Este texto ha sido el finalista del concurso DIPC–LSC-Laboratorium en la modalidad de ensayo de divulgación científica de Ciencia Jot Down 2021. Puedes leer aquí el ensayo ganador y aquí el relato de la modalidad de narrativa.
El gran éxito de Zinedine Zidane como entrenador del Real Madrid (tres Champions League consecutivas, lo nunca visto) se explicaba apelando a dos factores: la suerte y la sinergia. Gestionar un grupo lleno de egos, como el vestuario de un Real Madrid en el que jugaba Cristiano Ronaldo y lograr que todos tiraran en la misma dirección en todo momento, o al menos cuando tocaba eliminatoria de la antigua Copa de Europa, debía tener un secreto, y Zidane parecía conocerlo. Para la mayoría de la prensa Zidane era, más que un buen entrenador, algo que muchos nunca llegaron a creer, un buen gestor de grupos y un tipo con (sic) una enorme flor en el culo.
La sinergia, en los grupos humanos, puede ser espontánea o estar dirigida. Este término, de origen biológico y que hace referencia a la acción conjunta de varios órganos para la realización de una función, ya plantea desde su origen la distinción entre lo espontáneo y lo dirigido. Al analizarlo en la vida y en los organismos se puede preferir creer que hay un gran arquitecto que lo diseñó todo y lo puso a funcionar de manera coordinada, o escoger la explicación de que fue el azar evolutivo el que llevó hasta esa combinación de esfuerzos y resultados. ¿Cuestión de gustos? Y de fe.
La motivación para el trabajo en equipo, para querer obtener de él el resultado más brillante entre los posibles, puede basarse en muchos aspectos. Desde el instinto de supervivencia, en formas más o menos refinadas, hasta la búsqueda de recompensas, sean estas principalmente económicas o basadas en el prestigio y el reconocimiento. Habitualmente, salvo en los casos en los que hay que colaborar para salvar la vida, el interés por formar parte de un equipo vendrá determinado por las condiciones económicas y la búsqueda del reconocimiento profesional, en una proporción variable.
En el caso de los deportistas profesionales, los intérpretes de Hollywood o los corredores de bolsa, asumimos que la parte mayoritaria de su motivación está en la recompensa económica que obtendrán por incorporarse a ciertos proyectos. Habrá prestigio en forma de trofeos o premios de interpretación, quizá, pero en general no son su principal motivación. Es más, siendo retorcidos podemos llegar a pensar que un actor puede aceptar unirse al reparto de una película modesta y artística, dirigida por alguien de prestigio, ganador habitual de premios, cobrando menos de lo que normalmente cobra por cualquier película, con la idea de conseguir que aumente su prestigio profesional (lograr una candidatura a un premio importante, por ejemplo) y desde ahí renegociar al alza sus siguientes películas. Durante décadas cualquier jugador rebotado de la NBA ha empleado esa estrategia en Europa. Y han acabado apareciendo por plantillas de la ACB con el mayor sueldo del equipo y un prestigio quizá inmerecido después de tres o cuatro años calentando el banquillo en Estados Unidos.
En el caso de los científicos asumimos que aunque un premio como el Nobel esté (y lo está) muy bien remunerado, la principal motivación de alguien que aspira a un Nobel de Física, Química o Medicina y Fisiología está en la gloria que ese galardón otorga, y el hecho de que ligará su nombre a la historia. Quizá no valoramos correctamente las motivaciones de los actores y los futbolistas profesionales. Quizá nos equivocamos con los científicos.
Hace un par de años di un curso de Didáctica de las Ciencias Experimentales a graduados en Magisterio. En la primera sesión les hablaba de las sinergias en la investigación científica. Y antes de hacerlo les enseñé fotografías de científicos, las típicas fotos de los típicos científicos, y entre alguna broma estaban de acuerdo en que seguían identificando a los científicos con estereotipos como el doctor Emmet Brown (Doc para Martin McFly) de Regreso al futuro.
