Algunas cosas solo salen bien a cambio de que se hagan rápido y mal. No importa de qué se trate. Todo puede ser acometido inopinada y vertiginosamente, como en esa escena de El cartero siempre llama dos veces entre Jessica Lange y Jack Nicholson, donde el sexo se improvisa entre sartenes y cacerolas, en el caos reinante de la cocina. Las cosas mal hechas, cuando buscan la avidez y la velocidad, a menudo se arreglan solas y destellan. No digamos si estás empalmado. En algunas circunstancias concretas las premuras son buenas, y dejan tras de sí esa estela apuesta y lenta que permite la moviola. Incluso Dios, según algunas fuentes, zanjó el mundo como si tuviese prisa, de una sentada, loco por finalizar e inventar el domingo.
¿Qué urgencia había? ¿Acaso se iba a acabar el mundo antes de empezar? La historia no le ahorró críticas. Hasta un tipo como Samuel Beckett, frío y parco, se permitió amonestar aquellas carreras encabezando uno de sus libros con ese chiste en el que el cliente le reprocha a su sastre: «Dios hizo el mundo en seis días, y usted no es capaz de hacerme un pantalón en seis meses». A lo que el sastre responde: «Pero señor, mire el mundo y mire su pantalón». No vi el pantalón, ni falta que hace, pero el mundo, imperfecto, horrible y atroz como es, no puede resultar más bello.
La secuencia de ejecución de ciertas obras solo puede ser fugaz, única, chambona y —como si la hiciese Dios— sin intermedios. A menos que los intermedios sean técnicos, para servirte otra copa y retomar la velocidad, por ejemplo. A veces pienso que Rodolfo Fogwill no habría escrito Los Pichiciegos en una semana si hubiese realizado una parada de vez en cuando, para tomar resuello, o para dar una cabezada. En su caso, cuando necesitaba descansar disponía una raya de coca en la mesa, esnifaba resueltamente y seguía escribiendo. Es conocido que empleó veintún gramos de perica en la redacción de la novela, a razón de tres diarios, y el resultado fue un libro que nunca dejará de leerse. No se le ven las costuras por ninguna parte. Ni siquiera asoma la cocaína. Es redondo, perfecto, sin dejar de ser frenético. La velocidad de ejecución lo hizo mejor.
Cuando te cuesta hallar la disposición para hacer las cosas, una vez la encuentres solo deseas continuar hasta vislumbrar el final. No sabrías comenzar dos veces. Te guía una fiebre irracional, indómita, ajena. Se llama «desenfreno». Basta una primera chispa, y que prenda, para que todo fenezca bajo un incendio fascinante, que no querrás sofocar hasta comprobar si también las cenizas resplandecen. Gary Cooper resumía la irreversibilidad de la llama que arde en una de esas confesiones íntimas que soltaba en público: «Cuando estás con Grace Kelly da la impresión de que se va a comportar como un témpano, hasta que le bajas las bragas. Entonces es un volcán en erupción». Eso. Eso es. Eso es exactamente.
Hay creaciones que no admiten treguas. No puedes detenerte. Te arrastra su caudal interno. Recuerdo que, en sus mejores días en el Barça, Romario salía del Camp Nou tras un partido memorable, y daba continuidad a su «obra» en una discoteca, rodeado de cinco o seis mujeres. Aquel Romario no era tanto un futbolista como un hombre desenfrenado. «Nunca me comporté como un profesional, nunca fui un atleta. No dormía como debía, no comía como un deportista, siempre llegaba tarde, no me entrenaba a fondo todos los días, no respetaba los descansos… pero metí mil dos goles», presumía. Cuando empezó a salir por las noches, los aficionados le exigieron que parase. «Si no salgo, no meto», avisó el delantero. Así fue. Dejó de marcar. «Entonces los aficionados se manifestaron en la calle para que volviera a salir de noche, y empecé a meter goles». No importaba que algo estuviese mal si entre tanto iba bien. Formaba parte del entrenamiento. En ocasiones, de hecho, Romario no podía esperar a salir del estadio para desenfrenarse. Hace años confesó al diario O Globo que había mantenido relaciones sexuales en el vestuario de Maracaná. «Fue una sola vez, después de un partido en el que tuve que quedarme para la prueba antidopaje. Una novia que tenía por aquella época había venido a verme, y en el vestuario no quedaba nadie… así que aprovechamos».
Nada promete tanto como cuando es imposible renunciar a hacerlo. Cuando la desesperación y la ceguera te empujan, no hay obstáculos suficientemente altos. Ni siquiera tu muerte te detendrá. Tal vez conozca la historia de Évariste Galois, insigne matemático. El 29 de mayo de 1832 tuvo un altercado con otro hombre en una taberna, a propósito de una mujer. Una cosa llevó a otra, y aceptó un duelo al amanecer. Su rival era militar de profesión y él un científico enclenque. Pero no tuvo la tentación de buscar un caballo y huir. Entre tanto no amanecía, Galois se fue a casa y escribió febrilmente para dejar constancia de una solución concisa a un bello problema, que fue de inmensa influencia en las matemáticas de la segunda mitad del siglo XIX y en las de todo el XX: «Dada una ecuación de grado primo, decidir si es o no resoluble por radicales». Ahí es nada.
Galois estaba convencido de su muerte, pero aun así escribió sin detenerse a maldecir su destino. Escribió la obra en una noche, una obra de gran peso, fundadora de la matemática moderna. Y a eso añadió tres cartas para sus amigos, a modo de adiós. Al amanecer, abandonó su habitación de la pensión Sieur Faultrier, en París, y se enfrentó en duelo a pistola con Pescheux d´Herbinville, según testimonio de Alejandro Dumas. Galois recibió un balazo en el abdomen y lo dejaron abandonado, como un perro. Un transeúnte lo encontró y lo llevó al Hôpital Cochin, donde murió al día siguiente. Catorce años después, los manuscritos que escribió en las vísperas de su muerte fueron publicados, naciendo de esa manera la rama de la matemática conocida como teoría de grupos. Nadie detiene a un hombre con una cerril determinación en el ojal. Y menos su muerte.
A veces, incluso la determinación cerril es precisamente la muerte. El poeta griego Costas Kariotakis consumó sus últimas horas en un café redactando una nota que más tarde hallarían en su cadáver. El día anterior había intentado suicidarse tirándose al mar, de donde fue rescatado, al ser devuelto a la playa por las olas. Al día siguiente vistió el mejor traje que tenía y compró una pistola. A media tarde del 21 de julio de 1928 se descerrajó un tiro en el corazón. Gracias a una cerril determinación. Horas después, en su bolsillo encontraron la nota que había escrito en el café: «Aconsejo a cuantos sepan nadar que no intenten suicidarse tirándose al mar. Durante diez horas estuve peleándome con las olas. Tragué una enormidad de agua, y sin saber cómo, de vez en cuando subía a la superficie. Seguramente, alguna vez, cuando tenga oportunidad, escribiré las impresiones de un ahogado».
Nadie como George Simenon, sin embargo, para entender el trabajo como una inmersión obsesiva, total, durante la que no hay que subir a tomar oxígeno. Escribió más de doscientas novelas, como se sabe, y mientras, como le gustaba presumir, mantuvo relaciones sexuales con diez mil mujeres, rebajadas a mil doscientas según su esposa. Muchas de ellas secretarias, cocineras y amas de llaves que contrataba su mujer para facilitarle la vida. Empezó a escribir en 1919, como corresponsal de policía para el diario La Gazette de Liège, y ya no se detuvo hasta 1989, condicionado por su muerte. Disfrutó de una gran fortuna, que gastó en comprar castillos, yates, coches, putas y champán. Le gustaba cerrar prostíbulos de provincia solo para él y su mujer, y confinarse —es decir, sumergirse— durante tres días seguidos, sin descansos. Era el método que adoptaba también cuando escribía.
No le gustaba respirar cuando tenía un asunto importante entre manos. «Cuando estoy escribiendo una novela —admitía en The Paris Review en 1955— no veo a nadie, no hablo con nadie, no respondo a ninguna llamada telefónica. Me aseguro de que durante once días no tengo una visita programada. Yo vivo como un monje. Todo el día soy uno de mis personajes». En cierta ocasión, Alfred Hitchcock lo llamó por teléfono y le respondieron que el señor Simenon no podía ponerse porque acababa de empezar una novela. El cineasta, que conocía la inclinación al encierro de Simenon, pero también el poco tiempo que le llevaba acabar una novela, respondió: «Bueno, espero».
Después de cinco o seis días de inmersión literaria, siendo otra persona, la situación es casi insoportable. «Por eso mis novelas son tan cortas. Pasados once días no puedo más. Tengo que dejarlo. Es físico. Estoy muy cansado. Es horrible. Por esta razón, antes de empezar una novela, llamo al médico. Me toma la presión arterial, lo comprueba todo, y si dice “OK”, empiezo». Era importante que estuviese bien de salud para soportar los siguientes once días siendo un personaje empujado al límite. Bajo ninguna circunstancia Simenon podía interrumpir la escritura de una novela. «Si enfermo durante cuarenta y ocho horas, interrumpo la novela, tiro todo a la basura, y vuelo a comenzar de nuevo».
En la vida, no pocas veces se trata de seguir recto, obviando el radio de la curva, y llegar a la meta a través del despeñadero. Los frenos están sobrevalorados. Cada cierto tiempo conviene no revisarlos. