Arte y Letras

Spomenik, memoria histórica en serbocroata

Spomenik Los tres puños (Nis, Serbia) Foto Mikica Andrejic CC
Spomenik Los tres puños (Nis, Serbia) Foto: Mikica Andrejic (CC)

Llegué a Split con mis mejores amigos en el verano de 2010. Cumplíamos casi un mes de viaje de interraíl y apenas si me había dado cuenta de que era la primera vez que pisaba la antigua Yugoslavia. Tras casi un día de trayecto desde Budapest, un tren (a todas luces, también yugoslavo) depositó en la costa dálmata lo que quedaba de nosotros. No pensábamos tanto en el casco histórico romano del siglo IV como en alcanzar el punto más alejado del mapa ferroviario, en el buen tiempo y en el provechoso cambio de kunas a euros. Entonces, una Croacia en pleno proceso de europeización estaba demasiado de moda como para detenernos en las sutilezas de su historia, y los cuadros de la camiseta de su selección de fútbol me atraían más que los ladrillos de Salona que todavía protegen el centro de la ciudad, enmarcado en el Palacio de Diocleciano. 

Aquel agosto supuso más un ejercicio de amistad que de inspección del continente que entonces nos abría sus puertas y con el que, como mucho, nos empezábamos relacionar con más curiosidad y confianza. De aquellos tres abrasadores días en Split, solo una anécdota me extrajo de nuestra realidad: un hombre se acercó a mi amigo, que vestía la camiseta de España, y le preguntó si prefería el Real Madrid o el Barcelona. Real Madrid, le contestó, a lo que el entusiasta sonrió, con el pulgar en alto: bravo, bravo, Real Madrid fasshista, Barcelona comunista, girando la mano hacia abajo. Nos lo tomamos a broma, pero lo decía muy en serio. Aquel soleado e inocente país se redescubría y liberaba tras un período mucho más oscuro y convulso de lo que parecía a simple vista. Las oleadas de turistas y los fondos de cohesión europeos pasaban por alto que la inminente integración en el bloque debía ir más allá del plano comercial. 

Primeros avistamientos

A lo largo de sucesivos viajes por la zona, mis ojos se fueron amoldando a las particularidades del paisaje de la antigua yugoslavia, sus etnias y las capas de historia que conforman sus ciudades y monumentos. Las montañas verdes y abruptas de Eslovenia, las largas playas de Montenegro, las mezquitas de Sarajevo, los minaretes de Kosovo, los templos ortodoxos de Belgrado o las catedrales católicas de Zagreb concentraban fuertes contrastes en un denso mapa mental. Los puntos en común también se iban haciendo evidentes: los típicos panelki (bloques de viviendas hechos de paneles de hormigón) trazan una línea entre las afueras de Ljubljana y Novi Sad, así como los agujeros de bala aún marcan muchos de los edificios de Osijek y Mostar. Reliquias del imperio austrohúngaro y otomano se intercalan con el brutalismo experimental (o modernismo socialista) de la época de Tito, más sobrio y elegante que el que ofrecen Rusia, Ucrania, Bulgaria o los bálticos. Precisamente, adentrarme en los restos de esta estética futurista me guiaría durante una década a lo largo de todo el antiguo bloque socialista, donde me podía recrear en marginados edificios de aspecto alienígena, como llegados del espacio, unas «ruinas del futuro» (según las define el fotógrafo Frederic Chaubin) que estimulaban mi imaginación y me empujaban a leer historia y periodismo. El descubrimiento más cósmico serían los spomenici (monumentos, en serbocroata), una serie de miles de memoriales que se extienden por toda la antigua Yugoslavia. 

