Si el arte no puede comprometerse con la vida, entonces no hay futuro.
(Ai Weiwei)
Si hubieras entrado en la Tate Modern gallery de Londres en 2010, y cogido una de las pipas de girasol hechas a mano, una a una, por los ceramistas chinos, tendrías un fragmento de una obra de arte de Ai Weiwei. Pues bien, 1000 años de alegrías y penas es como una de esas pipas de girasol. No unas memorias, aunque lleven ese subtítulo. No una biografía, aunque eso nos ayude a comprender qué son. Podría ser también una novela experimental, un ensayo, un recorrido histórico, porque su texto trasciende los géneros. Pero es más bien una pipa de girasol. Una obra de arte reproducida por imprentas en lugar de por hornos de cerámica. Capaz de proporcionar el placer que la sensibilidad depara a quien ha aprendido a disfrutar de la emoción, y la belleza.
Dos libros en uno, primera de sus singularidades. Ai Weiwei apenas comienza a cobrar protagonismo hacia la mitad del volumen, porque cuanto le precede es el recorrido vital de su padre. En toda biografía, y más a la hora de comprender a un artista y su obra, tiene pleno sentido narrar la vida familiar y paterna. Pero aquí es más que eso, porque tanto él como su padre Ai Qing son dos intelectuales inseparables del desarrollo de la China comunista, desde sus inicios hasta el presente. Dos vidas, a cada cual más apasionante, ligadas a una cultura milenaria.
Segunda singularidad, sin ser oficialmente escritor, Ai Weiwei tiene la capacidad narrativa y habilidad como para atraparnos. Desde luego a los amantes del arte y a los que no le conocen, pero igual a quienes no se hubieran planteado leer una biografía suya ni hayan escuchado jamás su nombre. El contenido de este relato es tan subyugante que te sumerge en el texto sin soltarte un segundo.
Tercera singularidad, el autor no expresa enfado, odio ni rencor contra el régimen chino. Y tendría todo el derecho a hacerlo, porque él y su familia han sido insistentemente perseguidos por el PCC. Hay que afirmar, tomando una de las muchas imágenes poéticas de que está lleno el texto, que su crítica es tan sólida como la roca que sonríe mirando, indiferente, a las olas. No es por prudencia, y mucho menos por cobardía. Si algo ha caracterizado a ambos, y especialmente a Ai Weiwei, es la toma de partido por la vida y por el arte. Que es tanto como decir por la libertad. A medida que uno avanza por las páginas comprende que esta manera de ver todo en términos de bueno y malo, blanco y negro, no tiene cabida en una narración de la China contemporánea a vista de ciudadano, de hombre, y de artista.
Padre e hijo comparten además una universalidad común, el viaje al extranjero. Residen, en diferentes momentos, en dos ciudades referentes del arte. Ai Qing el París de las vanguardias, Ai Weiwei el Nueva York de Jean Michael Basquiat y Keith Haring. En ambos el sentimiento de separación y orfandad es pleno, la sensación de todo exilado, que se agranda en un oriental por el abismo entre nuestras culturas. Los dos van en pos de ser pintores, los dos enfrentan esa ruptura, y los dos encuentran una realización personal que no tiene que ver con la búsqueda original. Permitiéndonos asistir al proceso de desarrollo de un artista.
Ai Qing quedaría subyugado por los poetas rusos, especialmente Maiakovski, Yesenin y Pushkin. Convertido en poeta, e ideólogo de izquierdas, publicaría un manifiesto revelador donde afirma que «un arte que se quiera moderno debe abrir nuevos caminos (…) y cumplir con su papel de educador y director de las masas». Atribuye a la poesía el papel de embajadora de la libertad, afirmando que «reprimir la voz del pueblo es la más cruel de las violencias». En esos pocos párrafos concentran el drama que le acompañará casi toda su vida, que luego heredará su hijo. Y que a la vez constituirá la esencia de ambos, conocer y no renunciar a su lugar en el mundo, y por tanto en la realidad y en el arte.
Es el camino del exilio y la represión. El poeta vería en la revolución comunista una puerta abierta a la democracia, la independencia, la libertad y la igualdad. Cuando comprende en qué la están convirtiendo, es el hombre que le dice a Mao, cara a cara, que solo la creación artística que nace de un espíritu libre y de la independencia puede impulsar reformas sociales. Después de haber renunciado a su individualidad para poner la poesía al servicio del pueblo, reivindica que si el artista no puede elegir qué escribe, no será útil. Se lo dijo al hombre que pondría en marcha la Revolución Cultural, una barbaridad que obligó a intelectuales y universitarios a convertirse en campesinos y obreros, mano de obra bruta, y que retrasó el progreso del país. Ai Qing fue enviado al destierro, a la pobreza, y relegado a limpiar letrinas con una pala, deshaciendo la mierda helada en invierno, cubierto de moscas en verano. Ese es el escenario de la infancia de Ai Weiwei.
No estamos ante anécdotas biográficas, sino ante la misma historia de China, y ante la las idas y venidas de un régimen que lo mismo avanza que se comporta de manera delirante. El poeta que limpia mierda es rehabilitado y participa tanto en el diseño de la bandera del país como en su himno, para luego ser enviado otra vez al destierro. Y el autor aprovecha para ponernos ante nuestro propio espejo. Los mecanismos de control del régimen chino no están tan alejados de nuestra cultura de la cancelación. Al final el efecto es el mismo, en China y en Occidente, refrenar en público nuestros verdaderos sentimientos manifestando en público opiniones superficiales con tal que sean acordes al discurso social dominante.
