San Francisco, verano de 1988. He quedado con Cat en una taquería de Misión Dolores. Llego tarde, ella ya ha pedido unas enchiladas para los dos y se entretiene conversando con el dueño del local, que se la come con los ojos. No le culpo, Catalina es una mezcla afortunada de genes españoles e irlandeses, cuyo fenotipo resultante es una morena de ojos verdes y labios como cerezas maduras.
—Hola primo —me saluda cuando me siento a su lado, plantándome un sonoro beso en los labios.
El dueño del local me echa una mirada envidiosa. No hay para tanto, nuestros escarceos se limitan a esos besos, tan sonoros como castos. Somos primos segundos, mi tío Paco —o debería decir Uncle Frank— fue uno de los tantos españoles que acabó en California huyendo de la España miserable de la posguerra. No le fue mal y ahora su hija estudia en la San Francisco State y considera una obligación familiar entretener de vez en cuando al pariente pobre que se gana la vida como puede, recorriendo el mismo circuito de trabajos ocasionales —camarero, taxista, guía turístico— que frecuentó su propio padre, antes de que le sonriera la fortuna.
—He quedado con la peña de la escuela en el New Orleans, ¿qué te parece?
La pregunta es retórica, sabe que me parece bien cualquier plan que tenga a bien proponerme, aunque el de hoy implique sufrir a los pedantes que frecuenta mi prima, flirteo con Pete incluido.
—¿Hay algo especial esta noche? —pregunto, por decir algo.
—Stan da un recital —me informa ella—. No será muy largo.
Lo dice como disculpándose. Ni siquiera se le ha pasado por la cabeza pensar que pueda interesarme. No la saco de su error, no vale la pena, pero meto disimuladamente la mano en el bolsillo de mi raída cazadora y acaricio mi talismán, un librito en miniatura, más pequeño que mi mano. Mis dedos rozan las tapas de cartón, reconocen, como si fuera braille, el título familiar. Duineser Elegien. Se me vienen a la cabeza las primeras líneas. Wer, wenn ich schriee, hörte mich denn aus der Engel Ordnungen? «¿Quién, si yo llorara, me escucharía, entre las jerarquías de los ángeles?».
El New Orleans es un garito donde lo kitsch no quita lo siniestro. Pequeños farolillos rojos, desparramados por doquier, iluminan la pieza tenuemente, el barniz de los muebles es de color caoba opaco, las paredes están cubiertas de cuadros, a cual más tétrico. En uno de ellos la luna brilla sobre un cementerio, iluminando un paisaje de cruces de metal y lápidas de mármol gris. En otro, el mar embravecido destroza un velero contra los acantilados. Los cuadros impresionan a Cat, que busca mi mano y se aprieta contra mí. No me la suelta incluso cuando nos acomodamos en un reservado. Ojalá, suplico, Pete y sus clones tarden en llegar.
No hay suerte. Aún no nos hemos acabado de acomodar cuando aparecen. Pete me saluda, afable y condescendiente, vocalizando mucho, para asegurarse de que entiendo su afectado inglés. Finalizadas las presentaciones, centra toda su atención en Cat, describiéndole, excitado, la atracción de la noche. Hoy lee sus poemas nada menos que Stan Rice, el mismísimo director de la escuela de escritura creativa de San Francisco State, donde estudian todos ellos.
—Es sublime, ya veréis —afirma Pete.
Stan Rice es un tipo atractivo, cincuentón, con un rostro de actor de cine en el que relucen unos ojos tan tristes como la luna que brilla sobre el camposanto en el cuadro que tengo frente a mí.
Entiendo el título del poema, «Some Lamb» y poco más. Su inglés, mientras declama, se encabrita como las olas que destrozan el velero contra el arrecife. Apenas capto una frase suelta aquí y allá, pero los versos me atraviesan como un lanzazo en el pecho. Hay algo terrible, abrumadoramente desolado, que se desprende de esa lectura. Pete tiene razón, es sublime. Todo lo sublime, me digo a mí mismo, que pueda resultar abrasarse en una hoguera.
Ni yo mismo entiendo por qué se me saltan las lágrimas, pero Cat se da cuenta y su mano vuelve a buscar la mía, bajo la mesa. Hay alguien más que repara en ellas y se acerca a nosotros. También ella debe andar por la cincuentena, lleva el cabello peinado a lo Cleopatra y una gargantilla de terciopelo negro al cuello, a juego con el resto de su atuendo. Viste como si guardara luto por alguien y algo en su expresión, tan desolado como las líneas que aún flotan en el aire, asegura que se trata de alguien por cuya ausencia se guarda luto una vida entera.
—Veo que te ha gustado el poema de Stan —declara. Yo asiento con la cabeza, temo que en cuanto escuche mi acento comprenderá que no he entendido una sola palabra.
—Acércate luego y le pides una copia dedicada de su libro. OK, honey? —invita, mientras su mano, de largos dedos y uñas afiladas como cuchillos de nácar, roza mi mejilla.
