A finales de 2020, la fundación ICO inauguró una exposición en Madrid de fotografías de Danny Lyon que documentaban la destrucción del bajo Manhattan. Durante los años 60 se derribaron varias manzanas de pisos y comercios al sur de la isla para hacerle hueco a otro tipo de edificios, entre ellos el World Trade Center. Las imágenes de Lyon, hechas durante el proceso de demolición, reflejaban la soledad de unos escombros y unas construcciones que, aunque precarias, habían sido hogar de muchos, expulsados de una ciudad que ya no encontraba hueco para ellos.
Steven Spielberg se ampara en un contexto parecido para situar su nueva West Side Story en las calles de la colina de San Juan, un barrio ahora inexistente en el Upper West Side neoyorquino que fue aniquilado en los años 50 para construir el archiconocido Lincoln Center, un proyecto del urbanista Robert Moses quien, para justificar su decisión, definió la zona como uno de los peores tugurios de la ciudad. Lo que hace Spielberg es confrontar la versión que presenta el ayuntamiento de Nueva York con la realidad de esas calles habitadas por emigrantes y afroamericanos, con sueños y expectativas que tenían los días contados. Asaltar las aceras y las calzadas para narrar la película, una decisión tomada conscientemente por el director, que quería alejarse de los decorados originales, dota de alma a unos personajes y una historia con una problemática central que la profundidad histórica logra salvar.
Hay una razón clara por la que ni Romeo ni Julieta, ni Tony ni María, han cumplido todavía veinte años. El amor, a una determinada edad, es, como todo, cuestión de vida o muerte. Después ya se ama de otra manera, con más conocimiento de uno mismo. Por eso leer la tragedia de Verona a los quince años es una experiencia religiosa, mientras que hacerlo a los treinta provoca ganas de zarandear a los personajes a ver si despiertan. Y por eso el mayor riesgo de West Side Story es que depende de un milagro que el público tiene que comprar. En este mundo cínico y pragmático, no solemos creernos que alguien se enamore tanto de otra persona en un baile del barrio como para mandar su vida a tomar por saco en las siguientes veinticuatro horas. Pero si de repente María ya no es solo un nombre repetido en una canción, sino una mujer decidida, y Tony es un chaval en busca de una mejor versión de sí mismo, la cosa cambia. Si les conocemos a ambos, si podemos llegar a sentir a través de ellos lo que sentimos a los dieciocho años, la cosa cambia.
Porque hablemos del West Side Story de 1961. Lo sabido es que fue una conjunción de astros (Leonard Bernstein, Stephen Sondheim, Ernest Lehman, Robert Wise y Jerome Robbins), que es uno de los musicales más valorados de todos los tiempos, que tiene diez Premios Óscar y que muchas de sus escenas son iconos del séptimo arte. Dicho esto, es un filme con unos protagonistas muy endebles, un Tony insulso (Richard Beymer) y una María redomadamente cursi (Natalie Wood). Si la historia central, los personajes que tienen que sostener el drama, están hechos de blandiblub, el resto cojea. En su momento, lo mantuvieron en pie los astros anteriormente mencionados, además de Rita Moreno y George Chakiris interpretando a Anita y Bernardo, las grandes revelaciones del elenco.
El nuevo guion de Tony Kushner presenta a cada uno de los personajes (no solo define a Tony y María, ahora a cargo de Ansel Elgort y Rachel Zegler, sino que también profundiza en Bernardo y Anita, Riff y Graziella, Chino y Valentina), analiza los dramas reales de cada historia y le da un nuevo giro a la trama, enfrentando dos formas de ver la vida. No la de los Jets y la de los Sharks (que son tal para cual) sino la de los hombres y las mujeres de la historia.
Empecemos rescatando la historia. El personaje de Valentina, a cargo de la misma Rita Moreno que se apropió de la Anita de 1961, es mucho más que un homenaje. Valentina es un puente entre todos esos mundos divididos, la puertoriqueña que se casó con un gringo y quedó a cargo de la tienda de ultramarinos del barrio cuando su marido falleció. Es quien adopta al «polaco» de Tony cuando sale de la cárcel y quien acoge a los Jets, porque les conoce desde la infancia. Pero no es complaciente. Valentina ha visto mucho mundo desde su mostrador. Estará integrada entre los blancos del barrio, pero culturalmente es latina. Y, sobre todo, ejerce como la voz de la razón porque es mayor que todos ellos. Valentina somos nosotros, refleja la mirada externa de los espectadores mayores de veinte años que asisten, incrédulos, a las tonterías que cometen los menores de esa edad.
Igual que el amor loco —y algo tonto— es característico de la juventud, la manía de solucionar las cosas a golpes suele ser más frecuente en uno de los dos sexos. Mientras ellos se pasan el día peleándose para dominar esas calles a las que les queda poca vida, son ellas las que sujetan el barrio: Anita, que ahorra para montar su tienda, María, que quiere estudiar, y todas sus amigas, que limpian de noche para soñar de día. Spielberg elabora un retrato honesto con la realidad de todas esas mujeres que han cuidado del mundo mientras ellos la emprendían a puñetazos. Por eso «America», un número jubiloso, vibrante, mágico y que merece en sí mismo el precio de la entrada de cine, es también un número reivindicativo. Anita, interpretada por una estupenda Adriana DeBose, defiende la practicidad de sus elecciones mientras Bernardo, un digno David Álvarez (es muy difícil sustituir a Chakiris), reacio a enfrentarse al mundo en el que vive, idealiza el pasado.
