De Puente Genil a Lucena,
de Loja a Benamejí,
las mocitas de Sierra Morena
se mueren de pena
llorando por ti.
Donde la Mancha pierde su nombre se yergue una sierra que ha sido escenario de mil fábulas. Una extensión infinita de suaves colinas y abruptos riscos, permanente tierra de paso de pueblos que escapaban de las tierras altas de la meseta con la promesa de un Mediterráneo acogedor. Morada y refugio de bandoleros de leyenda, Sierra Morena ha sido siempre un territorio a caballo entre la realidad y el mito. Una tierra remota que ha sido escondrijo de personajes al filo de la leyenda, fugitivos de una justicia real o imaginaria que encontraron refugio en sus haciendas y cortijos abrasados por el sol andaluz. Una transición entre el secano y el olivar en forma de suave cordillera, regada en su inicio por un joven Guadalquivir que se encamina perezoso hacia un Atlántico aún distante. Un territorio sin dueño, reclamado y recorrido mil veces por héroes y bandidos que vieron en sus montes y olivares el escenario perfecto para llevar una vida montaraz al margen de la ley. Entre sus bosques, recorriendo los mismos senderos que llevaron a don Quijote a su retiro penitente y pasando noches al raso bajo las mismas estrellas que hace siglos vieron los victoriosos cruzados de las Navas, bandidos de toda condición se disputaron durante décadas el trono de una Sierra Morena indómita de la que eran los únicos dueños.
Hoy en día, los relatos de estos bandoleros se pierden en la leyenda, retales brumosos de otras épocas que han sobrevivido en la tradición oral: figuras como el Tragabuches, Pasos Largos y Diego Corrientes pertenecen al imaginario colectivo de las gentes que habitan algunas de las zonas rurales andaluzas que hace siglos vieron nacer a estos forajidos míticos.
Y sin embargo, existieron.
El germen andaluz de este fenómeno nacional —presente en España también en otras zonas, como el País Vasco, Madrid y Cataluña— lo encontramos en la guerra de la Independencia, cuando la guerra de guerrillas se imponía como único medio de retrasar el avance francés hacia el sur. Así, en esos años en que la figura del rey y su autoridad eran apenas un ideal abstracto por el que luchar para defender la patria invadida, un buen número de campesinos de estas tierras se agruparon en cuadrillas con el fin de mejor hostigar al ejército francés que las ocupaba. El objetivo de estas partidas de voluntarios era la retaguardia de un ejército francés que se encaminaba inexorable hacia Cádiz, minando sus líneas de abastecimiento e interceptando los correos entre la retaguardia y el frente. Al igual que hicieran otros líderes guerrilleros en latitudes más septentrionales, como el Empecinado, algunas de estas figuras fueron poco a poco cobrando importancia en la estructura de las tropas que luchaban contra el reinado de José I, siendo promocionadas en el seno del ejército realista. Acabada la guerra, sin embargo, algunos de los guerrilleros que no fueron asimilados se negaron a reintegrarse en la vida civil, y se dedicaron al pillaje y saqueo de cuantas diligencias pasaban por las tierras de su control.
Así, en los años posteriores a la guerra, cuadrillas de bandoleros ponían en jaque a unas autoridades civiles que no sabían cómo detenerlos, armando grupos de voluntarios, primero, y soldadesca, después, para perseguirlos. El inicio de la reacción oficial fue un bando de 1817 en el que se dictaba sentencia contra estos salteadores y se creaba un cuerpo de voluntarios, llamados migueletes, para intentar atraparlos.
Unos forajidos de naturaleza indómita que se movían sin descanso por un territorio extenso que abarcaba principalmente las zonas montañosas del sur andaluz comprendidas entre la cuenca del río Genil y el curso alto del Guadalquivir: kilómetros de monte bajo, bosque y olivar controlados de facto por estas bandas de veteranos excombatientes.
