El 19 de julio de 1789 el castillo de Quincey (Franco Condado) se encontraba abandonado de su señor, que había huido en busca de lugares más seguros. El administrador de las propiedades reunió a los campesinos que aprovechaban el domingo para celebrar la toma de la Bastilla e hizo que se les diera bebida. Por la tarde, como faltaba vino, un bebedor, buscando en un cuarto trastero, prendió fuego a un barril de pólvora almacenado allí. La explosión causó varios muertos y heridos, se interpretó inmediatamente como una emboscada y el incidente tuvo una inmensa resonancia en toda Francia y en la misma Asamblea. Al día siguiente ardía el castillo y en los que siguieron, conforme se iba difundiendo la noticia, otros treinta fueron saqueados o incendiados del norte al sur del Doubs. La revuelta se extendió y toda la costa se puso en movimiento, quemando y devastando los castillos. Los campesinos tenían particular interés en incendiar los archivos que permitían la recaudación de tributos. azar y fatalidad
Es la época que se conocería como el Gran Miedo (la Grande Peur). Georges Lefebvre, de quién está tomado lo anterior, la describe así:
La escasez y el desempleo habían lanzado al bandidaje a unos tres millones de una población de veintitrés. Episodios de acaparamiento de grano por parte de señores e intermediarios habían convencido al pueblo de un pacto de hambre concertado por los poderosos para someterlo. Y no solo mediante el hambre, también se imaginaba a los aristócratas reclutando tropa entre bandidos y presidiarios o entre los mendigos que deambulaban por todas partes desde la primavera; cada detalle se convertía en un indicio del ‘complot aristocrático’ y la parálisis y la perplejidad de la corte se interpretaban como una astuciosa ganancia de tiempo mientras se preparaba al ejército. Todo el mundo había visto movimientos sospechosos o había oído que batallones ingleses o prusianos avanzaban hacia los arrabales parisinos. La prensa multiplicaba los detalles, se hablaba de exterminar a los nobles, naturalmente éstos tenían a su vez buenos motivos para el temor y la sospecha.
No cabe duda de que lo ocurrido el 19 de julio (si fue tal como Lefebvre cuenta) es un azar, o sea una «supuesta causa de los sucesos no debida a una necesidad natural ni a una intervención intencionada» (María Moliner).
Tampoco cabe mucha duda de que lo descrito como Gran Miedo tiene elementos de esa «causa o fuerza a la que se atribuye la determinación de lo que ha de ocurrir» (María Moliner de nuevo), es decir, de una fatalidad.
Según esas definiciones el azar y la fatalidad serían conceptos divergentes en la interpretación que hacemos de ellos, aunque su origen sea el mismo. En ambos casos se trata de un suceso no previsto, incontrolado; si no podemos encontrarle una causa será un simple azar, si se la podemos atribuir, aunque sea a martillazos, entonces la convertimos en fatalidad. Y lo cierto es que tenemos incentivos para atribuir causas, aunque sean imaginarias, desde el momento en que el azar nos deja indefensos, sin explicación que llevarnos a la boca, sin un porqué.
Así ocurre en el caso expuesto, de haber creído en el azar no se habrían producido los disturbios posteriores. Es probable que hubiera entre los supervivientes y los testigos muchas de esas personas que no creen en las casualidades.
Descartar el azar por completo puede traer consecuencias nefastas, como se ha visto, y sin embargo hay casos en los que cuesta creer en él y cuesta mucho. El caso, por ejemplo, de un azar que golpea insistentemente a la misma persona, el caso de la mala suerte repetida.
Para ilustrarlo veamos la siguiente (larga) historia que relata Stefan Zweig en su autobiografía, Die Welt von Gestern (El mundo de ayer).
En el verano de 1905 o 1906, rondando los veinticinco años, aprovechó el descanso para escribir, como entretenimiento, un drama en verso. Tenía como protagonista a Tersites, némesis de Aquiles en la Ilíada. Con semejante personaje y escrito en verso ni se le ocurrió enviar el texto a ningún miembro del mundo teatral. Pero como todo escritor, sentía el prurito de dar a conocer su obra, al menos a los amigos. Así lo hizo, y la obra emprendió el camino autónomo que a veces suelen tomar, de forma que algunos meses después recibió una carta con membrete del Teatro Real de Berlín. La firmaba el director y le solicitaba el permiso para representar su pieza; había encontrado, decía, que el papel de Aquiles era idóneo para Adalbert Matkowsky, uno de los dos señeros actores en lengua alemana de la época. El otro se llamaba Josef Kainz.