La importancia de las mujeres, de su unión por encima de la división entre bandas, resulta especialmente llamativa en la que es probablemente la escena más violenta de la película (ya lo era en la original): el intento de violación de Anita. La actitud que tienen todas y cada una de las involucradas en ella, ausentes en la versión de 1961, y la decisión de retratarlas así es una declaración de intenciones por parte de los autores: sororidad por encima de leyendas urbanas y peleas de gatas.
Volvamos a la celebración, que aquí hay tragedia pero también música. Hay un momento específico en el número central de Cantando bajo la lluvia (en un segundo vuelvo a Nueva York) en el que Gene Kelly, que celebra sin reparos la alegría que supone estar enamorado, es incapaz de saltar tan alto como querría para expresar lo fuera de sí que se siente cuando piensa en Kathy. Así que acaba su número de claqué al mismo tiempo que la orquesta asciende en intensidad hasta que la cámara, que lleva todo el número tonteando con el actor, despega hacia el cielo mientras Kelly gira con su paraguas, haciéndose dueño absoluto de la calle, el baile y la música.
El West Side Story de Spielberg parece estar permanentemente en el estado de exultación que sobreviene a Kelly en ese preciso instante. Es un absurdo decir que Spielberg maneja la cámara cada vez con más pericia, porque hace décadas que es un maestro, pero es prodigioso ver lo que logra hacer aquí con un género en el que no se había zambullido completamente hasta ahora. Piensa cada encuadre, juega con cada movimiento, mide cada compás y, cuando Tony pasea por el barrio saltando y repitiendo el nombre de María, el resultado es un momento de puro esplendor emocional. «Mira», piensa una desde la butaca, «un chaval enamorado, qué contento va, normal que se mueva a brinquitos».
Son memorables las discusiones de María con su hermano Bernardo, o la elección de Rita Moreno para entonar «Somewhere». Es precioso el encuentro en la escalera de incendios clausurada entre los protagonistas y tenso el baile entre Tony y Riff (por cierto, este Riff de Mike Faist es una maravilla) al ritmo de «Cool». Pero lo que verdaderamente pone los pelos de punta es ese dueto entre Rachel Zegler y Ariana DeBose enfrentándose por cuál de las dos quiere más a su amor. Al final, West Side Story según Spielberg es, en el fondo, una historia en la que los señores juegan con navajas y las señoras acaban, como siempre, sufriendo por encima de sus posibilidades.
«Por eso leer la tragedia de Verona a los quince años es una experiencia religiosa, mientras que hacerlo a los treinta provoca ganas de zarandear a los personajes a ver si despiertan.»
Justo. A esa edad ya sólo ves a Mercucio y su conciencia de haber desperdiciado su vida… a sabiendas que por lo menos se lo ha pasado en grande mientras duró.
Por mucho que publicitéis el musical estadounidense, es un fiasco. Ya fue promocionadísimo el original, a cargo del sobredimensionado Leonard Bernstein, y a pesar de las críticas de las columnas de los periódicos, era una película aburrida, que en EEUU no iba a ver ni el tate. Las masas somos tan ignorantes… Al parecer no sabemos lo que nos gusta. Esta nueva versión es más de lo mismo. La taquilla con suerte recaudará lo que ha constado el remake de un bodrio cuya mayor virtud consiste en convertir los productos de la factoría marvel en buenos.
Sí, tío. La vida es una mierda.
No, en serio. No conozco la nueva versión pero el original era deslumbrante y Natalie Wood enamoró a toda una generación.
Y la música de Bernstein estaba sobredimensionada…..
Como moláis los que sabéis….
Pues nada. Resulta que es un bodrio infumable. Gracias por abrirme los ojos, oh sabio entre los sabios Espero con ansia tu próximo musical, que seguro nos resarcirá de tanta basura
Ambas están increíbles. Creí ver lo mismo pero con tecnología actual y para nada, es una propuesta muy distinta. También es interesante ver que se respetó el código corporal de las coreografías con respecto a la del 61, pero con nuevos manejos corporales y técnicas actuales de danza. Chakiris sigue siendo mi novio y me sigue gustando más América en la azotea. Pero este Hey officer Krupke ’21 está genial!
Creo que éste engendro y el de Matrix Resurrecciones, van a entrar en la competencia de las películas más innecesarias de la historia…y es triste…
Cine para monaguillos del Pensamiento Alicia.
Si son felices siendo veganos y comiendo cine-basura, allá ellos.
En USA, por lo menos, la financiación es privada;
en España estamos condenados a subvencionar cine (anti)español sectario que insulta a la mitad de España.
La original lo cierto es que a partir de cierto momento aburría un poco, eso es así, pero es que las que son sus virtudes son sobresalientes, icónicas a un primerísimo nivel de la historia del cine. De la nueva sospecho que a Spielberg le va a suceder lo mismo que con Tintin, que la gente la va a dar por sabida porque ya conocen ‘de qué va’ y aunque cubra costes no será el pelotazo al que se aspiraba…