—¡Le has gustado a Anne Rice! —exclama, maravillada, mi prima.
Yo tengo que confesar que no tengo ni idea de quién es Anne Rice. ¿Familia del poeta? Cat se ocupa de ilustrarme.
—Es su mujer —me explica—. ¿No has oído hablar de Entrevista con el vampiro?
No, confieso, ganándome una mirada condescendiente de Pete y los clones.
—Pues se trata de una obra maestra —asegura Cat—. Anne reinventa un género que estaba totalmente agotado. ¿Te imaginas cómo?
No necesito responder, la pregunta es un simple trámite. Me encojo de hombros y mi prima me dedica una sonrisa agradecida antes de continuar. A Cat le gusta tanto hablar como a mí escucharla.
—Sus vampiros no tienen nada que ver con los tradicionales, no son seres horripilantes y macabros, todo lo contrario. Son bellos, sensuales, irresistibles… casi como ángeles.
—Como ángeles —repito yo, maravillado con la idea. E incluso si uno de ellos, me estrechara, súbitamente, contra su corazón, no haría sino consumirme en su esencia abrumadora. Si estuviéramos solos quizás me atrevería a sacar mi talismán del bolsillo y leerle a Cat los versos. Pero no lo estamos y Pete tiene una opinión que ofrecer.
—No estoy de acuerdo —asevera—. Los ángeles son moralmente perfectos y los vampiros de Rice son corruptos y crueles. A pesar de su belleza no son menos monstruosos que Drácula y sus parientes.
Cat y Pete se enzarzan en una ardua discusión. Los valores morales de los vampiros son diferentes a los de los humanos, alega ella. Los vampiros son unos golfos, unos crápulas, unos libertinos, responde él. Supongo que lo que me hace reaccionar es el desprecio con el que pronuncia la palabra libertino.
—¿Qué tiene eso de malo? —cuestiono. Trato de imprimir un aire cínico a mi pregunta, pero es en vano, mi acento es demasiado fuerte. Para Pete mi voz es tan metálica y desprovista de matices como la del monstruo de Frankenstein.
Él me dedica una sonrisa compasiva y contraataca con un panegírico en el que argumenta las razones por las que el libertinaje es un cáncer de la democracia. Corroe el sistema hasta lo más profundo, enuncia. Socava los cimientos en los que se sostiene el amor, la amistad, los valores sociales. ¿Quién en su sano juicio se casaría con un disoluto? ¿Qué puede esperarse de la amistad de un depravado? ¿Qué insensato dejaría sus negocios en manos de un calavera, solo interesado en su propio placer y conveniencia?
Al resto de los clones solo les falta ponerse a aplaudir. Pero lo peor es la sonrisa arrobada de Cat, que parece haber cambiado de bando, sin duda seducida por la retórica de su amigo. Refutar los argumentos de Pete no sería muy difícil, pero no me interesa lo más mínimo. No es con él con quien quiero hablar, sino con ella. Quiero dibujarle los ángeles que pueblan las líneas de mi libro, los ángeles terribles del viejo Rainer Maria Rilke que tanto se parecen a los vampiros de Anne Rice. Pero mi prima está en otra onda, pendiente de Pete, rodeada de sus amigos, no tiene ojos ni oídos para mí. ¿Quién si yo llorara me escucharía…?
Afortunadamente, el poeta empieza a leer de nuevo. Yo aprovecho el impasse para levantarme de la mesa, con la excusa de ir a pedir una cerveza y escurrirme fuera del local. Mejor así, a la sueca, sin despedidas inútiles. Con suerte, ni se enteran de que me he marchado.
Fuera, la bruma se espesa como solo sabe hacerlo en San Francisco. Apenas la distingo, apoyada contra la pared, a unos metros del local, y sin embargo no dudo de que es a mí a quien espera. Me hace una señal para que me acerque, agitando sus dedos enguantados en terciopelo negro. Viste de luto, igual que Ann Rice, el vestido se ciñe a su cuerpo como una piel azabache. Llego a su altura, toma mi rostro entre sus manos, me contempla con aire arrobado. Algo chispea en sus pupilas, extrañamente azules. Sé reconocer el deseo cuando lo veo y sé que soy yo, asombrosamente, a quien desea. Mi corazón da un vuelco. No he visto en mi vida un rostro más inhumanamente bello que este que me contempla. Pues la Belleza, no es sino el umbral del terror, que apenas sabemos cómo resistir.
—¿Qué te hizo llorar del poema? —pregunta a bocajarro.
—La desolación —respondo.
—Cuando Stan Rice lo escribió, su hija Michele acababa de morir de leucemia —dice ella—. Tenía cinco años. El poema es una elegía a su muerte.
—Lo siento. No sabía nada.
—Sí, sí lo sabías. Los demás oían palabras. Tú escuchabas su sufrimiento. Por eso llorabas.
