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Azar y Galactus, personajes y elipsis gordísimas: ‘Todo lo demás era silencio’

todo lo demás era silencio
Detalle de portada de Todo lo demás era silencio, de Manuel de Lorenzo. (Suma de Letras)

La mayoría de las historias pendulan entre azares y recuerdos. Esto es así, y tampoco pasa nada por decirlo. Dependiendo de si pesan más los unos o los otros pues ya adjudicamos apellidos al tema.

A Todo lo demás era silencio (Suma de Letras), primera novela de Manuel de Lorenzo, le pasa algo parecido. Desde su misma nota de entrada. Que no vuelvas donde fuiste feliz, pero sí. La paradoja de negar al poeta. Yo estoy aquí con el autor, porque recordar es una cosa que me encanta. Y, oiga, como pórtico acojona bastante menos que eso de Lasciate ogni etcétera. Luego Manuel le echa redaños al tema y te empieza la obra con un «A pesar de todo». Que buena confianza tienes que tener en el resto para comenzar así. «A pesar de todo». Pam, directo al mentón.

Y azares, decíamos. El reino del azar literario es soberanía de Paul Auster. Más o menos. Enseñorea desde Montañas Casualidad hasta Costa Albur. Pero los otros también podemos usarlo como una entidad más en nuestras historias. Ojo, azar no es lo mismo que inconsistencia narrativa. La diferencia tiene un nombre en forma de brocardo (Deus ex Machina) y te puede arruinar cualquier invento, desde el final de Lost hasta la primera llegada de Galactus a la Tierra. Manuel de Lorenzo entiende esto. Bueno, a ver, el final de Lost no, pero ni puta falta que hace, porque no lo entiende nadie, y tampoco creo que haya nada que entender. Lo del azar, entiende. No fantaseen ideas funestas.

Hay dos formas de afrontar una narrativa donde intervengan casualidades. La primera es pensando en todo aquello que se perdió por fruto de los hados, y da cosas así como de llorar, y arrepentirse, y golpear muy fuerte el pecho, por qué yo, por qué yo. La segunda es mejor. El azar también nos permite darnos cuenta de todo aquello que vivimos, fuimos y sentimos… así, como por arte de magia. Porque el positivismo mecanicista queda de puta madre cuando lo explicas a tus alumnos (ese Kelsen to guapo, ola ke ase) pero en la vida cojea que da gusto. Y para la literatura… en fin, para la literatura directamente te abate historias como si fuesen patitos de la feria. Manuel trata del azar según este último punto de vista. Le sale bien, porque emociona, y emocionar es lo primero que debe hacer un escritor. 

Todo lo demás era silencio es, también, una novela de personajes. De dos, fundamentalmente, aunque apunten tres a ratucos. Olvídenlo… sobre todo, dos. Casi caricaturas, tan volcados tienen los rasgos, pero caricaturas de esas que todos hemos conocido en nuestro círculo, personas que a veces están tan calentitas dentro de su piel que no dudan en acusar todos sus matices sin empacho alguno. Y, así, el gruñón gruñe, aunque sea casi en broma, y la chica optimista se pone buena cara a carros y carretas, y quien va de cuadriculado por la vida intenta echarle cuentas al mundo tras cada pago a medias. Pues igual en su historia. Hombres y mujeres a los que acabas queriendo porque, joder, son de verdad. Palpables. Tienen caras y sonríen de esta forma, esas caras y esa sonrisa que ves cada día a tu alrededor. Ganas de abrazarlos, vaya. Sobre todo a él, que es grandote, y torpe, y se enfurruña por la mismísima costumbre de enfurruñarse, casi con pinceladas de dibujo animado. Un hombre que observa como si quisiera memorizar cada facción de su rostro. A mí es que esos tíos altos, deslavazados en el andar, de ceño fruncido y sonrisa apenas entrevista me caen fenomenalmente. Vayan ustedes a saber la razón.

