, a Jerusalén, Constantinopla, Crimea e India a través del Cáucaso, Irak y el río Éufrates». El sueño de todo periodista: un viaje con los gastos pagados que lo aleje de las redacciones y la vida monótona.
Con el rodeo propuesto por su director, Stanley tardó cerca de dos años en arrancar en Zanzíbar la expedición que en noviembre de 1871 localizaría al misionero escocés en Ujiji, a orillas del lago Tanganica (hoy Tanzania). De aquel encuentro nació otra frase legendaria: Doctor Livingstone, I presume?, «¿El doctor Livingstone, supongo?»
Stanley se distrajo de las labores del periodismo y se lanzó a las más lucrativas en dinero y fama de la conquista del África que pisaba. No fue un hombre de porfavores; era duro, implacable, esculpido en una infancia de maltratos. A su regreso a la Inglaterra victoriana con las noticias del desaparecido Livingstone muchos dudaron del relato de sus hazañas.
Stanley organizó una segunda expedición con el apoyo del Herald y del Telegraph con el objetivo de resolver la disputa entre Burton y Speeke sobre las fuentes del Nilo. En 1874 circunvaló el lago Victoria y confirmó que estaban donde había dicho Speeke, muerto poco antes en un accidente de caza sin el reconocimiento que se merecía.
Después, Stanley encontró el río Congo y comprobó que giraba al oeste. Tras remontarlo y bautizar unas cataratas con su nombre, cruzó el continente por zonas jamás transitadas por el hombre blanco. De los trescientos cincuenta y seis que partieron de la isla de Zanzíbar sobrevivieron ciento catorce. Stanley fue el único occidental en conseguirlo. Los africanos le apodaron Bula Matari, «el que rompe las piedras».
En un nuevo viaje al centro de África, Stanley escogió al peor mecenas posible: Leopoldo II de Bélgica. Le ayudó a hacerse con la propiedad de lo que hoy son la República Democrática de Congo, Ruanda y Burundi, donde el rey y sus funcionarios cometerían uno de los mayores genocidios del siglo. Creó el Estado Libre del Congo, el más esclavo de todos.
Tras la búsqueda de otro desaparecido, el gobernador de Equatoria, Emin Bey, el aventurero se retiró a Londres a escribir sus libros, a recibir honores en una sociedad victoriana que premiaba la épica y el heroísmo sin preguntar demasiado por la letra pequeña. Stanley murió en 1904 convertido en leyenda a los sesenta y tres años, sin noticias de arrepentimiento o mala conciencia. Era muy religioso y estaba convencido de haber cumplido su deber.
Faltaban diez años para el estallido de la Gran Guerra; treinta y cinco para el inicio de la Segunda, para el Holocausto: decenas de millones de muertos en un nuevo siglo en que el hombre viajó a la Luna y se olvidó de la Tierra.
Ya no existe ese periodismo épico, extravagante, aventurero; tampoco existe el de la Segunda Guerra Mundial, el del desembarco de Normandía con los Robert Capa y Martha Gellhorn arrastrándose sobre la arena de Omaha; ni el de la guerra del Pacífico con Ernie Pyle. Ya no existe el periodismo de Vietnam ni el de la guerra civil de Líbano ni el de Bosnia-Herzegovina.
Hoy, la aventura es individual, free lance, con una épica sin seguro de vida ni chalecos antibala ni garantías de pago. Ya no existen los Gordon Bennet ni las Irena Tarlowska, la redactora jefa que mandó a Kapuscinski de viaje a la India con un ejemplar de Herodoto bajo el brazo.
No son buenos tiempos para el periodismo; tampoco para la aventura. Las redes sociales, internet, la fotografía aérea, los satélites crean la sensación de que nada se escapa al ojo occidental, de que todo ha sido descubierto, cartografiado y clasificado. No hay Livingstones ni Stanleys ni editores locos.
Ha pasado más de un siglo de la muerte de Stanley pero ese Congo maldito sigue atrapado en guerras, violaciones masivas de mujeres, reclutamiento forzoso de niños soldado y hambrunas. La esencia no ha cambiado: muerte a cambio de materias primas. Pero aún tenemos esperanza.
En la lista de dictadores genocidas, no se olviden de Mao. Pero tampoco dejen de lado los genocidios producidos por otros temas como Hutus y Tutsis, hambrunas intencionales, pestes, etc.
Muy buen trabajo, pero hay un pequeño error. Las actuales Ruanda y Burundi no pertenecieron al Estado Libre del Congo, sino al Africa Oriental Alemana (Tanganika), y pasaron como mandato de la SDN a Bélgica después de la Primera Guerra Mundial.
También es un error mencionar a Marco Antonio y los cristianos en la época antonina (Marco Antonio el amante de Cleopatra murió décadas antes de Cristo), supongo que se refiere al emperador Marco Aurelio.
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