Con la publicación en 1918 de Victorianos eminentes, Lytton Strachey no solo abandonó de manera vertiginosa el anonimato —«como Byron, se despertó famoso una mañana», afirma su biógrafo Michael Holroyd— sino que revolucionó para siempre el arte de la biografía, género en boga en Inglaterra al menos desde el siglo XVIII. Podemos decir que este libro inauguró un nuevo subgénero de límites imprecisos, quizá codificable bajo el epígrafe «retrato literario», cuya influencia posterior en la crónica periodística se haría evidente.
La brevedad y concisión eran los rasgos estilísticos más acusados de Strachey, que propugnaba un retorno a las raíces latinas en su preferencia «por lo fugaz, por la perfección formal y por lo que no sea excesivamente bueno». Sacrificaba sin reparos el rigor analítico en aras de una verdad más humana, literaria y escéptica; como dice en el prólogo, «la ignorancia es el primer requisito del historiador: ignorancia que simplifica y aclara, que selecciona y omite, con perfección serena». En este caso, además, la caracterización de los personajes le servía para ilustrar cabalmente una sociedad y una época atravesadas por la hipocresía. En ningún momento oculta su objetivo: «He intentado, mediante la biografía, presentar ante los ojos del lector moderno algunas imágenes de la era victoriana».
Aristócrata, historiador y crítico, Strachey se propuso captar en Victorianos eminentes la esencia de una época a través de los retratos cáusticos de cuatro célebres personajes, considerados por sus contemporáneos modelos intachables de virtud, rectitud, servicio público y heroísmo: el cardenal Manning, prelado católico inglés; la enfermera Florence Nightingale, fundadora de la Cruz Roja; el pedagogo Thomas Arnold, director de la escuela de rugby, y el general Gordon, enérgico militar que pereció en el famoso asedio de Jartum. Siguiendo el hilo biográfico de estos cuatro paladines de la época, asistimos a una sátira feroz e hilarante de la moral hipócrita y las conductas intolerantes de la sociedad victoriana. Bertrand Russell, que leyó el libro en la cárcel (donde estaba confinado a causa de sus ideas pacifistas), recordaría en sus memorias: «Me hizo reír tan alto que un oficial de prisiones se asomó a mi celda para decirme que recordase que la cárcel era un lugar de castigo».
El nuevo género se decantaba por el tratamiento anecdótico, desmitificador e irónico de la historia, que en manos de un escritor tan mordaz experimentaba una decisiva torsión literaria, que no solo no desdeñaba la subjetividad sino que la alentaba (Strachey solía intercalar comentarios, bromas o juicios personales, pese a citar como autoridad las palabras de un inexistente maestro francés: «Je n’impose rien; je ne propose rien: j’expose»). Frente al enciclopedismo soporífero y la acumulación erudita de nombres y fechas, que en el fondo no aportan gran cosa, esta forma de retrato literario indagaba en la psicología individual, seleccionando aquellos datos y acontecimientos que pudieran ser más reveladores de la vida y carácter del personaje, que de esta manera adquiría sentido y se presentaba con viveza ante el lector, dando la impresión de una personalidad completa, viva, de carne y hueso.
Artista diletante y miembro fundador del grupo de Bloomsbury, el propio Strachey sería convertido en personaje literario —ironía o consecuencia lógica del destino— en la novela Maurice de su amigo E. M. Forster, donde aparece bajo el nombre de Risley, así como en The voyage out de Virginia Woolf, donde encarna la figura de St. John Hirst. En la película Carrington (1995), protagonizada por Emma Thompson y Jonathan Pryce, que hace un recorrido por su confusa relación amorosa con la pintora Dora Carrington, se percibe con claridad el carácter excéntrico, ingenioso, refinado, viperino e irreverente del personaje.
Cuatro años antes de publicar el libro, Strachey ya formulaba su planteamiento básico en una carta dirigida a Virginia Woolf:
¿Es el prejuicio, crees tú, el que nos lleva a odiar a los victorianos, o es la verosimilitud del caso? A mí me parecen una banda de torpes vociferadores hipócritas; pero tal vez de verdad exista en ellos un encanto barroco que será descubierto por nuestros tataranietos, tal como nosotros hemos descubierto el encanto de Donne, quien le resultaba intolerable al siglo XVIII. […] La literatura del futuro, lo veo claramente, será alucinante. Al menos dirá la verdad, y será indecente, y cautivante, y romántica, e incluso (luego de cerca de un siglo) estará bien escrita.