Donald Niebyl cree que estos artefactos merecen mucho más que la consideración de anomalía visual llegada desde otra galaxia. En su proyecto Spomenik database, elabora una hoja de ruta para entender y explorar un movimiento escultórico sin parangón, que se hunde en el mejor de los casos ante el olvido y, en el peor, ante el rechazo al pasado. Conforman un patrimonio artístico extraordinario, el testimonio físico que mejor explica la trayectoria de esta región tras la II Guerra Mundial. Construidos entre 1960 y 1990, estos monumentos «no solo operan como estructuras surrealistas y abstractas que conmemoran un horrible pasado y la ardua victoria contra el fascismo, sino que, además, funcionan como herramientas políticas para articular la visión del país de un nuevo mañana», define Niebyl. 

Así que, por una parte, surgen para cohesionar y unificar un país habitado tanto por las víctimas como por los verdugos de los crímenes de la reciente guerra, un país recién nacido sobre la memoria milenaria de sociedades dispares e históricamente enfrentadas por sus religiones y tradiciones. Los spomenici son multiformes como la propia Yugoslavia y tan ambiguos como su esencia revolucionaria. Por otro lado, «¿cómo hacer un monumento a algo que está por llegar?», se pregunta el especialista en estudios eslavos Gal Kirn. Como símbolos de ese nuevo mañana, cada pieza del proyecto debe reformular la idea de lo sagrado y mantenerse siempre abierta a sucesivos cambios, a la revolución permanente.  

Contextualizarlos exige colocarnos en otro marco histórico y social; de ahí que, ante esta complejidad, suelan quedar al margen de los circuitos turísticos en cualquiera de los siete países que los aglutinan. Cuando llegué a Mostar (Bosnia-Herzegovina) en 2017, esta vez algo más curioso hacia el patrimonio y expectante ante escabrosos testimonios de guerra, el dueño de nuestro hostal nos ofreció un recorrido por la ciudad. Pasó de largo por la Mano escondida (un spomenik-fuente en el centro de una alameda) para conducirnos a la Torre del francotirador, un edificio acribillado a tiros y reconvertido en galería de grafitis, que durante el segundo sitio de Mostar (1993-1994) los croatas utilizaron como bastión para amenazar a la parte oriental, de dominio bosnio. Todavía como uno de los puntos más altos de la ciudad, nuestro guía lo utiliza para explicarnos sobre el terreno cómo a cada lado del río Neretva se extienden, en realidad, dos urbes: un este bosniomusulmán y un oeste croatacristiano, cada uno habitado por unas cincuenta mil personas que siguen a equipos de fútbol distintos, se turnan para estudiar distintos temarios en los colegios o compran en tiendas distintas.

Menciona también un par de calles serbioortodoxas, pero la mayor parte de esta minoría se marchó tras la guerra. La ciudad sigue totalmente dividida y es cuestión de tiempo que los tiros empiecen de nuevo, nos dice. Él, bosnio, trata de ser objetivo y separa las vivencias personales de los hechos históricos, que nos relata a través de distintos emplazamientos. En el monte Hum nos acercamos a la Cruz del Milenio, treinta y tres metros de hormigón que recuerdan los dos mil años de cristiandad para todos los mostaris, les guste o no. Desde allí nos cuenta la lucha de su padre y sus tíos: en 1992 contribuyeron a expulsar al ejército de la República Srpska y un año después sufrieron el sitio y masacre de los croatas sobre la ciudad bosnia. Hacia esa zona todavía hay minas activas, dice con descuido señalando un terraplén, así que mejor no os acerquéis.  

Al otro lado de este mismo monte se encuentra el Cementerio Memorial Partisano, uno de los spomenici más fantasiosos por la manera en que el mítico arquitecto Bogdan Bogdanović amolda en los bancales de la montaña un conjunto de mosaicos, relieves y muros intercalados con jardines. El cementerio fue parcialmente restaurado en 2005 y nombrado monumento nacional de Bosnia-Herzegovina, pero la falta de cuidados lo devolvieron al decrépito estado de los años noventa. Nuestro guía tampoco lo menciona.

Spomenik
Cementerio Memorial Partisano. Foto: Fanny Schertzer (CC).