«En China, querer entender lo que pasa es motivo más que suficiente para colisionar con la ley». Son las palabras del Ai Weiwei de diecinueve años que toma el protagonismo de la narración hacia la mitad del libro. Un joven convencido de que el camino de la pintura es el que tiene que seguir, y que ingresa en la Academia de Cine de Pekín, sección animación, gracias a la plena rehabilitación de su padre. La lectura de uno de sus poemas en la plaza de Tiananmén es recibida con un aplauso atronador, y la imagen del Ai Qing limpiando letrinas es para la juventud china un referente de las injusticias cometidas por la Revolución Cultural. Superado el pasado, reclaman la quinta modernización al partido en el poder, ahora dominado por Deng Xiaoping. Una que traiga democracia, libertad y felicidad.
Esta reivindicación, de la que participa Ai Weiwei, tendrá un trágico final. Su amigo y mentor, el escritor Wei Jingsheng, portavoz de la quinta modernización, es condenado a quince años de cárcel. La realidad china le resulta intolerable. Tiene que abandonar el país. Y ahí es donde comienza su nacimiento como artista.
Como su padre en su momento, tampoco él exhibiría en su regreso título o méritos capaces de conducirle a la gloria. No podía haber título, porque su desarrollo de Weiwei no siguió un método, ni una formación reglada. Le influyen las obras de Duchamp en el Museo de Philadelphia, y consigue una beca, que perderá, será vagabundo en Nueva York, acogido por Allen Gingsberg. Son años de una deliberada destrucción personal que no persigue convertirse en artista, sino descubrirse a sí mismo.
Y a quien descubre es al artista activista. Convencido plenamente de que su arte debe ser honesto, tira a la basura todas las piezas que, expuestas en las galerías, no son vendidas. Si el público no las quiere por qué debería quererlas él. Su primer éxito son unas fotografías de manifestantes con la cabeza sangrando, golpeados por la policía en los tumultos del East Village, que serán portada del New York Times. Asiste a distancia a la tragedia de la plaza de Tiananmén, 1989, cuando el ejército chino dispara a los estudiantes, algo que su población jamás hubiera imaginado que llegara a suceder. Costó veinte millones de muertos hacer la revolución, nos cuenta que dijeron sus líderes, y eso costará al pueblo desalojarnos del poder. El régimen se había deslegitimado a sí mismo. Era su momento para volver.
Esta vez sí, vuelve un artista, uno capaz de expresarse de manera absolutamente original. El arte puede ser destruir la urna de una antigua dinastía china, y fotografiarse haciéndolo. O la foto de su dedo haciéndole una peineta a la plaza de Tiananmén. La imagen no está separada de la acción ni de la fuerza del acto, algo que será una constante en sus creaciones. Pero tampoco de estas palabras suyas: «Cada poro de las reformas emprendidas en China está saturado de fraude y corrupción, y este es solo uno de una larga cadena de abusos». Llevaba toda la vida preparándose para alzar ese dedo medio.
Se convierte en arquitecto y ayuda al proyecto del estadio olímpico que resulta ganador, hoy conocido informalmente como el nido de pájaro. Sin olvidarse de contarnos que por lo rácano que se muestra el gobierno chino el edificio perderá en su construcción la cubierta retráctil y una serie de características que lo hubieran hecho único. El proyecto le ayuda además a una creación singular donde queda resumida su esencia como creador: horas y horas de filmación de las obras, y de la transformación urbana de Pekín. Plasmar el resultado de la obra de arte y su proceso son igualmente importantes. El arte puede ser incluso el proceso mismo. Su creación Fairy Tale es el viaje de mil un chinos a una ciudad alemana, Kassel, y la máxima expresión de esa ruptura sentida por el chino cuando viaja fuera de su cultura. La que sintieron Ai Qing y Ai Weiwei.
Internet va a ser un descubrimiento, y la semilla de su ruina. La descripción de su blog ya da una pista, «abordar fracturas y trastornos de la sociedad». Lo convierte en vehículo que agrupa sus denuncias de los errores cometidos por el régimen chino. En el Terremoto de Sichuan, 2008, hay setenta mil muertos, muchos de ellos podrían haberse evitado de no haber habido un sistema de corrupción que abarató los materiales de construcción. El empeño de Ai Weiwei es crear una lista con los fallecidos, algo a lo que las autoridades se niegan. Denuncia los treinta millones de niños contaminados por leche de crecimiento adulterada con melamina. Por encima del compromiso con el arte, nos explica, está el compromiso con la vida.
Llega la cárcel, la caída en desgracia, la persecución constante a él, a sus colaboradores, amigos y familia. La separación de su mujer e hijo para ponerlos a salvo. Si algo no puede aceptar el régimen chino es reconocer que ha cometido errores. Es mejor represaliar a un inocente. Y al final, otra vez, el exilio, otra vez. Ai Weiwei es el más chino y libre de los artistas, el más universal de los creadores, el más comprometido de los hombres. Algo que no tiene cabida en su país, aunque sea difícil hallar mayor expresión del arte mismo, comprometido absolutamente con la vida, de la que es inseparable.
1000 años de alegrías y de penas es un largo razonamiento sobre qué nos lleva a ser lo que somos, y por qué nuestro tiempo se conecta con el de nuestros ancestros. Un maravilloso viaje a China, al arte, y a la vida de un artista absolutamente comprometido con la existencia misma.
[…] de mil años de alegrías y de penas
no queda ya ni rastro.
Que los vivos vivan como mejor se pueda.
¿O es que esperas que el mundo te recuerde?
(Ai Qing)