Arte y Letras

Disloques

Cráneo de Goya detalle por Dionisio Fierros disloques
Cráneo de Goya, por Dionisio Fierros. disloques

La ciudad es una escenografía acicalada que escoba debajo de la alfombra las pelusas de las ciudades vencidas y fumiga la memoria de sus víctimas. Bien aseadita y muy recompuesta, se exhibe. Su vanidad procura la exclamación admirativa, nos quiere subyugados por el orden triunfante, cómplices de las violencias que lo tallaron. Pero el orden es un trampantojo; el equilibrio y la simetría, añagazas que, todo lo más, consiguen encandilarnos un instante. El objeto de nuestro amor perseverante es la huella furtiva de la disonancia, la reminiscencia secreta de la disimetría que buscamos en los lugares que nunca merecerán una placa de los munícipes. La ciudad propone un orden a nuestra admiración, pero es el desquiciado desorden que se empeña en ocultar lo que amamos. La ciudad dicta una ruta, pero nuestros pasos se escapan por las derrotas que devuelven a su lugar las insumisas figuras dislocadas.

I. Disloque quevedesco

Quevedo está en Quevedo, en la glorieta madrileña de Quevedo. La congruencia es falaz. La estatua que Agustín Querol hizo del autor de Los sueños fue inaugurada en 1902 en la plaza de Alonso Martínez y allí continuaba en 1956, cuando inspiró a José Ángel Valente el poema «A don Francisco de Quevedo, en piedra», luego incluido en el libro Poemas a Lázaro. Valente vivía muy cerca, en el número 10 de la calle Covarrubias. Acostumbraba a desayunar en el café de la esquina, La Mezquita, para sorber el día que comenzaba y contemplar por su ventanal el perfil del escritor, 

[…] en pie y en piedra,

convidado de tal piedra que nunca

bajarás cojeando

de tu propia cojera

a sentarte en la mesa que te ofrezco.

La figura pétrea es interpelada:

Dime qué ves desde tu altura.

Pero tal vez lo mismo. Muros, campos, 

Solar de insolaciones. Patria. Falta 

su patria a Osuna, a ti y a mí y a quien

la necesita.

      Estamos

todos igual y en idéntico amor

podría comprenderte.

Los muros continúan desmoronados y el poeta, no hallando cosa en qué poner los ojos que no fuese recuerdo del amor quevedesco, invoca su resurrección:

Ven entonces si puedes,

si estás vivo y me oyes

acude a tiempo, corre

con tu agrio amor y tu esperanza —cojo,

mas no del lado de la vida— si eres

el mismo de otras veces.  

Los tiempos no eran propicios para agrios amores, ni sensibles a la esperanza, tampoco devotos de los barroquismos conceptistas. En 1963 el concejal Moreno Ruiz ordena que Quevedo, un estorbo para el tráfico, sea trasladado a la glorieta vecina de su nombre. Algunos, con timidez, protestan. Piden que se detenga la poda de monumentos cívicos en los bulevares para arrinconarlos en lugares anodinos. Alegan que la obra de Querol, muy maltratada por el tiempo, podría sufrir daños irreparables. Pero, ya se sabe, el alguacil y el corchete siempre están dispuestos a «hacer manco del otro pie a Quevedo». Y el 11 de septiembre una grúa apeó de su pedestal la caliza estatuaria, rompiéndola en pizcas, según la crónica que publicó el diario ABC. Para los burócratas municipales, mejor un Quevedo deshecho en arenisca que el Quevedo redivivo que deseaba el poema de José Ángel Valente. 

La ruta que propone la concejalía de obras públicas lleva a la glorieta de Quevedo; la derrota, a la plaza de Alonso Martínez, donde los oídos atentos escucharán a Quevedo proclamar: «Fue el soy un será, pero en el polvo / un ápice hay de amor que nunca muere».

II. Disloque goyesco

El enterramiento fue de prestado. En una sepultura del cementerio de la Chartreuse bordelesa, en compañía de su amigo y consuegro Martín Miguel de Goicoechea, Francisco de Goya descansaba perfectamente olvidado. Hasta que en 1880 el cónsul Joaquín Pereyra, empeñado en repatriar los restos del pintor a España, consigue su exhumación. En la carta que envió a Madrid, Pereyra no encontraba palabras para describir el pasmo de la comitiva que abrió la caja de zinc que contenía «los huesos de un cuerpo humano excepción hecha de la cabeza que faltaba por completo». Faltaba la calavera o, visto de otro modo, sobraba el gorro de seda marrón que apareció dentro del ataúd. «Inesperado reaparecer sin cabeza ante el cortejo y junta oficial engolada, legalista, conspicua, de cónsul, escriba, comisario judicial, edil necrólogo y trajinero necrófilo cohibidos en su sorpresa», anotó José Almoina en La póstuma peripecia de Goya, la crónica de los alucinantes avatares que descubrió en 1937 curioseando en el archivo consular de Burdeos.  

