Alcarria
No es solo porque hagan uno de los mejores corderos asados del planeta, porque los grillos suenen aquí en julio como una coral de Viena o porque los fines de semana tengan dos sábados.
No es solo porque aquí la siesta sea un escrache que le hacemos al ruido. Ni porque los botellones los hagan aquí las ranas con calimocho de manantial. Ni por esa luna que sale tras el pantano de Entrepeñas como una hostia y que ni imaginan.
Si nos compramos una casa en La Comarca de Camilo José Tolkien fue para pescar referencias como panes, verán. Dejar atrás las tierras oscuras del anillo de la M-30, ese Sauron de alquitrán. Hacer caminos nuevos. Despanzurrar terrones viejos. Viajar a solas hacia dentro.
Prueben si no.
Abres la obra montaraz de Cela y aceptas rendido esta religión de espliego y lavanda, de secano y encinar, de huertas y arroyo: una travesía que tiene que ver con la naturaleza y la literatura, con una vereda por escribir y con un sendero intonso.
Les conté El principito a los niños y nada. A una luz de la vela, descubrimos a Salgari y regular. Probamos con los clásicos de los Grimm y hubo momentos.
No había forma de meterles un libro en las cabezas. Así que lo hicimos al revés: nos zambullimos de lleno en uno.
Y ahí seguimos, en el margen de la página 17: «La Alcarria es un hermoso país al que a la gente no le da la gana de ir».
Bajo la parra tupida de la página 34: «Parece que no, pero, en el campo, sentados al borde de un camino, se ve más claro que en la ciudad eso de que, en el mundo, Dios ordena las cosas con bastante sentido».
De picnic entre las líneas de la página 60: «Una vegetación que casi no se ve, pero que marea respirarla».
Mojándonos los pies en el riachuelo de la página 72: «Un carro de mulas (la larga lanza sobre el suelo) se tuesta en medio de la plazuela. Unas gallinas pican en unos montones de estiércol. Sobre la fachada de una casa, unas camisas muy lavadas, unas camisas tiesas, rígidas, que parecen de cartón, brillan como la nieve».
Esto fue en 1946.
Todo ha cambiado mucho.
O nada.
Viraje a la Alcarria.
La Alcarria es un arcabuz cargado de olores y de colores, puro confeti de tomillo y espigón de piedra. Un buen mantel y un álbum de fotografías primo gemelo de la misma Toscana. La Alcarria es capital. La capital. O mejor, citando a Manu Leguineche, es «la capital mundial del silencio».
Shhhhhh.
Así que empezaremos este paseo sin levantar mucho la voz.
Hay en la comarca una plataforma de abejas cada vez más desahuciadas.
Hay espectros en ruinas como aquel monasterio cisterciense de Óvila que se llevó piedra a piedra a Estados Unidos (palabra) el magnate de la prensa William Randolph Hearst.
Hay mares en esta Castilla seca, y se llaman Entrepeñas, Bolarque o Buendía. Uno se ha mojado en todos y salió más vivo.
Hay un libro de historia abierto: Hemingway escribió en una crónica que «la batalla de Guadalajara fue la primera derrota del fascismo en Europa». Ahí tienen a las legiones italianas enfangadas en el invierno de Trijueque, cazadas como conejos.
Y finalmente hay hasta momentos de cine de ciencia ficción, muy a lo Blade Runner, con un dominguero haciendo las veces de preguntón Rick Deckard y un anciano con boina en el papel de replicante. «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Lucios de ocho kilos más allá de la recula de Las Anclas. He visto estrellas fugaces brillar en la oscuridad, cerca del pueblo de La Puerta. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de echarse la siesta».
Nuestro capítulo primero empezaría en el pueblecito de Alocén, un balcón de ensueño asomado al pantano donde cohabitan un hortelano ciego y una tabernera búlgara, una quietud de estampa en sepia y solo doce personas en invierno, las mejores vistas (de largo) de toda la Alcarria, ya verán.
Nuestro capítulo segundo nos llevaría hasta El Olivar, donde deberían probar las migas y las mollejas que hace Félix (pura seda) en el emparrado de la plaza. Y nos decantaríamos por un paseo en esa orografía que es la piel de sus calles sin prisa, ya verán.
Nuestro capítulo tercero nos sentaría bajo la olma de Pareja, la más vieja de España. Y nos bañaríamos con los críos en el azud que hay a un kilómetro de la villa creyendo estar en una cala de Menorca. O mejor, ustedes ya me entienden.
Nuestro capítulo cuarto nos acercaría a los blasones de Budia y a sus puertas maceradas en siglos. Y a aquel pueblo del arcipreste que fue Hita. Y al conjunto histórico-nacional de Brihuega y a su Prado de Santa María. Y al convento de Santo Domingo de Cifuentes, donde el agua es una carótida y un desfibrilador. Como en una máquina del tiempo que les llevaría hacia atrás. Ya verán.
Tendríamos celebración gastronómica en el quinto capítulo, con parada y fonda en Torija, donde visitaríamos el castillo habilitado como Museo del Viaje a la Alcarria, qué se pensaban. Y no querríamos salir del Asador Pocholo cuando probásemos el cabrito lechal y llorásemos de felicidad, abrazados todos en torno a la mesa haciendo pucheros, guardando un minuto de silencio por las personas vegetarianas.
En el capítulo sexto viajaríamos a Pastrana, donde verían a la tuerta de la princesa de Éboli asomada desde su balcón-celda a la plaza de la Hora. Y donde después de un recorrido medieval querrían tomar un vermú en Casa Seco, una modernidad de finales del XIX. Donde la tapa de arenque con guindilla es un monumento y un oráculo.
Y así hasta donde quisieran, poniendo el marcapáginas aquí o allá, porque retornarían a esta lectura y a esta geografía: la vega de Alique, donde uno puede coger un pimiento, a solas, y hablarle como Hamlet a una calavera; el senderismo por las Tetas de Viana; el Tajo y sus truchas, que parten a Trillo en dos; el cañón del Guadiela, que es una serpiente azul turquesa; la piñata que trae el otoño con sus setas; toda esta gente.
Viraje a la Alcarria.
(…)
No sé si todo esto lo dicen (o no lo dicen) las guías de viaje de esta comarca. Porque, si les soy franco, no he leído absolutamente ninguna.
Todo lo más, me he dejado llevar por mi amigo Raúl Conde (el que más sabe) y he vuelto a releer a Cela (el que mejor lo escribió). En mi patio alcarreño, pausadamente, con un orujo bien frío y una edición de viejo de Camilo José Tolkien que me ha dejado Pepe Aymá.
En fin, les podría decir que es ciertamente barato venir y quedarse. Que hay una buena oferta de alojamientos. Que existen rincones donde no se cruzará con nadie. Ni tan siquiera con usted.
Pero (seamos sinceros) tampoco les quiero ver mucho por aquí. Que luego me destrozan las amapolas que cada año siembro, como con pincel, a lo largo y ancho de estos 4245 kilómetros cuadrados.