El que está en Venecia es el engañado que cree estar en Venecia.
El que sueña con Venecia es el que está en Venecia.
(Ramón Gómez de la Serna, Total de greguerías, 1955)
Jugar a repasar mentalmente la ciudad en la que habitamos es un ejercicio en el cual la lectura del recorrido cotidiano se establece casi desde una desmemoria, un necesario vacío donde tiene lugar el movimiento, como en aquel cuento de Fitzgerald que narra el paseo por la ciudad de una persona tras una amnesia de diez años. La rutina actúa a modo de veladura sobre el interés del ciudadano acerca del itinerario turístico representado en mil y una guías, un desconocimiento inducido mediante el cual la ciudad se hace propia. Una imagen contraria sería el viaje de luna de miel a territorios exóticos, sobrecargado de imágenes recurrentes y de subida inmediata a la red social, convertidas así en temática genérica primero, para acabar finalmente desprovistas de todo significado.
Este será un viaje casi amnésico por un barrio concreto de la ciudad de A Coruña, el más céntrico y el más oculto a un tiempo, la Pescadería. Al igual que el largo paseo sin objetivo por París que relatara Julien Green, lo que suele ocurrirnos en la deriva por la ciudad es que, durante el camino, lo buscado no es lo más importante, son los sucesos imperceptibles a primera vista los que configuran la verdadera realidad.
El debate en torno a la neutralización de lo singular alcanza no solo a las grandes metrópolis de las que hablaba Koolhaas en La ciudad genérica de 1994, en cualquier pequeña capital de provincias pueden rastrearse los efectos uniformadores de la mano de la globalización económica. Koolhass describía un paisaje urbano idéntico en todas las ciudades del globo, caracterizado por la uniformidad y la disolución de las singularidades culturales sustituidas ahora por la primacía de las grandes infraestructuras y redes de información, todo ello tamizado por la superioridad económica de las grandes multinacionales convertidas en verdaderas diseñadoras del nuevo paisaje contemporáneo. Escenario materializado en la sustitución del pequeño comercio de barrio por la anodina franquicia y la proliferación del mall. Lo local se desvanece dejando paso a la gran máquina capitalista y la ciudad histórica es cauterizada mediante la gentrificación y el pintoresquismo de «parque temático».
La neutralización del elemento singular se configura en torno a redes de infraestructuras y flujos de movimiento, así encontramos que una pieza singular dentro de la trama urbana, como la torre de Hércules, ha sido expulsada del relato ciudad basándose en su sobreexposición. La peculiaridad de la nueva investigación urbana pasa por el estudio de las morfologías, de cómo las distintas partes de la ciudad logran conectarse. El experimento gira en torno a los nuevos usos ciudadanos y a si es posible todavía aislar la unidad mínima que configura el barrio, el anhelado ser social.
Cualquier región metropolitana se caracteriza hoy como un paisaje abierto e indeterminado, dislocado mediante yuxtaposiciones y simultaneidades, digamos que el hecho poético del territorio se ha transformado.
No deja de ser inquietante que la Wikipedia en su entrada «A Coruña» tenga un capítulo dedicado a las grandes áreas comerciales, hasta siete localizadas en una ciudad de poco más de doscientos mil habitantes. El ciudadano coruñés ha asistido en la última década a la proliferación de numerosas áreas comerciales tanto en el centro como en los barrios periféricos, las consecuencias del asedio son patentes en la vida cotidiana mientras todo un modus vivendi de pequeña escala, característico de la antigua ciudad marinera, agoniza.
Pese a todo, A Coruña sigue siendo la gran urbe atlántica, importante puerto histórico localizado en una muy especial posición geográfica. Así, el centro de la ciudad se extiende sobre una península unida a tierra firme por un estrecho istmo, que la hace poseedora de dos fachadas marítimas distintas en un mínimo lapso espacial: la orientada al sur e históricamente portuaria, hacia la ría de A Coruña y otra de mar abierto orientada al norte, hacia la ensenada del Orzán, donde ahora se localizan las principales playas urbanas.
La peculiaridad morfológica de este estrecho istmo, conocido con el nombre de A Pescadería, confiere en aproximadamente trescientos metros de su dimensión más corta, características opuestas y enfrentadas. Localizado en el centro neurálgico de la actividad institucional e histórica, divide y separa las dos vertientes norte y sur de la ciudad, ambas bañadas por un mismo océano, cuyas distintas orientaciones configuran un paisaje y una sensación emocional antagónicas. Un espacio urbano que constituye, por sí solo, un interesantísimo ejemplo de cómo hacer ciudad.
La Pescadería, como concepto, se debe a la secular vinculación histórica entre el barrio y el mar, una dependencia progresivamente desaparecida, que es patente no solo en términos de intercambio económico sino también en el lenguaje: el topónimo «A Pescadería» pierde espacio en el imaginario colectivo frente a la nominación «el Centro».