Lo que sí incluye la ruta es un poco de folclore comunista-dictatorial, con la visita a un hangar supermilitar, supersecreto y superabandonado. Colarse allí dentro, bajo una montaña, impresiona, pero choca todavía más (sobre todo, en contraste con aquel croata madridista de Split) que nuestro guía ensalce la labor de Tito como estadista, para mantener la paz y la convivencia entre todos los pueblos yugoslavos… aunque a veces tuvieras que guardarte ciertas opiniones si no querías acabar en una isla, puntualiza. Un testimonio que no oía por primera ni última vez, y cuya disyuntiva entre paz y libertad plantea lo complicado que es empatizar con los miedos de otras sociedades. 

La visita pone de relieve lo evocador y divisorio que es el pasado en esta región. De ahí que los spomenici se centraran en los valores de la nueva sociedad revolucionaria, resumidos por la doctrina titista de «unión y hermandad». Muchos de ellos generaban a su alrededor espacios públicos que servían de anfiteatros, en los que ciudadanos de etnias diferentes se reunían para ensalzar lo que tenían en común: la revolución, la victoria sobre el fascismo y el futuro. Frente a la concepción contemplativa de otros monumentos, los comités de selección de los spomenici (sus diseños se elegían en concurso público) premiaban obras originales y rompedoras que se integraran en su entorno y movilizaran a los ciudadanos por su uso eminentemente ideológico, como recoge la investigadora Aleka Korolija.   

Contemplarlos a lo largo de Yugoslavia los cohesiona como movimiento y explica que los diseños tiendan a la extravagancia. Según Gal Kirn, «la abstracción es la manera más obvia de representar el universalismo», una estética que se fue implantando a pesar de Tito y no gracias a él, con una visión más clásica del arte. Es más, en virtud de la ruptura política del líder yugoslavo con el estalinismo, se dejó también de lado el realismo socialista que Moscú imponía a toda su esfera en el terreno artístico. Se empezaron a explorar otras formas de creación, impulsadas por la incipiente apertura de Yugoslavia al extranjero (su pasaporte era uno de los más aceptados en el mundo) y así se asumieron movimientos como el expresionismo, la abstracción geométrica, el minimalismo, etc. Cruciales fueron en este sentido las muestras del MoMA de Nueva York que Belgrado acogió en 1956 y 1961. De esta manera, iniciativas locales surgidas de experiencias propias se fusionaban con las expresiones artísticas más vanguardistas. Un modernismo que calaría hasta lo más cotidiano, como es el caso de los míticos quioscos modulares K67. 

El último inventario de spomenici, de 1961, los cifraba en catorce mil. Niebyl estima que en los noventa podrían haberse alcanzado los cuarenta mil. Aunque, desde entonces, muchos sucumbieron a los efectos de la guerra, al abandono o al espolio. Así como su actual estado ruinoso revela la relación de la región con su pasado, su antiguo esplendor también reflejaba la llamada historia secreta de Yugoslavia, que trataba de mirar hacia adelante y obviar hechos percibidos como potencial fuente de enfrentamientos. Como apelación a la multiculturalidad del país, aunaba a los yugoslavos en un solo grupo de víctimas: las del fascismo. Sin embargo, todos los traumas silenciados estallaron en 1975 con el escándalo Zaliv, que destapó el asesinato sumario de doce mil guardias nacionales eslovenos (católicos, anticomunistas y financiados por los nazis) por parte del régimen comunista entre mayo y junio del 1945. Según las exhumaciones y la información se sucedían (las matanzas de Kulen Vakuf, de Kočevski Rog o Huda Jama, así como el descubrimiento de la isla de prisioneros Goli Otok), aumentaban la ira y el resentimiento, tanto entre los ciudadanos como hacia un gobierno que ignoraba problemas todavía muy presentes. Cundió el descrédito hacia la superioridad moral yugoslava y hacia sus elementos representativos. En vez de memoriales antifascistas, los spomenici se percibían como tapones de la historia. Niebyl compara este antiyugoslavismo con la práctica romana del damnatio dominae, mediante la que los traidores del senado eran eliminados de cualquier tipo de documento u obra en que estuvieran mencionados; nada ajeno a nuestros días.  

