Este artículo encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº4 especial Rutas.
«Mi madre, dos exesposas y varios barman de la ciudad dependen de mí». Mi frase favorita, de una de mis comedias sexuales predilectas —Con la muerte en los talones, ese genuino precedente, a lo Hitchcock, de la serie Mad Men—, le entra como rodaja de naranja a un negroni al inicio de esta crónica sobre mis itinerarios interiores, mis lugares predilectos del mundo, en los que placer y trabajo se entremezclan para proporcionarle a mi vida un escenario no por cambiante menos permanente.
Pero no soy Cary Grant, por eso sonrío cuando escribo esto, y Vassilis, que este anochecer ejerce su oficio detrás de la barra en el hotel de Atenas en donde me hospedo, y que me observa mientras alinea copas y rellena platillos con aceitunas, sonríe también y produce una especie de sonido reprobatorio, como diciéndome: «Vaya, otra vez escribiendo, no sé qué entiende usted por vacaciones». No soy Cary Grant, pero Vassilis resume la frase que a la que me he referido: forma parte de los barman que han adornado mi tiempo en las últimas semanas, su sonrisa comprensiva podría ser la de una madre pero el chasquido de su lengua se asemeja al de cualquier cónyuge desabrido destinado a adquirir pronto la condición de ex. Vassilis pertenece a la modalidad amistosa. Me cae bien, pero no me gusta.
Los barman deben permanecer impasibles, haga yo lo que haga o diga yo lo que diga. Inamovibles, aunque solo sea para compensar que los cafés, los bares, las barras con redondeles en la superficie de la madera y cromados húmedos, las terrazas, los altillos, los rincones, las mesas melladas, los ventanales y hasta las esquinas en donde fui hallando mi material escenográfico van desapareciendo, son fugaces, o al menos así me lo parecen a mí, que tengo la mayor parte de mi vida tintineando ya en la bandeja de la cristalería usada. Cae el decorado, pero como no tengo previsto hacer mutis acelero mi búsqueda. Todavía quedan rincones por ahí, esperándome.
Me gusta pensar que alguna cosa hice bien. Convertí mi barrio en un pueblo —cualquier barrio en donde viví—, y el mundo —el del sur, el que amo— en mi barrio. Me hago muy pronto con los comercios que me atraen y con los bares en los que me recojo, aunque eso se me da mejor en el extranjero, porque no me conocen, y puedo observar que su opinión sobre mí se forma sobre la marcha, sin ideas preestablecidas. En mi ciudad, Barcelona, y precisamente en mi pueblo, es decir, en mi barrio, el Eixample, tengo el bastante reciente Bardot —en la puerta— y el Dry Martini, un poco más abajo. El primero me sirve para hacer el aperitivo y escribir artículos rápidos, en la barra, sin dejar de intercambiar comentarios con el personal, o para leer con mi Kindle. En el segundo veo a los amigos, aunque, en ocasiones, prefiero ir sola para observar los extraños idilios que se forman al caer la tarde, o a mediodía, cuando el local permanece casi vacío y el alto taburete en la barra es el lugar del trono de un reino que solo a mí me pertenece.
En mi barrio-pueblo dispongo también de una floristería que se llama Millo de Riboti, en donde Sacra-Menta cuida mis plantas y prepara mis ramos de flores, y Claude, su marido, que escribe cada día en su pizarra una frase alentadora, me regala lavanda de verdad. Una boutique, The Avant, me sirve para platicar y decidir qué me pongo. Compro ropa en ella, pero a menudo salgo para un acto y le consulto a Alicia, de pasada, si me he vestido bien. Tengo a Fran, en Cebado, que me peina desde que él trabajaba en otro pueblo —en otro barrio de Barcelona—, hace un montón de reencarnaciones mías, y que me consiguió el corte definitivo después de que le diera achares con su equivalente en la calle Líbano, en Beirut. En mi pueblo están mi farmacia —tan importante, a mi edad—, mi gabinete para radiografías; y mi neumóloga, delante de una tienda de Pepa Paper, lo cual implica visitas con premio de libreta y paquetes de clips de colores, algo muy útil para estimular a una exfumadora a portarse bien. No necesito salir de mi pueblo para hallar lo que deseo. Otra cosa resulta cuando mi deseo es de barrio global.