Analizando las fotografías que les enseñaba, de hecho, solo identificaban un error cuando les preguntaba, insistentemente, si consideraban que la ciencia hoy en día la llevaban a cabo personas como esas. Parte del alumnado señalaba que ahora era más frecuente que hubiera mujeres científicas. Y que los científicos eran gente más joven y más accesible de la que esas prototípicas imágenes mostraban. Nadie me decía que todas las fotografías que les había mostrado, de científicos famosos, de actores caracterizados de científicos para famosas películas, de modelos fotográficos con bata blanca y cogiendo con manos inseguras un par de probetas, mostraban a individuos que trabajaban solos con sus reacciones y sus números. Y que la ciencia, desde hace décadas, solo muy excepcionalmente la llevan a cabo personas que trabajan solas.
Igual que ni Lionel Messi ni Michael Jordan hubieran sido capaces de ganar todo lo que han ganado sin sus equipos, para hacer ciencia se necesitan equipos de trabajo, sinergias, liderazgo y compañerismo. El último Premio Nobel de Física que se entregó a una única persona fue el de 1992 (al físico francés Georges Charpak), hace casi treinta años. Incluso el bosón de Higgs, quizá el último gran hito de la física que ha cruzado a la cultura popular (cuenta hasta con una canción de Nick Cave) no era únicamente hijo de Peter Higgs, sino de al menos tres investigadores (el Nobel solo lo compartieron Higgs y Englebert porque Brout había fallecido un par de años antes). Hasta 1950 eran excepcionales los premios compartidos en esta disciplina. Pero la ciencia cambió mucho a mediados del siglo XX. Y desde entonces cualquier centro de investigación puntero sabe de sobra que para investigar en ciencia hace falta mucho dinero y un verdadero dream team de científicos.
Cualquier aficionado al baloncesto, por poco aficionado que sea, sabe que el Dream Team, el único, fue el formado por Christian Laettner, David Robinson, Patrick Ewing, Larry Bird, Scottie Pippen, Michael Jordan, Clyde Drexler, Karl Malone, John Stockton, Chris Mullin, Charles Barkley y Magic Johnson. Allí se juntaron las dos grandes estrellas del showtime de los ochenta, Larry Bird y Magic Johnson, con el que ya era el dominador de los noventa, Michael Jordan, y muchos nombres indiscutibles de la NBA de aquellas dos décadas. Hubo otros nombres más discutibles, como el de Laettner, el único universitario del conjunto, o Mullin y Drexler, que nunca alcanzaron la continuidad y méritos de Reggie Miller e Isaiah Thomas, los dos grandes ausentes de aquel conjunto. La razón para su ausencia, al menos en el caso de Thomas ya reconocida por todas las partes, fue la decisión de Michael Jordan, líder y jefe único de aquel equipo, quien vetó al base de los Detroit Pistons, equipo que había eliminado dos veces a sus Chicago Bulls a finales de la década de los ochenta, cuando Jordan ya se veía campeón. El coordinador de un equipo de trabajo lleno de talentos y egos debe intentar suavizar los tics autoritarios entre su tropa, dice cualquier libro de psicología militar o empresarial, pero el entrenador de aquel Dream Team, Chuck Daly, no quiso buscarse problemas. Era, de hecho, el entrenador de aquellos mismos Detroit Pistons, aunque ya se sabía, en el verano de 1992, que iba a cambiar de equipo, y quizá eso hizo que Jordan sí lo admitiera a él en su equipo.
El deporte de selecciones se había adelantado a la ciencia de vanguardia con la posibilidad de elegir a los mejores de este equipo y de aquel otro y construir con ellos un funcional monstruo de Frankenstein capaz de ganar torneos y, por el mismo precio, adelantar a su país en cualquiera de las guerras (culturales, frías, variadas) en las que eso contaba. El baloncesto, en su variante olímpica, no permitió hasta 1992 que los profesionales de la NBA participaran en sus juegos, lo que era como hacer que los americanos jugaran con una mano atada a la espalda y sin dos dedos en la otra. Después de algunas humillaciones ante soviéticos y yugoslavos en la década previa, decidieron ir con todo. La sinergia surgió de manera espontánea: todos los profesionales del baloncesto querían estar en ese equipo, y también de manera interesada, pues cualquier jugador sabía que unir en ese momento su nombre al de Jordan, Bird y Johnson le daría un rinconcito en el libro de historia de su deporte que nunca se borraría. ¿Cómo, si no, íbamos a estar hablando veintinueve años después de Christian Laettner?