La hoz y el martillo pierden su significado

Aun rodeado de cascotes, cubierto de escarcha y corroído por el tiempo y el vandalismo, en un descampado donde la maleza lo acecha como el olvido, el spomenik perece con una dignidad impasible, como un fenómeno natural que decide extinguirse. Con su elegancia y como parte de un proyecto de semejante dimensión, nos da a entender la magnitud de lo que fue. La magnitud de una utopía que estremece, pero que cede ante algo todavía superior, la realidad. El rastro de spomenici despedazados por estos siete países confiesa, simplemente, que un sueño comunista de ese tipo no es posible. Cada día que pasa es más y más distópico. Desde el mundo de las ruinas, la simbología política no es más que un objeto estético. La iconografía del poder se reformula para desmitificarlo, como concluye acerca del «porno de ruinas soviéticas» Jamie Rann, editor en Calvert Journal

Como aquel hangar que visitábamos en Mostar parecía burlarse de los delirios de la Guerra Fría, muchos spomenici se recrean en la fantasía desarticulada de una Yugoslavia unida. De hecho, la supervivencia de estos monumentos pasa por la reconfiguración de su significado y su integración en las nuevas narrativas patrióticas. Niebyl explica que los mejor conservados son aquellos que conmemoran tragedias civiles, sobre todo si las víctimas pertenecían a la etnia predominante en la región. Debido a su naturaleza ambigua, muchos otros fueron actualizados; es decir, se restauraron para homenajear, por ejemplo, a las víctimas de los conflictos de los noventa. Aunque, sin lugar a dudas, lo que mejor retrata su espíritu balcánico es su utilitarismo, con algunos que se adaptaron al paisaje y pasaron a utilizarse para atar el ganado o como soporte de antenas de radio.

 

Petrova Gora (Croacia). Foto Sandor Bordas Spomenik
Petrova Gora (Croacia). Foto: Sandor Bordas. (CC)

Estos juegos de la memoria no se limitan a los spomenici y alcanzan el esperpento en Skopje. En 1963, un terremoto destruyó más del setenta por ciento de la ciudad y dejó alrededor de mil muertos y doscientas mil personas sin hogar. Dos años más tarde, el arquitecto japonés Kenzo Tange desarrollaría uno de los proyectos más innovadores en Europa, con una planificación urbana de corte brutalista que hizo de la capital una buena macedonia (sic) arquitectónica, con su centro vanguardista separado por el río Vardar del tradicional barrio musulmán. Skopje, como el Nuevo Belgrado, se convertía en un modelo para los desarrollos urbanos yugoslavos y lo que entonces podría ser motivo de orgullo, hoy lo es de burla: «Las cantidades gastadas en monumentos de inspiración clásica en homenaje a Alejandro Magno o Felipe de Macedonia se miden en cientos de millones de euros», recogía en 2011 el Balkan Insider, en una queja abierta sobre el abandono de los monumentos a la lucha partisana en la II Guerra Mundial. El centro histórico de la ciudad, con galeones pirata de cemento construidos en el río, autobuses londinenses, fachadas al estilo parisino y puentes y estatuas clásicos (en una mezcla grecorromana, eso sí, bastante delirante) recuerdan más a una disneylandia de emperadores que a una ciudad real. El hormigón de Kenzo Tange sigue presente, pero forrado de cartón piedra neoclásico.

Así como Serbia o Kosovo parecen más concentrados en sobrevivir el día a día, Skopje apuesta por ensalzar las presuntas glorias de un pasado recreado en torno a Alejandro Magno. Algo así ocurre en la vecina Albania, donde Tirana se apropia de la imagen de una santa Teresa de Calcuta que pasó menos de un día en la ciudad. Ambas, tentativas más o menos inofensivas de crear una identidad propia, sobre todo si se comparan con el constante revisionismo histórico que azota Zagreb, capital europea que se define como víctima de los conflictos de los noventa y se erige en torno al «padre de la nación» Franjo Tudjman, que da nombre a su aeropuerto y al que las cortes internacionales no acusaron de crímenes de guerra porque murió antes que sus compinches. 