Casi espantado de su buena suerte, por supuesto accede a la petición. Ante él se abre la más prometedora de las carreras como dramaturgo. Empiezan los ensayos, algunos amigos le aseguran que nunca vieron a Matkowsky tan espléndido como en ese papel, recitando esos versos. ¡Sus versos!
Pues bien, cuando ya tenía encargado el billete de tren para viajar a Berlín y asistir a la primera representación, recibe un telegrama en el que se le comunica un aplazamiento por enfermedad de Matkowsky. No le da más importancia, cree encontrarse ante la consabida excusa cuando alguna circunstancia impide cumplir con los plazos teatrales previstos. Ocho días más tarde abre el periódico y se entera de la muerte de Matkowsky. Sus versos habían sido los últimos que recitara el actor.
Asunto concluido, piensa. Hubo en realidad otros dos teatros interesados en la obra, en Dresde y en Kassel, pero después de un Aquiles encarnado por Matkowsky cualquier alternativa era un descenso y rehúsa.
Siguiente noticia pasmosa. Una mañana, no mucho después, le despierta un amigo para decirle, por encargo de Josef Kainz, que este actor ha leído la obra y está interesado en el papel del propio Tersitas, y ya se ha puesto en contacto con el Burgtheater de Viena. Sin embargo, poco después le escribe el director del teatro para decirle que sin dudar de los méritos de la obra, no le ve posibilidades más allá de una primera representación.
Asunto concluido, se dice de nuevo Zweig. Confiesa además que, dado el escepticismo con el que juzgaba el valor de su obra literaria por aquel entonces, la noticia no le afecta demasiado. Pero Josef Kainz no se la toma tan a la ligera y le invita a visitarlo. Zweig acude ante quien ha reverenciado como un dios en su adolescencia; un hombre cuya dicción, cuyo ritmo y maestría al recitar lo transportan, y cuyo hechizo siente incluso en una conversación a dos.
Kainz quiere pedirle un favor. ¡Kainz quiere pedirle un favor! ¡A él, a un Zweig que no ha cumplido los treinta años! ¿De qué se trata? El actor cuenta con dos piezas cortas para una gira que tiene comprometida y necesita una tercera. Le ha gustado la musicalidad de los versos de Zweig, ¿podría escribírsela? Zweig le promete intentarlo.
Y a continuación su relato autobiográfico invoca Goethe: la voluntad puede en muchas ocasiones die Poesie kommandieren. De acuerdo con este dicho se pone a ello y estimulado por la voz de Kainz, por el entendimiento surgido entre los dos, por la perspectiva de escuchar sus propios versos en boca de este actor incomparable, acierta a escribir un acto en el que se plasma esa maravillosa conjunción de factores, un acto del que, se trasluce, queda plenamente satisfecho, aunque Zweig no suele prodigar elogios a sí mismo. Al cabo de tres semanas le lleva a Kainz un borrador de la obra casi terminada, una pieza en un solo acto de título Der verwandelte Komödiant (El comediante transformado). Kainz se entusiasma, comienza a leerlo al instante, lo hace dos veces, la segunda ya con acabada perfección. ¿Cuánto tiempo necesitará aún para concluirla? pregunta un impaciente Kainz. Un mes. De acuerdo. El actor tiene que viajar a Berlín para una actuación, a su vuelta pueden empezar los ensayos. Le promete, además, que dondequiera que actúe, esa pieza formará parte de su repertorio pues le sienta como un guante «¡cómo un guante!», repite un Zweig maravillado.
