Una batalla entre Hemingway y Faulkner, en mi imaginación, es como una de esas películas de serie B que enfrentan a Godzilla contra un puñado de zombis. Algo atractivo pero también ridículo. Se ha escrito mucho sobre la animadversión que Faulkner sentía hacia aquel prestidigitador de la frase corta llamado Ernest Hemingway. Conocer el origen de la rivalidad es fácil: Hemingway representa todo lo que Faulkner no es, y al contrario. Sus dos escrituras, puestas en comparación, están llamadas a odiarse. Y tenemos que asumirlo como lectores. Estás de un lado o de otro. Me gustan los dos, pero si de verdad quieres encontrar tu camino en la literatura, no es una opción lógica.
Hemingway empezó a trabajar en uno de esos periódicos cuyo nombre parece destinado a aparecer en alguna película del Hollywood de los años 50: el Kansas City Star. Comenzó a colaborar con ellos con tan solo diecisiete años, porque su tío Tyler le introdujo en ese mundo una vez que decidió que no pisaría la universidad. Una de las cuestiones que más impresionaron al joven Hemingway fue las escenas del crimen que su trabajo le obligaba a visitar. Por increíble que parezca, en esos artículos de pubertad para un periódico local ya está el autor que conocemos: la sintaxis lacónica, la frase desnuda, la actitud del novelista al que parece que cobraran por cada palabra, como en la oficina de telegramas: «Una multitud de hombres se acercó a la chica del vestido rojo para pedir otro baile», «En el exterior, la mujer caminaba por la acera iluminada por lámparas húmedas».
El autor de El viejo y el mar, huyendo de la universidad, encontró en el periódico y la calle las mejores facultades posibles para lo que él quería, que era escribir y escribir. Pasar del periódico modesto de Kansas al de Toronto, y de ahí a las corresponsalías europeas no fueron más que pasos sucesivos en una misma dirección. Miles de frases cortas después, le encontraríamos en ese trágico final tantas veces relatado. A quince kilómetros de La Habana, en ese paraíso llamado Finca Vigía —qué simbología la del nombre—, con su mujer, sus nueve criados, cincuenta y dos gatos, dieciséis perros, doscientas palomas y tres vacas. El recuento de los animales con los que contaba Hemingway cuando decidió dejar este mundo no es mío, sino del New Yorker de los años 50. Qué precisión la de estos americanos. Quizá tenían un agente de la CIA contando los gatos que eran alimentados por los Hemingway.
En una de sus últimas visitas a Estados Unidos, el escritor dijo esa frase que ha trascendido mucho menos de lo que debiera, y que en mi opinión enfrenta a cualquier escritor al verdadero abismo de la literatura: «Cuando acabas [de escribir] un libro estás muerto. Pero nadie sabe que estás muerto. Lo único que ven es la liberación que llega después de la responsabilidad terrible de la escritura». Te puede o no gustar Hemingway, puedes amar u odiar su estilo, pero no puedes decir que no fuera uno de los artistas más autodestructivamente puros de la historia de la literatura. Alguien capaz de afirmar con total convicción que, cada vez que acabas un libro estás muerto, y solamente el siguiente texto, si es bueno, puede devolverte a la vida.
No es solamente que la literatura de Faulkner sea radicalmente distinta a la de Hemingway, sino que su forma de entender la función del escritor es casi opuesta (o quizá precisamente por eso). Si Hemingway carga todo el mérito —o descrédito— del autor sobre su espalda, de ahí los miedos, la responsabilidad, el pánico a defraudar, para el de Mississipi la función del escritor es más la del médium que actúa de antena entre el universo de las ideas y el de la letra impresa. El místico que cree en la inspiración no-autoral, es decir, la que llega a una persona simplemente porque está ahí, en el momento y el lugar adecuados. Por eso decía cosas como la que ahora comparto, que hielan el alma de cualquier escritor de una manera opuesta a Hemingway: «Si yo no hubiera existido, alguien me habría escrito a mí, a Hemingway, a Dostoievski, a todos nosotros. La prueba la tienes en que hay hasta tres candidatos para la autoría de las obras de Shakespeare. Pero lo importante es Hamlet y El sueño de una noche de verano, no quién lo escribió, sino que alguien lo hizo. El artista no es importante. Solamente lo que crea es relevante».
Faulkner, para tener de qué comer, tuvo que refugiarse en las antaño minas de oro de los guiones cinematográficos. Lo que son las cosas: algunos de sus encargos fueron precisamente adaptar las obras de su rival estilístico: Hemingway. No es muy conocido que trabajó en el guion de la adaptación de Tener y no tener, y ahí tenemos esa batalla entre Godzilla y el ejército de zombis a la que me refería al principio: Faulkner trabajando las palabras de Hemingway. Esa prosa ambiciosa, modernista y conscientemente quebrada, al servicio del rey del sujeto+verbo+complemento.