Extinción o recuperación

Marx insitía en que «la tradición de las generaciones muertas pesa como una pesadilla en las mentes de los vivos», un axioma que el académico Benjamin Keatinge aplica a Europa Oriental… «pero, ¿y si fuera al contrario? ¿Y si, más que el peso de la tradición y la historia, los Balcanes en realidad sufren de olvido, desatención (…) de una amnesia voluntaria terapéutica, de la incapacidad de recordar y de una memoria selectiva y no fidedigna?», se pregunta Keatinge. Los antiguos miembros de Yugoslavia son con toda probabilidad los estados que más sufrieron durante la caída de los regímenes comunistas en los noventa. Pero todo el bloque de Europa oriental se entregó a grandes privaciones alimentada por grandes esperanzas. Para estos nuevos estados, la libertad pasaba en primer lugar por librarse de Moscú (o de Belgrado). A partir de ahí, su interés en el capitalismo precedía a sus aspiraciones democráticas, con reformas más cercanas a las de la autoritaria Corea del Sur que a las de sus vecinos comunitarios. 

Treinta años después, su energía y paciencia parecen agotadas. Ante la llegada de realidades más complejas, la sucesión de duras crisis, la decepción por una semiintegración europea o las amenazas de «invasiones de inmigrantes», parte del bloque exsocialista se ve obligada a simplificar la realidad para encontrar una identidad propia; cada uno, la suya. Sustentado en el victimismo o en glorias pretéritas, el nacionalismo posee aquí marcados tintes étnicos, así como un pasado común nada rentable en el plano político. Los espacios urbanos son un ejemplo evidente de sus lazos, pero muchos ven en su homogeneidad (herencia de setenta años de influjo soviético) un impedimento para resaltar sus diferencias sobre sus similitudes. 

El arte en lugares públicos y el patrimonio arquitectónico, como dos de las formas creativas y simbólicas más cotidianas, ponen esta problemática cada día sobre la mesa. Y si bien es cierto que los monumentos no representan la historia tanto como una concepción de la historia en un momento determinado (y habitualmente impuesta por el poder), los spomenici no homenajean a personajes o episodios concretos, sino a ideales que seguimos percibiendo como positivos. Y, más importante, lo hacen mediante fantásticas obras de arte. Ahora se dirimen entre la extinción y la recuperación. Lo que les ocurra marcará la relación de siete países con su pasado, así como hace décadas reflejaron la visión de futuro de un pueblo y también demostraron que de nada servía ignorar sus antiguos traumas. Ningún consenso persiste, pero tampoco se olvida. 

Ahora, el patriotismo y nativismo que responden a las angustias de esta población quizá se entiendan desde países más privilegiados de Europa occidental como una reacción anacrónica a problemas complejos. Pero quizá también puedan analizarse como una premonición llegada desde lugares que ya han atravesado más veces y con más intensidad las crisis que ahora se dibujan en los horizontes de todo el continente.

Spomenik
Monumento a al Cuarto Ejército Yugoslavo (Bistrica, Eslovenia). Foto: DP.

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3 Comments

  1. Isabel Suárez Cabaleiro

    Magníficamente contado.
    Disfruté mucho leyéndolo, saltando del arte a la historia, a la sociología,
    Para reflexionar sobre la memoria histórica también invita a viajar

  2. Me gusta esa forma poética de contar la esencia de una ciudad a través del arte y de su historia.
    Simplemente brutal.

  3. Viajo cada vez que te leo… Es como si estuviera dentro de cada párrafo, de cada letra, de cada palabra y eso mismo me impide (la curiosidad? el interés? el encanto de cómo lo narras?) dejar de leer y de saber más… Me encanta!!

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