Goya reaparece decapitado; según Almoina, pintando su propio disparate, el que ratifica que la idea dominante del mundo moderno, el cartesianismo, es incapaz de resistir el asedio de las fuerzas de lo irracional. Goya sale descabezado de la fosa burlándose «como en vida, de todo el aparato burocrático y oficial», que, sin saber qué hacer con el desenterrado, lo vuelve a sepultar. Pereyra insiste e insiste en que el pintor ha de ser repatriado. Pero los sucesivos ministros no encuentran dinero para pompas fúnebres o aconsejan confiar el regreso de las cenizas del pintor a cualquier pasajero del tren exprés París-Hendaya. El caso es que dan largas al asunto, durante veinte años. En 1899, para anestesiar el orgullo doliente del país tras el desastre de Cuba, el Gobierno decide que sería oportuno conmemorar el tercer centenario del nacimiento de Velázquez y hacer coincidir la efeméride y sus fastos con la repatriación de los restos de Goya. Entran las prisas y aquel mismo año se traen a Goya a la Sacramental de San Isidro de Madrid. 

La ruta conduce a la ermita de San Antonio de la Florida, a donde Goya fue mudado tras una tercera exhumación en 1919. Allí, por supuesto, ni una alusión a las chuscas historias que cuentan unos legajos consulares. El lugar también tiene la prudencia de silenciar que los burócratas nunca tuvieron la certeza absoluta de si los huesos de Goya eran realmente de Goya o los de su amigo Goicoechea, si el descabezado era uno o el otro. En la duda y para que no pudiera denunciarse error, la decisión fue que yacieran juntos y juntos siguen, mofándose en la ultratumba de las disfunciones funcionariales. La derrota conduce a las calles de los domicilios bordeleses de Goya: les allées de Tourny, la rue Croix Blanche y cours de L’Intendance recuerdan que los ministeriales profanadores de tumbas nunca podrán refutar la verdad dislocada del exilio.

III. Disloque larriano

Escribió artículos que eran sueños quevedescos y caprichos goyescos, sueños y caprichos preñados de deseos que se fueron fatigando en la impotencia. La Nochebuena de 1836 escuchó el designio que le sugería la voz del infierno. Pocas semanas después, los deseos estaban exhaustos y el designio, cumplido: Mariano José de Larra se había quitado la vida. El cortejo fúnebre partió de la parroquia de Santiago y, de camino al camposanto, atravesó la calle Mayor, la Puerta del Sol, Montera y Fuencarral. Aunque no hay constancia documental, cabe sospechar que también bajaron al nicho los tomitos empastados de los artículos larrianos que habían viajado sobre el féretro junto a una corona de laurel.

Quedó sepultado él y quedó sepultada su obra, primero en el cementerio del Norte, luego en el de San Nicolás y, finalmente, en el Panteón de Hombres Ilustres de la Sacramental de San Justo; siempre en sagrado, dignidad negada a los suicidas y ultraje infligido a Larra. Ramón Gómez de la Serna denunció el simulacro de amistad que interpretan los enterradores: la Iglesia y la Academia desean, en realidad, ver a Larra «claudicar después de muerto»; «no tienen ningún derecho a ser los apoderados de la gloria de Fígaro» quienes su único afán es «capitalizarlo todo, transformarlo cuando llega a ser prestigioso, en papel del Estado, en crédito público, en valor cotizable en Bolsa, fundiendo su cuño para troquelar el oficial».

Los sepultureros eligen la ruta que lleva a la Sacramental de San Justo, para confirmar que Larra está bien panteonizado y academizado, de una vez por todas, aniquilado. La derrota no tiene estaciones, atraviesa todas las calles de una ciudad abismada en el agujero negro del cráneo del suicida, de un Madrid cruel que ha olvidado en qué mes florecen las violetas «con la alegría de una menuda cosa pura / que rescatara aquel dolor antiguo».

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