Lo de los personajes tiene su aquel, porque encierra cierta gran renuncia en la obra. Dolorosísima, pero necesaria. Nada más difícil que extrañarse a sí mismo, y el autor lo hace aquí. Quienes conozcan a Manuel de Lorenzo por sus artículos (y tampoco es que debamos extendernos acá porque tienen bastantes ejemplos en esta misma revista, ojo) sabrán que el tío parte de la historia, sí, pero luego se deja mecer por el estilo, que es una cosa acojonante cuando lo tienes, pero de lo que vas echando pestes si te esquiva cada amanecer, cuando te pones a escribir en pijama. Más o menos. Manuel te cuenta cosas superpotentes (un sitio con jurisdicción propia que no es ni España ni Portugal, una epidemia de alucinados que bailaban hasta morir de cansancio en la Edad Moderna) pero lo hace, además, a su manera. Y a veces vienes por el fondo pero te acabas quedando por la forma, como aquel bar donde parabas porque la camarera tenía un lunar aquí, justo en la base del cuello, pero luego, hostias, viste que ponían mucho Los Suaves, y que el ambientillo mola, y que se está bien. La camarera hace horas que se marchó con su novio, por cierto, pero este final ustedes ya lo sabían.

Pues a eso, a ese signo de identidad, renuncia deliberadamente el autor en esta novela. Y hace bien. No puedes mantener el ritmo, la intensidad, el aluvión de metáforas, imágenes, aliteraciones y «truquitos de escritor» que él va metiendo en sus piezas breves cuando te cambias a la larga distancia. No es que te desfondes, es que desfondas al lector, y eso es lo único que no se puede hacer. Así que aparece aquí un Manuel más templado, menos espumoso. Hay mucho café con leche y pocos chupitos de licor café. Pasa que de estos también tenemos alguno, y quizá por eso, por lo extraordinario, te arrancan sonrisillas sinceras sin dejar resaca. 

Como cuando hay imágenes potentes. Metáforas, les dicen allá, por las universidades. Experiencias de la mismísima vida, contaba mi abuela, que sabe mucho. Esa serenidad de pueblito pesquero después de comer que solo aprecias tras haber estado en un montón de pueblos pesqueros, casi siempre después de comer. El humo de los aviones que juega como cordelillo del que ir tirando y desenroscar argumento. Pequeños chispazos que salpican aquí y allá. Discretos, sin estruendo, que es como mejor saben estas cosas. Esas hierbas que coges directamente del jardín y las vas echando sobre el guiso. Qué es. Ssshhh, secreto. 

(Desconfíen ustedes de los escritores que quieren lucir siempre por encima del texto. Son petulantes e insoportables. Rápido, échenlos del bar. Y de su vida).

Y de entre todo eso… de entre todos los recursos con los que cuenta el escritor (y viene a manos llenas), las elipsis. Ay, las elipsis. Lo que me gustan a mí, las elipsis. Los chavales de hoy no saben lo que son las elipsis, porque están acostumbrados a ver series, y en las series te explican hasta la vida del veterinario donde vacuna Chewbacca a sus churumbeles. Y es una pena, porque lo más chulo de escribir es dialogar mientras escribes. Dialogar con el lector, se entiende. A base de elipsis, compartiendo imaginación, sabiendo que la misma historia no será igual (sí parecida, sí idéntica en lo importante… pero nunca igual) en la mente de cada uno de nosotros. Ay, qué delicia.

La novela de Manuel avanza a base de palabras, sí, pero también de silencios, como su propio título indica. Rellenando huecos aquí y allá. Pocos, chiquitucos, como acostumbrándonos al asunto. Una premonición que asoma en esta esquina. Un saltito temporal olfateando por aquella otra. Cosas pequeñas. Hasta la grande. Que tampoco vamos a desvelar la grande, pero es grande-grande. De las que impactan. Todo un hallazgo. Pueden creerme. 

O, mejor aun… leen Todo lo demás era silencio y luego me cuentan.  

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