En esa coyuntura de miseria posbélica, la mayoría de las poblaciones deprimidas de Sevilla y Córdoba competían por alumbrar a los bandidos más carismáticos, aquellos que sabían ganarse la admiración de un pueblo llano que veía en ellos a sus paladines contra una autoridad —el rey, los terratenientes, la nobleza— que lo asfixiaba. Así, a la manera de un mítico Robin Hood, algunos de ellos repartían el botín entre sus paisanos, asegurándose tanto su admiración como, más importante, su silencio, en un proceso que empezó pronto a forjar la imagen romántica de estos forajidos que ha perdurado en el imaginario colectivo.
La ruta andaluza de este fenómeno olvidado comienza en Écija, cuya banda de los Siete Niños tuvo en jaque a las autoridades civiles de la posguerra durante casi un lustro. Integrada por jóvenes imberbes que lo mismo robaban mulas que asesinaban peones, por ella pasaron algunas de las figuras más notables del noble arte de asaltar diligencias, entre ellas un Tragabuches —José Ulloa, se llamaba el angelito— que huía de la justicia empezó a raíz del sonado asesinato de su amante: la clásica historia desgarrada de celos y traición que encontramos en la génesis delictiva de la mayoría de los bandoleros. Cantaor de etnia gitana, tuvo tiempo de componer una copla a modo de catarsis personal «Una mujer fue la causa / de mi perdición primera. / No hay ningún mal de los hombres / que de mujeres no venga», antes de que su rastro se perdiese con la captura de los Siete Niños. Antes de la disolución de la banda debida a la captura de la mayor parte de los cabecillas, tuvo tiempo de foguearse en ella la más grande figura de cuantas hollaron Sierra Morena: José María Hinojosa, el Tempranillo, célebre bandido que a los quince años de edad ya era un forajido y que a los veintiocho, a su muerte, una leyenda.
Hijo analfabeto de una nación devastada, nació en 1805 en Jauja, una pedanía de la cordobesa Lucena de la que dejó escrito Lope de Rueda que «era empedrada de piñones y por ella corrían ríos de leche y miel», alimentos, todos ellos, escasos en los primeros años de vida del joven José María, que de tanto que pasó su infancia hurtando comida a los franceses para poder sobrevivir cuando llegó a la adolescencia no hubo quien lo enderezara: no había cumplido la quincena y ya era prófugo de la justicia, y vagaba por los montes en penitencia por su primer delito de sangre. A navajazos y por causa de una mujer comenta la tradición oral que empezó la carrera delictiva del Tempranillo, que ya en 1820 tuvo que abandonar la ribera del río Genil y unirse a lo que quedaba de los Siete Niños de Écija, para formar poco después su propia cuadrilla con la que impuso su ley en Andalucía en la década siguiente.
Además de ser uno de los bandoleros que más cultivó la colaboración del pueblo llano, la popularidad y el alcance de la figura del Tempranillo se cimentaron en su compromiso con los valores liberales y antimonárquicos —se dice que llegó a reunirse con Torrijos para contribuir a su fracasado golpe contra Fernando VII— y que, al contrario de cómo hicieron otros bandidos, préteritos y contemporáneos, evitaba el conflicto armado y el derramamiento inútil de sangre. Así, en vez de disputarse el territorio con los bandoleros rivales, los incorporaba a su banda. En lugar de asaltar a sangre y fuego los correos que bajaban por Sierra Morena, los desvalijaba sin violencia, haciendo gala de una autoridad —y de un poderío, pues su banda llegó a sumar más de cincuenta personas— que pocos osaban desafiar. Urdió una extensa red de colaboradores, desde simples peones a funcionarios de la magistratura, que le dotaba de información privilegiada sobre el itinerario de correos, cortejos o diligencias que fueran camino de Sevilla, permitiendo así cobrar a sus objetivos una cantidad fija a cambio de seguridad, en una reversión moderna del diezmo que durante siglos los campesinos habían tenido que pagar a los estamentos privilegiados.