En ausencia de Kainz, el director del Burgtheater telefonea a Zweig. Querría recibir el manuscrito, que da por aceptado, para comenzar a leerlo. De nuevo se le abren a Zweig de par en par las puertas del teatro, del teatro más importante de su propia ciudad para más señas. Él es aún un principiante y semejante golpe de suerte ronda lo increíble. Solo ve un peligro, que a Kainz no le agrade la obra terminada; con todo, es un peligro improbable. Ahora la impaciencia cae del lado de Zweig, que espera en vilo el regreso del actor; al cabo lee en el periódico que ya está en Viena, pero por cortesía decide esperar un poco. Pasados unos días se dispone a visitarlo en el hotel Sacher, donde está viviendo por aquel entonces Kainz. Al llegar le tiende su tarjeta al portero. Este le mira atónito. «¿Entonces usted no sabe nada?». «No, no sé nada». Esta mañana temprano se lo han llevado al hospital. Zweig se entera después de que Kainz ha vuelto muy enfermo, de que sus últimas actuaciones fueron el resultado de un esfuerzo heroico ante un público ignorante de los dolores que le torturaban. Padece un cáncer. Le operan. Todos esperan su mejoría. Zweig lo visita en el hospital, pero en lugar del vigoroso hombre de cincuenta y pocos que conocía ve a un moribundo que aun así se esfuerza en una sonrisa y le dice «¿me dejará Dios representar nuestra pieza? Eso podría curarme». Unos pocos días más tarde se encuentra ante su féretro.
Los dos primeros actores de la escena alemana han muerto poco después de leer y recitar los versos de Zweig. El autor cuenta con nuestra comprensión cuando declara que no le avergüenza reconocer que se volvió supersticioso.
Tras este escarmiento, pasarán algunos años hasta que se ponga de nuevo a escribir para las tablas, pero finalmente lo hace y da a luz la obra Das Haus am Meer (La casa junto al mar). Poco después de terminada, el nuevo director del Burgtheater, Alfred Baron Berger, le comunica que la acepta. Zweig lee temeroso el reparto previsto y respira aliviado: entre los intérpretes no se halla ninguna gran figura, la maldición no encontrará ninguna víctima en la que cebarse, se dice. El propio Baron Berger se encargará de dirigir los ensayos, cuando termine de preparar la puesta en escena que tiene casi lista. Entonces ocurre lo inverosímil: Zweig solo había pensado en los actores, pero catorce días antes de que comiencen los ensayos el director muere. La maldición continúa.
Dice que ni siquiera se siente seguro una década después, ya terminada la Gran Guerra, pero lo cierto es que en el intervalo ha compuesto dos obras —Jeremías y Volpone— que han subido a los escenarios europeos traducidas a diversas lenguas. No menciona ninguna desgracia en relación con ellas, suponemos por tanto que la maldición se tomó un descanso.
Inseguro y todo, continúa escribiendo para el teatro y en 1931 compone Das Lamm des Armen (El cordero de los pobres. Envía la obra a su amigo Alexander Moissi, sucesor de Kainz en las tablas. Moissi le contesta con un telegrama: «¿Podría reservarle el papel protagonista?». Zweig dice que se negó a ello, tanto por superstición como por amistad. No quería ser instrumento de una nueva pérdida para el teatro, que sería además la pérdida de un amigo. Lo que no nos dice es por qué demonios le había enviado la obra si tenía intención de negársela después. Dejémoslo pasar, el caso es que al parecer decide no escribir un drama nunca más.
Llegamos a 1935, Zweig está en Zurich y recibe un telegrama de Moissi desde Milán pidiéndole que le espere, pues viene expresamente a verlo y llegará por la tarde. Se produce el encuentro y se explica el motivo del viaje: Moissi tiene que pedirle un gran favor. Pirandello le ha hecho el honor de confiarle el estreno de su reciente obra Non si sà mai, y no será un estreno italiano sino un estreno mundial (así lo denomina Zweig), pues está previsto que se haga en Viena y en lengua alemana. Será la primera vez que un autor de la categoría de Pirandello dé tal prueba de preferencia a un país extranjero. El estreno tendrá carácter de gran acontecimiento, incluso en el ámbito político, pues no solo asistirá el autor, también el propio Mussolini que, en su calidad de vencedor en la Gran Guerra, ejerce un protectorado sobre Austria. Como es lógico, del lado austríaco habrá una representación política equivalente: será una solemne celebración de la amistad de ambos pueblos. Todo está previsto, solo falta la versión alemana de la obra y aquí entra Zweig. Pirandello no se ha atrevido a pedírselo directamente, a estas alturas Zweig ya es un autor consagrado, pero querría que se encargase de la traducción, pues teme que la musicalidad de su prosa se pierda en manos de cualquier otro. Ese es el motivo del viaje de Moissi, hacer la petición en nombre de Pirandello.