Todo un océano de literatura separa a Hemingway y Faulkner. Les une haber sido hombres dominados por el alcohol, y tener una visión de la literatura igualmente autodestructiva. También Faulkner dejó la facultad pronto. Abandonó sus estudios en la Universidad de Mississipi por segunda vez cuando tenía veinticuatro años. Él no tuvo tanta suerte como Hemingway (ningún tío Tyler que le buscara trabajo en un periódico), así que después de estar empleado en una librería del Greenwich Village, comenzó a trabajar de cartero en una universidad. Elijan su fantasía: que llamen a su puerta y William Faulkner te traiga el correo o que sea él quien te cobre el libro que te llevas a casa. El verdadero misterio no es por qué seguimos luchando contra su prosa compleja después de tantos años y tantos libros, sino cómo alguien cuyos jefes consideraron el peor cartero de la historia consiguió un aumento en 1922: de mil setecientos a mil ochocientos dólares. Se cuenta (su biográfo David Minter lo hace) que jamás abrió la oficina postal a su hora, que tenía por costumbre leer las revistas que le enviaban a la gente, o tirar a la basura el correo que no consideraba importante. La reputación de Faulkner como cartero fue tan nefasta que incluso apareció en una tira cómica de una revista de la facultad llamada Ole Miss, en la que hacían bromas sobre su trabajo.
Esos desastres postales ocurrían porque Faulkner, cuando debía repartir cartas, estaba escribiendo, claro. Fueron necesarios muchos errores de reparto para que el de Mississipi encontrara su estilo, como existieron muchos artículos del Kansas City Star en los que los detalles de las circunstancias eran más importantes que la noticia para que Hemingway diera con el suyo. La inspección postal sabía lo que estaba haciendo, porque ha llegado a nuestros días un mensaje en el que se dirigía a Faulkner con las acusadoras palabras: «Tiene un libro que se está imprimiendo en este momento, la mayor parte del cual fue escrito mientras estaba de servicio en la oficina de correos». Sus jefes sabían lo que había, claro. No sé si Faulkner mereció su Premio Nobel de Literatura por sus obras, pero desde luego uno de los méritos indiscutibles para alcanzarlo fue la carta de dimisión que envió a sus superiores cuando se decidió a acabar su vida de cartero incompetente. No tiene desperdicio:
Mientras viva bajo el sistema capitalista, espero que mi vida se vea influida por las exigencias de la gente adinerada. Pero que me condenen si me propongo estar a la disposición de cualquier sinvergüenza ambulante que tenga dos centavos para invertir en un sello postal.
Esta, señor, es mi renuncia.
Sublime. No fue el único gran escritor americano que había tenido que pagar ese tiempo de trabajo rutinario para subsistir, hasta que llegaba la fama y el dinero obtenido con los libros. Nathaniel Hawthorne y Herman Melville trabajaron en aduanas, y Charles Bukowski también debió hacer un servicio memorable al correo americano, llegando incluso a regalarnos esa joya de 1952 llamada simplemente Cartero en español. Ojalá Faulkner nos hubiera dejado una relación como la de Bukowski, pero le faltaba el sentido del humor del gran Chinaski: «¿Qué le ha pasado al cartero? Llega usted tarde. El cartero de siempre nunca llega tarde». La explicación es sencilla, aunque Bukowski se la ahorre: el cartero de siempre nunca llegaba tarde porque no estaba escribiendo algunas de las mejores obras literarias de todos los tiempos, ni pasaba más tiempo con la botella de bourbon que en la máquina de escribir.
Faulkner/Hemingway es el Madrid/Barça de los grandes narradores del siglo XX. Pueden quedarse con el buen periodista o el mal cartero. La prosa limpia y serena, o el infierno sintáctico de un escritor que prefiere guiarnos en la oscuridad. Pero no duden nunca de que se necesitan malos profesionales para forjar un artista, al menos durante un tiempo. Así que piénsese muy bien antes de poner una reclamación a ese individuo que hace tan mal su trabajo y que teclea mucho. No sea que esté truncando la carrera del escritor que cambie la historia de la literatura, otra vez.
Fantástico artículo. Se echa de menos un mayor desarrollo tal cual Faulkner. Un gran artículo estilo Heminguay. Gracias por esta delicia
Una delicia de texto, gracias!
Sobre la diferencia de estilos entre Faulkner y Hemigway es interesante el prólogo de García Márquez a los cuentos de este último, donde habla de la influencia de ambos en su propia escritura. Dice que a Hemingway consiguió sacarle el truco, pero que Faulkner se le escapaba, porque encontrándole algunas pifias importantes, sus narraciones parecían funcionar no pese, sino gracias a ellas.
Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Sartoris recordaría el día en que se su padre lo llevó a conocer el hielo…
Muy buen articulo. Un duelo entre ambos escritores sería mi película de cine B favorita.
¿»Cartero» del 52? Ay las prisas…