Paulatinamente, el fenómeno del bandolerismo empezó a trascender la mera acción delictiva, y pasó a formar parte de la cultura popular de estas zonas deprimidas: se componían coplas, se ensalzaban gestas y se creaban mitos en una corriente romántica que transcendió el ámbito nacional. El autor francés Prosper de Merimée, que ya en su Carmen trató extensamente el tema de los bandoleros andaluces, dejó escrito en la Revue de Paris que «José María era un modelo de caballerosidad», un ejemplo de cuán romántica era la aproximación de muchos intelectuales europeos para con este fenómeno meridional. «Una mano tan bonita no necesita adornos», cuentan que susurraba el Tempranillo al robar las joyas de las damas que ocupaban las diligencias a las que daba el alto.
Merimée le dedicó un artículo y John Frederick Lewis el único retrato que se conserva: el pintor orientalista inglés se desplazó hasta Andalucía para retratarlo, elaborando una representación estilizada que ponía por fin imagen al esquivo bandolero. Un paisano recio, de corta estatura, de acerados ojos grises que mira desafiante desde la grupa del caballo bayo con el que se dice que patrullaba incansable montes y veredas.
Si Sierra Morena era su reino, la Sierra de la Camorra era su feudo: allí, a la vera del río Genil, se encuentran las poblaciones que fueron testigo directo de algunos de los acontecimientos más importantes de cuantos jalonaron la vida de su heroico paisano. «Si en España mandaba el rey, en Sierra Morena mandaba el Tempranillo», dejó escrito Merimée a propósito del más universal de los bandoleros que controlaron Sierra Morena. Un bandolero con hechuras de héroe que todavía pervive en las historias de sus paisanos. Además de la Jauja y Lucena, poblaciones como Corcoya y Badolatosa albergan todavía pedazos de esa memoria popular en forma de iglesias, cortijos o conventos en los que la estela del Tempranillo dejó su impronta hace ya casi dos siglos.
El más importante de estos acontecimientos fue el indulto con el que Fernando VII compró la lealtad del más peligroso de los bandoleros: corría el año 1832, el monarca estaba enfermo y se imponía encontrar una solución al problema de inseguridad que sufría la región. Un decreto de indulto polémico que no solo exoneraba a toda la enorme banda de José María de todos sus delitos sino que los convertía en funcionarios reales, pasando a formar parte del recién creado Escuadrón de Protección y de Seguridad de Andalucía, un cuerpo policial que con el Tempranillo a la cabeza se encargaría a partir de entonces de mantener el orden en la misma región que hasta entonces habían controlado como forajidos, dando caza a las demás bandas de delincuentes que todavía operaban entre Grazalema y Despeñaperros.
Alameda es el último lugar de reposo de este bandido que murió sirviendo a la monarquía a la que hasta hacía poco había desafiado. No se sabe a ciencia cierta si fue en Despeñaperros, a escasa distancia de donde se batieron siglos antes moros y cristianos en la batalla de las Navas de Tolosa, o en el cortijo de Buena Vista, a un kilómetro escaso de la malagueña Alameda, donde un antiguo compañero de correrías, el Barberillo, hirió de muerte al último de los bandoleros míticos de esas tierras.
Dos días más tarde, el 23 de septiembre de 1833, moría José María Hinojosa y se ponía fin a la época romántica del bandolerismo andaluz. Aquel que había sabido convertir un fenómeno delictivo local en el referente cultural de un pueblo oprimido expiraba en el mismo lugar en el que se ofició un sentido funeral que se dice que congregó a gente de toda la provincia, y en el que aún hoy reposan sus restos: el anexo a la sacristía de la iglesia de la Inmaculada Concepción, en Alameda.
Poco después del sellado de su tumba, alguien se encargó de rotular en su memoria sobre su lápida «aquí yace el rey de Sierra Morena».
Fernando VII, el odiado rey al que le había disputado su reino durante una década, moriría apenas seis días más tarde.
Qué maravilla, quinientos migueletes y no lo pillan.
Lo buscan por Lucena y está en Sevilla!
¡Quién lo diría que un Rey manda en España!
¡Quién lo diría, cuando en la Sierra manda José María!
Creo que donde dice 1917 debería decir 1817.
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