Hace años que Zweig no se desempeña como traductor, pero admira a Pirandello, ha tenido con él agradables encuentros, se siente halagado y quiere dar pruebas de su amistad con Moissi. Acepta el encargo. Deja de lado sus otras tareas y pocas semanas después su versión llega a Viena. Cuando van a empezar los ensayos, Zweig se encuentra también en la ciudad, deseoso de escuchar cómo suenan sus frases en la dicción musical de Moissi y de reencontrarse con Pirandello.
(Continúa aquí)
En referencia al Gran Terror de 1789 afirmas: «Así ocurre en el caso expuesto, de haber creído en el azar no se habrían producido los disturbios posteriores». Yo creo que sí, que seguirían habiéndose producido si no esos otros similares, que literaria y subjetivamente da mucho juego esa afirmación que hace la autora, pero que las razones de la historia, las cadenas causales, son muchas para ser tan rotundo y establecer que solo una determina los acontecimientos posteriores. Por ejemplo, no creo que nadie crea que fue el azar el que hiciera que el Tercer Estado y no la nobleza tuviera que cargar con los impuestos y el trabajo.
Un saludo.
Un saludo.
Pues tienes razón, es una afirmación rotunda pero no tiene valor universal, es decir no excluye casos parecidos en otros lugares, se refiere sólo al que se narra y está puesta porque tiene un valor retórico, el de señalar lo contingente del percance que dio lugar a la cadena de incendios. Lo contrario de esa afirmación sería asegurar lo inevitable de todo lo que ocurrió, lo cual también sería una afirmación tajante y difícil de demostrar. Basta leer al propio G. Lefebvre o a Tocqueville para ver los muchos factores que se reunieron para causar la insurrección del Tercer Estado. En ningún momento el texto reduce esa cuestión a un puro azar, entre otras cosas porque no la aborda. Otra cosa, veo que traduces La Grande Peur como El Gran Terror; he evitado esa traducción porque precisamente La Terreur se usa para denominar una etapa posterior de la Revolución Francesa. Muchas gracias por el comentario y la oportunidad de polemizar, actividad que siempre es estimulante.
Cierto, canónicamente el Terror es posterior y coincide con Robespierre y los jacobinos mandando cuellos ilustres a visitar a Madame Guillotine, es más apropiado el Gran Miedo. Aunque habría que preguntarse si todos esos títulos aún siendo hechos horribles y sangrientos no enmascaran el miedo y el terror de siglos vívidos por los no privilegiados, eso
que para algunos historiadores era la normalidad.
No sé si era Hillary Putnam el que señalaba que solemos atribuir las causas de los accidentes a elementos que nos parecen singulares en las cadenas causales pero que realmente todas las demás cadenas causales están igualmente implicadas en el desenlace. Así, la olla explotó por una válvula en mal estado, pero igualmente lo hizo por el grosor de las paredes de la olla, por la temperatura alcanzada, por el líquido que hervía en su interior, por la presión atmosférica….
Se agradece que polemices o llegado el caso acuerdes con que la sentencia tiene un carácter más retórico o literario.
Exacto.Los títulos de Gran Miedo o Terror parecen solo surgidos de la cultura de la clase dominante hoy.Clase poco o nada propicia a las revoluciones.Gran Temor ?de quién? Sería solo el temor de los nobles a perder su cabeza.Creo que los sans couletes y el resto de franceses tenían en ese periodo un estado de ánimo bien distinto: entusiasmo y alegría.Coldplay lo expresa así perfectamente en su canción Viva la Vida, canción referida a ese mismos hechos históricos.
Me ha tenido en vilo tantos traspiés. No sé si seguiré leyendo la segunda parte porque me veo venir un desastre. Con suicidios y justicia sumaria incluídos. Haré un esfuerzo ya que usted lo cuenta muy, pero muy bien. Le agradezco la lectura.
Muchas gracias Roberto, es una alegría encontrar lectores que disfrutan. No se avecina ningún desastre en la segunda parte, sólo reflexiones.