Por mi trabajo de reportera, a menudo enviada especial, aprendí muy temprano que el verdadero argumento de la obra radica en la desaparición del paisaje y de sus contenidos. Debido a ello, procuro no olvidar. No olvidaré mis cumpleaños en hoteles de Managua o de Asunción —el barman del último era realmente impenetrable: un guaraní de casi dos metros—, obligada a trasegarlos a solas, en mitad de un reportaje. Ni aquel que celebré en Estambul, en un bar ruso, que era como ese local de El tercer hombre en donde el conde del chihuahua toca el violín por las noches.
A esos sitios no vuelves. O desaparecen. Así que mejor no olvidar. Y, preferiblemente, no perdonar.
He vivido en Beirut en varias ocasiones, la he visitado más —para mí siempre será femenina: una puta resabiada con una inmobiliaria en el pubis y los sobacos oliendo a sudor de kalashnikov—, he dejado descolgarse de mi memoria a gente a la que allí conocí e incluso amé. Pero ni a la anodina sucursal de Vero Uomo que hizo desaparecer el Café Modqa que solía frecuentar, ni al restaurante para turistas que ha sustituido al mítico Café Gemmayze, en cuyos veladores de mármol escribí novelas enteras y fumé saturados narguiles, a ese par de suplantadores nunca olvidaré maldecirles. Esté allí o en cualquier otra parte. Queda el bar del Hotel L’Albergo, en lo alto de un edificio angosto y gótico. Desde allí escribía con la vista puesta en la terraza de mi casa —la tenía enfrente— o en el fuego de artillería cruzado cerca de las montañas. Abandoné la costumbre de tomar gin-tonics en L’Albergo, al atardecer, porque decidieron talar el majestuoso árbol del patio para que los clientes entraran a sus anchas. No les perdono.
Si he dejado Beirut por inútil —no tengo edad para someterme al griterío de los jóvenes que abarrotan ahora los garitos de Mar Mikhail—, no así otras ciudades de mi mundo, que es mi barrio. Y aunque el Mediterráneo —a eso me refería cuando nombraba el sur: tirando al este— tiene el problema/solución del turismo, y ello implica que a las doce y pico ya te están echando de los bares —¿qué hace esa, escribiendo, ocupando un sitio?— para vestir las mesas destinadas a servir menús, he encontrado aquí formas de vida que me impulsan a aferrarme a ellas antes de que se escabullan, camino de un futuro que ya no compartiré.
Roma también me atrae. Los bares de los buenos hoteles: el Raphäel, el Gran Hotel della Minerva. Allí, los barman mantienen una silenciosa complicidad. Podrías llegar con el delantal cubierto de sangre y afirmar haber matado a un Kennedy, y el tipo te preguntaría qué desea usted para beber. ¿Algo más fuerte, o lo de siempre? Ah, lo de siempre. Cuánta promesa de eternidad, contenida en tres palabras.
Desde mis catorce años, un buen local con olor a café y buenas vistas al interior —ese otro paisaje que también se nos escabulle: el rostro humano— constituyó una alternativa de hogar que perseguí con entusiasmo para poder leer o escribir con tranquilidad. Por entonces no me atraía volver a casa: era incómoda. Hoy vivo bien, pero un bar continúa siendo un buen escondite para pensar, escribir y leer. A solas. Barcelona, cuando yo era adolescente, inició la moda de las cafeterías luminosas y asépticas con nombres italianos. Un expreso, un libro, un cuaderno, y a pasar la tarde. Cuando quise darme cuenta, la costumbre estaba demasiado arraigada.
Atenas es mi Beirut de ahora. He cumplido allí tres estancias largas, y note que la iba haciendo mía. En el Hotel Herodion, que está en Plaka, pero no en el mogollón, sino un poco esquinado, en la calle Robertou Galli, junto al Museo de la Acrópolis. Por la noche, desde mi balcón, observaba el tercer piso del museo, iluminado como una pecera turbia, y, en su interior, una esquina de frisos rescatados del Partenón, un torso masculino plantado en sus muñones. En la segunda planta del edificio, un bar grande, frecuentado por turistas pero también por griegos, ofrecía una terraza en la que, si se dosifica bien el tiempo y las consumiciones, una plácida lectura frente a la Roca está garantizada.