Pero ¿en qué consiste la tan traída y llevada era victoriana? ¿Cuáles son los rasgos más sobresalientes de esa sociedad que ha aparecido representada tantas veces en la literatura, el teatro o el cine? Como sería imposible abordar aquí un tema tan amplio (recordemos que la reina Victoria se mantuvo en el trono durante más de seis décadas: 1837-1901), trataremos de ilustrarlo —siguiendo los preceptos de Strachey— con una sola imagen, un objeto simbólico de la época: el Crystal Palace.
El 1 de mayo de 1851 los reyes Victoria y Alberto inauguraron la Gran Exposición de Londres, primera exposición universal de la historia. El constructor de invernaderos Joseph Paxton había diseñado para la ocasión un enorme Palacio de Cristal que, situado en pleno Hyde Park, se convertiría en el símbolo del progreso técnico y científico, el desarrollo industrial y la prosperidad económica que caracterizaban a la época victoriana. El diseño de Paxton había sido elegido entre más de doscientos competidores porque era la propuesta más barata y rápida de ejecutar, la única con materiales cien por cien prefabricados. Una estructura de hierro y vidrio con quinientos ochenta metros de largo por ciento treinta y siete de ancho y treinta y cuatro de altura.
En su obra Esferas, el filósofo Peter Sloterdijk considera el Crystal Palace la encarnación más significativa del capitalismo liberal, fruto de esa voluntad de excluir el mundo exterior y de retirarse en un interior absoluto, confortable, decorado, suficientemente grande como para que no nos sintamos encerrados. Para él el Palacio de Cristal no es sino una gigantesca fantasmagoría producida por la economía de consumo, donde se unen la industria y la magia. La gente, al entrar en el edificio, notaba una variación en el ambiente, en la atmósfera, en el mismo aire que respiraba. Como rezaba el catálogo de la exposición: «Es el único edificio del mundo en el que la atmósfera es perceptible (…) a un espectador situado en el extremo oriental u occidental de la galería, que mira directamente al frente, las partes más lejanas del edificio se le aparecen envueltas en un halo azulado».
Al margen del sesgo ideológico que le otorga Sloterdijk, los cristales parecen dejar ver el interior desde fuera y el exterior desde dentro. De hecho, el vidrio es lo que actúa como legitimador de la claridad y la limpieza, pues permite que traspase enteramente la luz del sol, dando una impresión solemne de luminosidad. Pero lo que nos viene a decir Lytton Strachey es que cuando uno rasca en la superficie, o se cansa de tanta grandiosidad pomposa (con su fachada normativa, social, de falsa moralina, forjada entonces al unísono por las instituciones educativas, la jerarquía eclesiástica y los medios de comunicación) y decide romper los cristales —a pedradas satíricas— para acceder a la verdadera intimidad de las cosas, lo que descubre es que todo es una gran mentira. Y pone al descubierto su auténtica médula corrupta, podrida, descompuesta.
Que los grandes héroes de la virtud no eran sino unos pobres neuróticos.
Que la reina no era Victoria, sino la hipocresía.
Interesante texto, muy grato de leer. Recientemente he estado leyendo sobre George Mallory y me he estado enterando de la vida sexual del grupo de Bloomsbury, sobre todo su relación con Lytton…
Al final del tercer párrafo, falta el nombre del personaje “que leyó el libro en la cárcel”…me imagino que un copy and paste olvidado entre el punto y la coma…
Supongo que el «fantasma de las carcajadas» sería Bertrand Russell. Filósofo, matemático eminente y premio Nobel de literatura, que fue encarcelado a finales de la 1ª guerra mundial, por sus ideas pacifistas.
Pues gracias Nacho por el dato, si Bertrand rió a carcajadas leyéndolo, hay que leerlo…y bueno, hasta el momento el final del tercer párrafo sigue sin ser corregido…en Jot down pasan cosas extrañas últimamente, seguro (y puedo apostar por ello) que se debe a los tres textos consecutivos sobre Shyamalan…el karma no falla siempre se devuelve, dicen los teóricos de los antiguos extraterrestres.
Esa enorme carcajada que producía leer el libro de Lytton “Victorianos Eminentes”, nos produce leer ahora libros sobre el grupo de Bloomsbury, sobre todo cuando se entera uno que George Mallory lo llamó cariñosamente en una de sus cartas “eres una vieja malvada sodomita”…ese tipo con ese barba y ese porte tan masculinamente victoriano…
Muy al estilo de Strachey, yo siempre recomiendo un libro como «Un ciervo en la carretera», finalista del Premio Setenil a mejor libro de relatos publicado en España, con una prosa deliciosa.
https://libros.com/comprar/un-ciervo-en-la-carretera/