Durante la década de los 20 y de los 30 una sinergia espontánea se movía por Europa, en paralelo a otra mucho más oscura y aterradora, y mientras el fascismo y sus variantes germánicas tomaban el poder, unas pocas decenas de brillantes físicos y matemáticos estaban cambiando la comprensión del mundo empezando por lo más pequeño que de este cabía conocer. Era el nacimiento de la física cuántica tal y como la seguimos conociendo. Su brillantez y su juventud no los libraron de que las ideas totalitarias les pasaran cerca. Ni la brillantez ni la juventud los libraron tampoco de estar cerca de la guerra. Al revés, cabría decir. Se llegó a hablar de la guerra de los físicos.
En 1932 Werner Heinseberg obtuvo el Premio Nobel, y en 1933 lo harían Erwin Schrödinger y Paul Dirac. Enrico Fermi lo ganaría en 1938. La Segunda Guerra Mundial se comenzaba a cocer a fuego lento, y ningún exaltado se privaba del placer de añadir otro leño a la hoguera. Ya se consideraba que el deporte, esos Juegos Olímpicos que se organizaban para que las naciones se midieran y compararan, se derrotaran y humillaran sin sangre, eran una sublimación de la guerra. Hitler organizó los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936 para que quedara claro que no tenía problemas en pasar de la representación bélica a la realidad. Muchos dirigentes políticos seguían pensando que aquel ridículo personaje con bigote iba de farol. O al menos, que si jugaba en serio, su apuesta se limitaría a Austria, Checoslovaquia y Polonia. Y ningún dirigente ha tenido demasiado en cuenta en los últimos doscientos años lo que pudiera pasar con los polacos.
Cuando la guerra se volvió real y se empezó a temer por la integridad y la libertad de todo el mundo, alguien consideró que no sería mala idea seleccionar a los mejores científicos del mundo y ponerlos a pensar en la manera de elaborar un arma que detuviera la Segunda Guerra Mundial (en 1918, al fin de la Primera Guerra Mundial, Woodrow Wilson, el presidente de los Estados Unidos, ya dijo que aquella sería la guerra que acabaría con todas las guerras, los ciclos y profecías parecían condenados a repetirse). Tocó alejarse, ya para siempre, de la idea de un mundo en el que los científicos trabajaban aislados, cada uno en su despacho, colaborando solo puntualmente, y se pusieron las bases de los proyectos de la gran ciencia (big science). Había que concentrar el talento y los recursos para lograr grandes objetivos.
El primer gran proyecto que se planteó de esta manera fue el Proyecto Manhattan. Probablemente lo que primero llevó a la unión de todos estos científicos en un mismo proyecto fue el instinto de supervivencia, en un estado un poco más sofisticado. Pero sus miembros también querían obtener prestigio. Todo el mundo sabía que estar allí era algo reservado a los mejores. Y casi nadie quería renunciar a trabajar junto a otros nombres tan importantes. El Proyecto Manhattan nació orientado a domesticar la energía nuclear que empezaba a producirse en los reactores y convertirla en un arma de verdadera destrucción masiva. Se buscó un equipo imbatible, al que no quiso unirse el Michael Jordan de la física teórica, Albert Einstein, quien se cuidó de mantenerse al margen, aunque mantuvo contacto con algunos de los investigadores que estaban en Los Álamos desarrollando la primera bomba atómica. Habría, de todas maneras, mucho que hablar sobre Albert Einstein y su intervención en el proyecto, pues fue el principal firmante de la llamada Carta Einstein – Szilard, en la que estos dos, a petición de Edward Teller (conviene apuntar este nombre) le pedían al presidente Roosevelt que hiciera algo ante el riesgo cierto de que los alemanes pudieran producir armas atómicas (tenían, por más equívoca que fuera su actitud, a Werner Heisenberg en su equipo; si Einstein era el Jordan de la física teórica, es posible que Heisenberg fuera el Drazen Petrovic de la misma). A Roosevelt le convenció la petición, sobre todo porque se apoyaba en el nombre de Albert Einstein.
El proyecto estaba bajo las órdenes de un militar (mayor Leslie Groves), pero la coordinación científica la llevó durante todo el proceso, desde 1942 hasta su final (y un poco más allá) Robert J. Oppenheimer, físico teórico de Berkeley y uno de los más convencidos de la necesidad de llevarlo a cabo, aunque una vez que el proyecto concluyó se arrepintiera de lo que habían hecho y lamentara públicamente las muertes de tantos japoneses como habían contribuido a provocar. Ese arrepentimiento hizo que se apartara del proyecto atómico cuando el gobierno quiso seguir investigando con las bombas de hidrógeno (bombas H) una vez finalizada la guerra. Edward Teller (vuelve su nombre) se quedó con el liderazgo del proyecto y acusó, como los tiempos recomendaban, a Oppenheimer de comunista.
