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‘The King’s Man: La primera misión’. La fundación de Camelot

The King's Man
The King’s Man: La primera misión. Imagen: 20th Century Studios.

¿Es la precuela el signo definitivo de que una saga está acabada? ¿Podría entenderse como la respuesta perezosa impulsada por la inercia para continuar alargando franquicias? Son muchos los interrogantes que surgen ante cualquier operación que huela a marketing, y en el caso de The King’s Man: La primera misión, la cosa no iba a ser distinta. «Desde 1849 los sastres de Kingsman han vestido a los más poderosos. Muchos perdieron a sus herederos en la Primera Guerra Mundial…». Con estas palabras el agente Galahad (Colin Firth) introducía al joven Eggsy (Taron Egerton) en la organización supersecreta que operaba en la trastienda de una sastrería londinense en Kingsman: Servicio secreto (2014). Y es, precisamente, en los albores de la inminente Gran Guerra donde se sitúa este nuevo regreso a los orígenes.

Cuenta la leyenda que estando de bares, Matthew Vaughn y el guionista de cómic Mark Millar se lamentaban de que las películas de espías se estuviesen volviendo demasiado serias, lo que encendió la idea de hacer un film que contuviese todos los elementos del género pero que fuese, ante todo, divertido. Y, a diferencia de lo que suele pasar en la mayoría de ideas surgidas en las conversaciones de borrachos, esta sí se llevó a cabo: Kingmsman: Servicio secreto resultó ser una combinación extravagante, audaz y neurótica de acción y comedia, de mutilaciones, abrasiones y laceraciones varias, donde la adrenalina perfila la puesta en escena, pero siempre contenida con una fuerte dosis de flema británica. Todo ello para crear una clásica historia de espionaje sobre una agencia independiente de inteligencia que opera por encima de la burocracia y que socava la autoridad de las agencias gubernamentales. O lo que es lo mismo: el reverso macarra del MI6. El experimento tuvo éxito, así que inevitablemente dio lugar a una franquicia. En 2017, Kingsman: El círculo de oro, continuaba la historia de Eggsy, manteniéndose fiel al estilo socarrón de la primera  y aportando algunos elementos nuevos que fueron todo un acierto, los agentes homólogos norteamericanos y su estilo de cowboy garrulo. Tal fue el derroche de energía de ambas entregas que parecía que se hubiese reinventado un género, y es ahí, en ese tambalearse las reglas establecidas, donde radicaba el hallazgo más valioso de la incipiente saga.

Pues bien, The King’s Man: La primera misión es otra cosa.

Se podría argumentar que, por momentos, la cinta flirtea con el espíritu gamberro e insolente de sus predecesoras, heredero a su vez de los cómics originales, escritos por un Mark Millar que nunca ha sido precisamente un ejemplo de moderación. Pero aquí parece más bien como si hubiera una especie de tira y afloja entre la seriedad y la transgresión donde la grosería nunca termina por imponerse. Esto que no lleve a confusión: aquí no hay un signo de madurez, ni una renuncia de las señas de identidad de las que bebe. Vaughn se anuda y recoloca su corbata de gentleman para rebobinar hasta los comienzos del siglo XX, al punto exacto donde empezó todo, que no es otra cosa que la promesa hecha a una esposa moribunda. Así de seria es la cosa.

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The King’s Man: La primera misión. Imagen: 20th Century Studios.

Para ponernos en situación: ¿recuerdan esa pared decorada con las portadas de los periódicos de todos esos días en que Galahad llevó a cabo una misión exitosa? Mientras la prensa inmortalizaba affaires reales y otros tantos eventos triviales, el espía británico quedaba relegado a la sombra, héroe anónimo con un buen puñado de atentados frustrados a sus espaldas, responsable de que el mundo fuese un lugar más seguro, con menos conspiraciones triunfantes. Ahora, los hechos históricos, que son muchos, son el lienzo sobre el que se desparrama un torrente imaginativo de complots para la dominación mundial. Vaughn vuelve sobre esa otra historia, la clandestina, la no escrita, la fabulada, y la hace responsable del curso que siguieron los acontecimientos conocidos. Poco queda de esa naturaleza híbrida que sustentaba la esencia de las anteriores entregas: The King’s Man abandona el estatus de película cóctel para transformase en un film-molotov, que explota en una sola dirección y asume sin pudor su condición de cinta bélica.

Y así, sin previo aviso, las referencias a James Bond son sustituidas aquí por otras que a priori parecían más improbables como 1917 o Hasta el último hombre: un giro inesperado que, claro, puede conducir al espectador a una cierta dosis de decepción o nostalgia. Pero antes de condenar la nueva entrega y juzgarla en función de quiénes fueron sus padres, habría que plantearse si esta tiene acaso sus propias virtudes. Y para eso no es necesario rascar muy hondo. Porque hace falta mucho ingenio para entretejer las relaciones entre los personajes de ficción y los extraídos de la historia y hacerlo con fluidez, con elegancia.

Surge así una película más oscura, que adopta por momentos la forma de un drama paternofilial —el dúo original de Galahad y Eggsy es reemplazado aquí por un padre y un hijo, aunque manteniendo la dinámica de mentor-alumno—, que se ciñe lo justito al rigor histórico y se siente cómoda entre el caos y la confusión surgidos en esos años convulsos, sin perder el sentido del humor, aunque casi aquí como condimento. Y es que la comedia queda restringida a los despachos, los palacios y a la guarida del villano, porque no tiene —no puede tener— cabida en el campo de batalla, donde se suceden las escenas más violentas de todo el relato. Así, los horrores de la guerra son retratados de manera realista, con absoluto respeto. Vaughn no parodia el sufrimiento humano, nunca lo ha hecho. Esta vez no habrá quien acuse al cineasta de despilfarrar alegremente la violencia, porque aquí se dosifica y se reserva para puntuales ocasiones. Y así el sadismo da paso al  humanismo… en su versión bélica, claro.

Y llegados a este punto, es de justicia aclarar que The King’s Man resulta ser de todo menos complaciente. Hay una fundamentada decisión, a todas luces interesante, en este reinicio (con posibles continuaciones a la vista; ya veremos qué dictamina la taquilla) donde Vaughn sigue caligrafiando con pluma estilográfica algunas de las secuencias más espectaculares de la saga: la pelea estilo ballet ruso con Rasputín, un gótico, místico y magnético Rhys Ifans; el shoot ‘em up del duelo final donde las pistolas son sustituidas por sables; el nada glamuroso pero trepidante salto en paracaídas; o toda la épica con que se gesta el último tramo en lo alto de una montaña, punto de reunión del team villanesco.

Osada e irreverente, y más diplomática que pirotécnica, The King’s Man se desvía imprudente del camino establecido para seguir sus propias normas. Llegará in extremis  a dar lo que promete, esto es, a revelar el origen de la agencia que se presentó en la primera entrega. Y lo hará a través de algo tan reconocible en nuestros días como es la decepción de los ciudadanos ante la clase política. Porque si no se puede confiar en quienes están al mando, quizá lo mejor sea implicarse desde las sombras.

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The King’s Man: La primera misión. Imagen: 20th Century Studios.

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