El Gobierno de Tailandia se enfadó conmigo hace unos de años por un artículo que escribí sobre los burdeles de Bangkok, convocándome a una reunión en la que fui llamado al orden. Funcionarios sentados al otro lado de una mesa del tamaño de media pista de tenis insistían en que la ciudad tiene mucho más que ofrecer que puticlubs donde las meretrices se ofrecen vestidas de azafatas de Singapore Airlines, trapecistas gais hacen malabarismos sexuales y ladyboys beben tequila sobre el regazo de turistas japoneses. Alegar que en los ocho años que llevaba viviendo en la ciudad solo había escrito un par de veces sobre prostitución no sirvió de mucho. Mis interlocutores insistían en que mi reportaje provocaría un efecto llamada en los turistas sexuales y depravados del mundo, que al parecer necesitaban de mis revelaciones para enterarse de que en Bangkok se puede pagar por sexo. Casi puedo imaginar su cara de sorpresa.
La reprimenda me sorprendió porque el papel de dama ofendida no iba con un lugar que no solo ha sido consciente de su mala reputación, sino que ha hecho todo lo posible por fomentarla. Las autoridades tailandesas descubrieron los beneficios económicos del comercio sexual en los años 70, cuando se creó el primer distrito rojo del país en la ciudad costera de Pattaya, ofreciendo un oasis de vicio a los soldados americanos que llegaban de Vietnam. El Ministerio de Turismo envió años después una nota a los gobiernos provinciales pidiendo que promocionaran la apertura de «zonas de entretenimiento», el eufemismo con el que los asiáticos describen sus barrios eróticos. En la ofensiva para convertir Tailandia en una potencia turística, alguien había llegado a la conclusión de que no bastaban playas con mar azul turquesa, centenarios templos budistas o la legendaria amabilidad local. «Perder la reputación ahora para recuperarla más adelante», es como se definió la política destinada a que los visitantes se marcharan con una sonrisa. La reacción por mi artículo me hizo pensar que «más adelante» había llegado y las autoridades habían iniciado el lavado de imagen.
Uno solo podía desearles suerte: la iban a necesitar.
Tailandia se ha ganado el título de capital libertina del mundo a pulso, desde que los primeros viajeros que llegaron al reino de Siam se sorprendieron de que los anfitriones ofrecieran una noche con una hija como regalo de bienvenida. Sin los corsés puritanos del cristianismo o el islam, con su incapacidad para juzgar cómo gestiona cada uno las cargas de la naturaleza, el país ha creado su propia marca como el destino donde se puede dar rienda suelta a las fantasías. Y a los tailandeses no les ha importado jugar ese papel, en parte porque son incapaces de tomarse el sexo en serio.
Después de todo, este es el país donde las mujeres se declaran las más infieles del mundo; donde se le ha puesto un nombre (gig) a la pareja de la que solo se esperan contrapartidas sexuales; y donde Chuwit Kamolvisit, conocido como el Rey de las Saunas y antiguo dueño de la mayor red de burdeles de Bangkok, se sienta en el Parlamento nacional. El tipo llegó a tener a veinte mil prostitutas a sueldo en sus locales, pero lo que en otro lado le habría llevado a la cárcel en Tailandia le sirvió para hacer carrera política. En vísperas de una de las votaciones se dejó fotografiar en un jacuzzi con seis de sus chicas, respondiendo a la prensa en mitad de una nube de espuma y alardeando de ser un creador de empleo: «Ellas quieren mantener a sus familias del norte y yo les doy esa oportunidad».
Los burdeles temáticos como los que hicieron millonario a Chuwit, con locales que lo mismo se hacen pasar por enfermerías, institutos escolares o cabarets de los años 20, son solo una pequeña parte de la oferta de Bangkok. La ciudad tiene tantas casas de masaje como bares Madrid, la mayoría ambiguamente presentados con carteles que anuncian fines terapéuticos y casi siempre ofrecen la alternativa del «final feliz». No es que los dueños quieran ocultar lo que sucede tras las cortinas, sino que para el tailandés el masaje puede terminar en un trabajo manual y seguir siendo «tradicional».
Tailandia siempre ha exhibido sus burdeles sin complejos. Están a pie de calle, anunciados con llamativas luces de neón. Los taxistas los publicitan y las guías turísticas los recomiendan. Tanta transparencia ha contribuido a esa mala reputación de la que hablábamos, porque el viajero regresa a su país con historias increíbles del tráfico sexual del que ha sido testigo, sin llegar a preguntarse si lo que sucede en Patpong es realmente peor que los clubs de carretera de España. Si lo hiciera, llegaría a la conclusión de que no.
En un mundo ideal, que no parece haber existido, nadie ofrecería sexo a cambio de favores, trabajo, fama, prebendas o dinero. En el que tenemos, uno prefiere mil veces un burdel tailandés a cualquiera de los clubes de España donde las inmigrantes son chantajeadas y obligadas a acostarse con unas decenas de clientes para pagar ese precio inalcanzable del billete de avión que las trajo. Limpiados de la prostitución infantil de los años 80, los locales tailandeses se han convertido en parte de la ruta turística porque carecen del ambiente marginal de lugares similares en Occidente. Las prostitutas tailandesas rara vez son retenidas contra su voluntad. No pertenecen al chulo o al local. El cliente paga lo que se conoce como «una multa» al bar donde trabaja y ella negocia su precio. El dinero es solo suyo y, si no quiere volver nunca —las más afortunadas consiguen enamorar a algún cliente—, no tiene que hacerlo.
Las organizaciones feministas locales hace tiempo que abandonaron la idea de rescatar a las prostitutas. Les ofrecen desde clases de baile para atraer más clientes a cursos de inglés y comercio, por si quieren intentar cambiar de vida. Primero porque se niegan a ser rescatadas, al menos sin una alternativa laboral, y segundo porque tendrían que hacer lo mismo con un buen puñado de hombres. Un estudio de la Universidad de Chulalongkorn asegura que hay treinta mil de ellos trabajando como gigolós en Tailandia, con africanos y jamaicanos cobrando los mejores sueldos por razones que se suponen obvias. En el parque temático del sexo, hay de todo. Para todos.
Salí de la reunión con los funcionarios del Gobierno y enseguida me vinieron a la cabeza todas las cosas que debía haber dicho y que se le ocurren a uno a destiempo. Que había visto burdeles incluso en el Kabul de los islamistas y que no había sociedades más puras que otras. Que nadie podía darle lecciones a Tailandia, que con su decisión de no esconder su lado oscuro mostraba menos hipocresía y más transparencia que muchos de los que la criticaban. Y que era en los lugares que pretendían no tener prostitución, allí donde se la empujaba a la clandestinidad, donde se producían los mayores abusos. Estaba lo de la reputación, es cierto, pero siempre podría recuperarse «más adelante» o aprender a vivir con ella.
Magnífico artículo.
«Magnífico» menos por las chorradas que ha dicho de España, generalizando, confundiendo interesadamente trata con prostitución, apelando al victimismo para la profesión pero solo en el caso de su propio país… en fin, lo de siempre.
Oyendo hablar un hombre, fácil es
saber donde vio la luz del sol.
Si alaba Inglaterra, será inglés
Si os habla mal de Prusia, es un francés
y si habla mal de España… es español.
Uno de los artículos más lúcidos que he leído últimamente. A los ofendiditos chovinistas ni caso.