Quizá la figura más conocida entre las que sí estaba dentro del proyecto fue la de Enrico Fermi, quien había logrado en ese mismo 1942 la primera reacción nuclear en cadena. La mayoría de los físicos que pasaron por Los Álamos se mostraron arrepentidos, con los años, de lo que allí habían contribuido a crear. Es complicado dar un listado completo de quiénes estuvieron allí y qué actitud tuvieron. Pero Oppenheimer, Fermi, Feynman, Dirac, Frisch o Bohr se mostraron arrepentidos, o al menos apelaron a que desde dentro del proyecto no tenían perspectiva suficiente como para evaluar lo que allí se había hecho. Desde el núcleo de la big science era difícil ver el exterior.
Teller, estrecho colaborador de Enrico Fermi durante casi una década, nunca se arrepintió. Ni John Von Neumann, una de las mentes más brillantes entre todas aquellas mentes brillantes, alguien con quien era un desafío conversar, en palabras de Albert Einstein, su compañero de paseos por Princeton durante tantas mañanas. Teller y Von Neumann consideraron que lo que allí se había hecho no podía ser más que un primer paso. Y que había que seguir caminando en la misma senda.
Pero analizar las implicaciones éticas del Proyecto Manhattan no es el objetivo de este artículo. Sobre eso ya hay muchos. Y muchos libros. Aquí solo queríamos dejar constancia de que nunca antes se unieron tantos genios científicos en un mismo proyecto. Y que es poco probable que vuelva a suceder algo similar. Porque no es sencillo que se iguale el talento de aquellas personas, y porque esperemos que las circunstancias no sean otra vez tan apremiantes. Solo queríamos dejar claro que si hablamos de un dream team de investigadores debemos tener claro cuál fue el único, el auténtico.
Bibliografía
Dream Team: La intrahistoria del mejor equipo que ha existido jamás, de Jack McCallum.
El dilema del prisionero: John Von Neumann, la teoría de juegos y la bomba, de William Poundstone.
¿Está usted de broma, Sr. Feynman?, de Richard Feynman y Ralph Leighton.
Little Science, Big Science, de Derek J. De Solla Price.
The Manhattan Project: Big Science and Atom Bomb, de Jeff Hugues.
Isiah Thomas
Zeke Zeke
Pesao eres con Thomas.
¡Buen artículo!
¡Estupendo el artículo!
Tienes razón con lo de Reggie Miller, todo un Von Neumann desde la línea de tres. Espectacular artículo.
Más que Reggie Miller (gran tirador en cualquier caso), la pena fue la lesión que impidió incluir a Dominique Wilkins en lugar de un inmerecido puesto para Chris Mullin.
Drexler venía de ser finalista de la NBA con Portland (mérito enorme) y era normal fijarse en él. Sin duda fue un gran jugador, pero creo que viendo carreras completas, Miller siempre fue más regular. Y seguramente el segundo mejor escolta de una época en la que hacerle sombra a Jordan era prácticamente imposible.
Lo siento pero decir que la carrera de Miller es súperior a la de Drexler es de alguien que no siguió en absoluto la NBA de aquellos años, Le invito Sr Escudero, ha mirar los números, logros y trofeos de ambos y luego me dice.
Para empezar regie Miller no habia alcanzado su top y Mulling estuvo toda su carrera promediando mas de 20 puntos por partido y siendo un gran triplista,esto de si fuera mengano y fuera citrano es rizar el rizo,tambien se dijo que sobraba Larry Bird….y estando ya lesionado cronicamente de la espalda y talones promedio ese ultimo año sobre los digitos,pueden hablar lo que quieran yo vi y recuerdo un Mulling MAGNIFICO en ese torneo….el resto es milonga y de la buena,escribir por escribir y llenar paginas de alguien(no digo que sea el caso ni siquiera vio a Mulling).
La elección fue la correcta, me disculpa pero miller nunca fue mejor que Clide de”glide” Dexler deberíamos informarnos bien antes de un escribir un artículo de esta magnitud 👍🏻