Sus manos me rodean ahora la cintura, apretándome contra ella.
—Eres tan hermoso —susurra.
Sus labios buscan los míos. Están tan fríos que su contacto incinera mi piel, levantándome ampollas allá donde me roza. E incluso si uno de ellos, me estrechara, súbitamente contra su corazón, no haría sino consumirme en su esencia abrumadora. Cierro los ojos, sabiendo que no volveré a abrirlos. No me importa. Pienso en Michele, cuya partida invocó al ser que me abraza. El ángel de la muerte, llevándose los primogénitos de las casas cuyo umbral no protegía la sangre del cordero. «Some Lamb». Todo está tan claro.
Sus labios descienden por mi cuello. El dolor, mezclándose con el placer, envolviéndome. Dolor y placer, éxtasis y agonía, la libertad de elegir la perdición. Pobre Pete.
—No te vayas, por favor —la voz me llega de muy lejos, pero aun así la reconozco de inmediato. Es Cat.
La cabeza me da vueltas, estoy a punto de desvanecerme. Cat vuelve a suplicar que me quede con ella y comprendo que ya no quiero irme, quiero quedarme, con ella, por ella. Me aferro a su voz, cada vez más cercana, tanto que ahora la siento susurrando en mi oído. «Está bien, primo», me dice. «Se ha marchado».
Abro los ojos. Es Cat quien me abraza, son sus labios los que me besan.
—¿Quién se ha marchado? —pregunto, todavía atontado.
—Pete —dice ella —. No podía soportar a ese pedante ni un segundo más… Creí que no te encontraría, pensé que te habrías largado sin dejar que me explicara. Yo…
—Shh —la interrumpo, poniéndole un dedo en los labios—. No hace falta.
No sé cuánto tiempo permanecemos abrazados. Cuando por fin nos separamos, la niebla se ha desvanecido.
—Vamos un momento dentro —propone Cat—. He olvidado mi bolso en el reservado.
Observo, acodado en la barra, cómo Cat se despide de los clones. Unas uñas larguísimas me rozan el antebrazo. Anne Rice está a mi lado. Sus ojos oscuros, un poco lunáticos, me escudriñan de arriba abajo, deteniéndose en mi cuello.
—Casi no se nota —me informa.
—¿La conoces? —pregunto, a sabiendas de que no es necesario fingir con ella.
Rice asiente. —No pensé que te dejaría marchar —suspira.
—¿Por qué lo ha hecho?
Ella se encoge de hombros. —Supongo que los argumentos de tu amigo Pete no son del todo correctos —ofrece, con una sonrisa sardónica.
—¿Volveré a verla?
—Espero que no, muchacho.
Cat se acerca, sonriendo. Anne Rice se despide enviándonos un beso desde el filo de sus uñas.
—¿Me acompañas a casa?
—Creí que nunca me lo pedirías.
El brazo de Cat se enrosca en torno a mi cintura.
—¿Vamos dando un paseo? —propone.
—Mejor en taxi —me apresuro a responder.
—Vale —murmura ella—. También yo tengo prisa en llegar.
Su beso no es como los otros. Siento el torrente de la pasión envolviéndonos. Me aferro, como un náufrago que se ahoga, al talismán que oculto en mi bolsillo. Pues la Belleza no es más que el umbral del terror, que apenas sabemos como resistir.
Maravillándonos si, serenamente, desdeña aniquilarnos.
Un relato horroroso. Si lo he leído hasta el final ha sido únicamente para comprobar qué tan bajo podía caer. La hiper utilización de los símiles provoca bastantes más escalofríos que los vampiros; los diálogos podría haberlos escrito mi hermano para un trabajo del instituto, y la relación entre los protagonistas (cuanto más primo mas me arrimo) da bastante cringe.
Aquí andaba yo, currando en festivo. Maldiciendo mi suerte. Sintiéndome como la porquería que le sale al aceite de oliva cuando lo reutilizas muchas veces. Esos puntitos negros requemados, restos de muchas cosas, asquerosos, que salen a la luz cuando lo cuelas. Pero ¡oye, que la vida puede sorprenderte! Y tras leer esto me siento mucho peor.
A menudo me gustaría ser vampiro, o mejor todavia, muerciélago, los proletarios menos instruídos del Orden de las Escabrosas Tinieblas que no saben leer por ciegos, para dormir boca abajo o patas arriba observando pasar al humano y su tesoro húmedo y rojo mal escondido según la clara visión del insomnio, o sea en vez de custodiar la sangre nutriente y anhelada en sus útiles patas lo hacen al revés, allá abajo, dentro de una esférica y hermética caja de huesos, asfixiante y autoreferencial condenada desde siempre a la inmovilidad, a decir más que nada sí o no, y a estar menos despiertos cuando se transita por esos lugares de sueños oscuros, mortales y efímeros.
Y yo que creía que sería un artículo interesante sobre Anne Rice…