Pescadería es un «sitio donde se comercia con pescado», que traslada a épocas pretéritas en las que la base económica de la ciudad se encontraba en el sector primario. «El Centro» remite sin embargo al sector terciario de la producción, con sus especializaciones en ocio, turismo, administración y centro financiero. Para el relanzamiento del centro se consideró necesaria una labor de «limpieza» que eliminase las singularidades que pudieran estorbarle. La más evidente en el centro coruñés ha sido el puerto, que con sus olores y suciedades era un evidente obstáculo para la creación de una impoluta ciudad genérica. Las actividades comerciales del puerto se enviaron a otros lugares y a día de hoy, «el Puerto» es un centro comercial.
La instauración planificada de la ciudad genérica no ha impedido que las formas de vida de barrio en la Pescadería hayan sobrevivido.
La entidad espacial del barrio se extiende en dirección longitudinal este-oeste ochocientos ochenta metros, frente a unos escasos trescientos metros en dirección norte-sur. Delimitada al este por la plaza de María Pita y por la calle Juana de Vega al oeste, por la ensenada del Orzán y la bahía de la Marina al norte y sur respectivamente. El barrio presenta un tejido de gran heterogeneidad cuyas morfologías urbanas originales se adaptan a las diferentes condiciones climatológicas según la orientación de las dos opuestas orillas. Cara a la bahía sur la morfología primitiva se definía a partir de manzanas de grandes dimensiones, con amplias superficies de espacio vacante en su interior, destinadas en su origen a huertas urbanas. En la vertiente norte, el tejido se fragmentaba en micromanzanas (cinco metros de crujía), como modo de asegurar el soleamiento, neutralizando la desfavorable orientación. Aparecían también manzanas longitudinales ocupadas por industrias y almacenes que actuaban como pantalla de protección contra el viento.
En un recorrido por la Pescadería coruñesa se pueden aprehender los efectos y las formas del ambiente geográfico en las emociones y el comportamiento de las personas.
Si como creían los letristas el espacio físico, su orientación, su distribución, tiene un impacto directo en las emociones y comportamientos de las personas, la especial morfología y localización geográfica de la Pescadería nos permite trazar un mapa de impresiones psicogeográficas con diferentes intensidades, a partir de las sensaciones que producen los distintos pasajes.
Una confirmación de que cambiando el entorno físico se puede cambiar la forma de vivir, basada en paseos azarosos a través de una trama urbana tan heterogénea y rica que podemos convertir en un laberinto, un paseo sin objetivo donde vivir distintas situaciones anímicas, donde el espacio se convertirá en una sucesión de escenarios que afectarán a las emociones y a la propia conducta. Pequeños ejercicios de resistencia urbana frente a la ciudad genérica en un intento de reinventar lo cotidiano.
Así, en un recorrido por la Pescadería atravesaremos terrain vagues localizados en las calles interiores del istmo, esos espacios residuales o en situación de desuso, que exceden por algún motivo su calificación urbanística legal con una potencialidad de usos imprevistos, hasta calles perfectamente planificadas, con un uso esencialmente turístico en el paseo marítimo, hasta aquel más institucional correspondiente a la vertiente sur, donde se localizan los Cantones.
El cambio ambiental que se experimenta de una orilla a otra de la Pescadería reproduce los intensos cambios atmosféricos que sufre la ciudad durante largas temporadas del año, fuertes temporales de viento y agua, acompañados de periodos soleados en cortos intervalos de tiempo durante un misma jornada. La sensación climatológica de una lado a otro del barrio varía de forma sensible, habiendo una oscilación de temperatura, nivel de soleamiento y ventisca notoria.
Al igual que la variación ambiental que se produce en el barrio basándose en su orientación, encontramos las mismas alteraciones en relación con su funcionamiento. Pese a ser la localización de numerosas franquicias y servicios multinacionales, en la Pescadería encontramos verdaderos micromundos en las calles interiores (calle Alameda, calle Galera, calle Franja…) dedicados a la hostelería de toda la vida, con un rosario de pequeñas tascas y bares donde solo se sirve producto local. El mercado de San Aguntín, actúa a modo de equipamiento de barrio donde todavía se mantiene el intercambio comercial de venta al por menor. Mercerías, tiendas de objetos religiosos, segunda mano, ferreterías históricas, perviven en un ambiente favorable pero cada vez más amenazado.
La ciudad marinera prosigue sus ritmos, es posible todavía recorrerla sin objetivo, trazar el mapa mental de callejuelas que nos llevan desde el lupanar a la tasca de taza de ribeiro, desde la merluza del muro del mercado de San Agustín hasta la librería de viejo un poco más allá. Pasar de un salón urbano soleado como los jardines de Méndez Núñez a un paseo marítimo abierto al norte con una nada reconfortante sensación térmica. Volver a recorrer la ciudad y reinventarla en cada paseo es un acto de resistencia, tal vez el único posible.