Ready-made: objetos manufacturados, elevados a la categoría de obra de arte por la decisión del artista.
Hace unos años una nutrida delegación de ingenieros, arquitectos, fotógrafos y agrimensores de la República Popular China, cargados con sus aparatos de medición, aparecieron en Cadaqués (provincia de Gerona, España, Europa). También andarían con ellos algunos comisarios políticos e intérpretes del mandarín al catalán y del catalán al mandarín. Y después de registrarse en el Hotel Rocamar salieron a medir calles, edificios, distancias, con esa minuciosa diligencia oriental que se gastan. Unos se arrodillaban en las cuestas y blandían banderitas; otros se arrojaban al suelo para desde allí tomar las fotografías más sorprendentes; y otros, en fin, con un metro flexible de sastre medían los adoquines, la curvatura de las esquinas, los poyos, la altura de las ventanas. Esto sucedió en invierno, cuando el pueblo está desescombrado de visitantes, y los lugareños observaban con curiosidad, desde las ventanas de las tabernas y del casino, el ir y venir de aquellos misteriosos sujetos de ojos rasgados, tan propensos a la risita tímida como a una ceremoniosidad zalamera y allí completamente fuera de contexto… Y el que según Georgina —camarera en la pizzería Angelo— era el más inteligente del grupo, cuya mirada penetrante anunciaba la presencia de una mente activa y en ignición, tomó fotos como un loco del bar Melitón, y concretamente de la placa conmemorativa donde dice: «Aquí jugaba al ajedrez el inolvidable Marcel Duchamp». Sí, es verdad, ahí, en el centro del pueblo, ante la playa, se sentaba Duchamp y jugaba al ajedrez varias horas al día, durante varios meses al año, vestido con su camisa rosada a finas rayas verdes y fumando uno tras otros sus apestosos cigarros —¡diez al día!— mientras su mujer nadaba en las calas rocosas de los alrededores.
¿Y por qué el chino de marras, el que según Georgina era el más inteligente del grupo, tomó precisamente esas fotos? Antes de responder tengo que aclarar —o recordar— cuál era el objetivo de tan llamativa expedición: levantar un plano tridimensional perfecto de Cadaqués para duplicar el pueblo: para construir en el litoral del mar de China una réplica de ese antiguo pueblo de pescadores. ¿Y por qué? En primer lugar, porque ciertamente es bonito, o era bonito ya que ahora va progresando adecuadamente hacia la fealdad, homologándose con el resto del mundo. Era bonito y pintoresco, aislado, de muy incómodo acceso, y al estar allí, según dice Josep Pla en el libro que le dedica al pueblo, precisamente titulado Cadaqués, sentías «las sensaciones que dan las islas: una obsesión de recogimiento, una seguridad —real o ficticia— y un sentimiento de lejanía». Lo cual, claro, apenas sucede ya, pues cada vez hay más luz eléctrica, más asfalto, más corruptos, más pizzerías y parkings y más idiotas. A principios de siglo, Derain y Picasso habían plantado allí sus caballetes. Pero solo eso no justifica copiarlo en el litoral chino, y aunque Salvador Dalí proclamase que es el pueblo más bonito del mundo, en esto su juicio es claramente parcial. No, lo que de especial tiene el lugar, su genius locii, es un intangible mítico relativo al arte, intangible que precisamente tiene su núcleo en el bar Melitón y en esa placa donde dice que precisamente allí, allí y no en otro lugar, jugaba al ajedrez Duchamp.
Cadaqués es el más grande ready-made que jamás eligió Duchamp, que lo descubrió, como varios miembros del grupo surrealista, a través de Dalí. A partir de los shows de este y de las visitas de Éluard y compañía el lugar se convirtió en un centro internacional de veraneo esnob o artie, y luego en segunda residencia para la juventud barcelonesa de la burguesía de izquierdas, y en fin, en lo que sea, en una especie de coquetería, y a tal extremo que en verano aparecen en la playa, procedentes de La Escala y de Roses, no ya las barcas de los contrabandistas de antaño sino transbordadores cargados de turistas que van a pasar el día en tan afamado pueblito, al que fue también esa expedición de agrimensores chinos.
Pla habla muchas veces del materialismo innato del payés de su adorado Ampurdán, pero seguramente no previó que en Cadaqués llegase al extremo de que algunos sugiriesen cobrar a los chinos un copyright, unos derechos de autor sobre la planta y la arquitectura del pueblo. Hay que ser codicioso y mezquino, pero sobre todo hay que ser paleto, porque creer que los chinos se avienen a pagar por lo que copian es incurrir en una fantasía psicopatológica…
Hace pocos años se publicó en español un libro de conversaciones que Duchamp sostuvo en 1966, dos años antes de morir, con Pierre Cabanne, y en esta edición, además de unos ensayos del mismo Cabanne se incluye el brevísimo prólogo que Dalí redactó por expreso deseo de Duchamp para la edición inglesa. Inevitablemente el libro es muy interesante. En un momento determinado Cabanne le pregunta: «Se va usted dos meses a Cadaqués. ¿Qué va a hacer allí?». Y el otro responde: «Nada. Tengo una terraza estupenda, muy agradable. He fabricado una persiana. La he hecho de madera, porque allí sopla el viento. La hice hace tres años, no sé si este invierno se habrá roto… Yo me quedo a la sombra, es maravilloso…». El lector encontrará especialmente divertido que a lo largo de aquellas conversaciones Duchamp repetidamente negase la posibilidad de trabajar en ningún nuevo proyecto artístico, ya no, nada, nunca, mientras secreta y clandestinamente y desde hacía veinte años años trabajaba en su laboriosa y perturbadora obra póstuma, la instalación Étant donnés…, parte importante de la cual es precisamente la puerta de madera de una de las masías, entonces en ruinas, de los alrededores de Cadaqués.
Él iba allí, cada año, en busca de que le dejasen en paz: de soledad, silencio y calma que consideraba las condiciones necesarias para pensar y trabajar. Durante su primera visita el pueblo le había agradado por todo eso y porque ofrecía un clima «perfecto» y un coste de la vida sensiblemente más barato que en el sur de Francia…
Eran otros tiempos. Yo creo que Cadaqués carece de interés, o, para no ofender a sus vecinos, carece ya de un interés especial, a no ser que como Pitxot vivieras en un lugar privilegiado del Llaner. Lo mismo que Port Lligat desde que se quedó sin protección a la muerte de Dalí. El paisaje del cabo de Creus, que inspiró tantas de sus pinturas, sigue más o menos preservado, como parque natural, salvo por los incendios y los visitantes veraniegos.
No obstante, nada más lejos de mi intención que gemiquear sobre el tiempo pasado que fue mejor. Todo lo contrario. Declaro que de ese ayer mítico se salva algo: la idea de un chino, un chino de vacaciones en el Cadaqués asiático, tomando un refresco bajo la reproducción de la placa donde dice —en mandarín, claro—: «Aquí jugaba al ajedrez el inolvidable Marcel Duchamp».
Desde luego ese Cadaqués de pegolete ha de ser mejor que el auténtico. ¡Cómo nos llama, qué atractivo tiene el falso Cadaqués!
Y a lo mejor ese chino que se fuma un puro bajo la placa es el propio Duchamp. A lo mejor no ha muerto. Se ha hecho chino. Ya se sabe que le gustaban las matemáticas y con lo listo que era es posible que haya encontrado algún logaritmo de la inmortalidad.
Todo es posible. Nunca se sabe.