Para escribir frente a una buena bebida —un negroni, decía al comenzar— hay que perderse por los nuevos bares que, en locales restaurados de altos techos artesonados y paredes forradas de estantes con botellas, se alinean, como catedrales sin rezos, en la prolongación de Adrianou, entre la pequeña iglesia que remata la calle Metropoli y la plaza sincrética de Monastiraki, en donde hay hoteles que ofrecen terrazas con bar y buena vista. Mi lugar predilecto para contemplar la Acrópolis desde lo alto, aparte del museo, es el Hotel Hilton. Desde el fresco interior, y eligiendo el ángulo adecuado en la barra que da al ventanal, emerge el Partenón entre botellas de whisky de Malta. Y el barman es oriental, quizá tailandés. Impasible de narices.
Vassilis me mira. De reojo le veo preguntarse por qué no recorro la ciudad como una turista más. Ignora que dentro de un rato le traicionaré por el Galaxy, un bar de barra de solera, del tipo cosmopolita, con las paredes cargadas de recuerdos. Hay que elegir la hora, antes de que la barra se llene y de que se ocupen el par de mesas que admite el angosto rincón. Y hay que llegar a él esquivando las manifestaciones que se producen en la plaza de Syntagma, frente al Parlamento.
He elegido el Galaxy para sustituir a un viejo café al que solíamos acudir los periodistas, en tiempos de Papandreu padre. Hoy está desaparecido, devorado por los escaparates de una joyería. Me pregunto qué habrá sido del barman.
Hemos coincidido un par de veces (aclaro que vivo en tu barrio-pueblo, cuando estoy en Barcelona) por la calle. En una de las ocasiones, fue justo delante del Dry Martini, en el chaflán, hace más de dos años y antes de todo este lío del Covid. En la otra ocasión, hace bastante más tiempo aún, te vi saliendo de la pescadería de tu calle y me dedicaste esa mirada inconfundible que una mujer reserva para alguien que le gusta de verdad. Lo mismo que hiciste frente al Dry Martini. Por cierto, que a esa pescadería acudí días más tarde como cliente despistado en busca de consejo sobre el género, aduciendo con el fin de que me trataran bien, que nos conocíamos y me los habías recomendado. Creo que conseguí sacar yo, más información que ellas de mí.
Todo esto está muy bien; dry martinis, daikiris, sidecars, bloody Maries, destornilladores….
Para cuando un artículo del bar Paco, Manolo, Joseba…. el Frankfurt al que ibamos y nos juntábamos con los amigos del barrio. El bar de copas donde lo mas sofisticado que servían era un San Francisco y quedábamos con los del trabajo o instituto y se conocían chicas…Los bares y garitos de toda la vida, con las rondas de cervezas, las partidas de futbolín y billar….las happy Hours con las consumiciones en régimen de dos por uno…Los bares de barriada de siempre como los de la calle Industria de mi población que sin ser céntrica trabajaban todos y de qué manera: desde las Zarzas hasta el Hivern, pasando por el Paulino, el Rainbow, la pizzeria Montecarlo, el disco bar Skrat, el Paréntesis…. todos con sus vivencias y sus historias. Bendita década, la de mediados de los ochenta hasta mediados de los noventa, sin redes sociales ni smartphones, donde la vida social se hacia en los bares. Por desgracia todo aquello se fue al garete; ahora los bares son impersonales
Para cuando un artículo de todo esto…
Huy, que finolis. Fulbolin billar y franfurts. ¿Y para cuando un articulo para el bar de mi pueblo el del Donato con sus mesas grasientas del aceite que chorreaba de las latas grandes de caballa que comiamos con hogazas de pan del pueblo mientras se descolgaban los chorizos apretaos al tiempo que se freian los torreznos en las sartenes renegrías por el uso, To ello regao con el vinazo de las eras y sidra por un tubo. Eso ¿pa cuando un articulo?
Se te ha pasado que en tu pueblo el Bardot ha cerrado, es raro que no te hayas dado cuenta estando como dices a tu puerta.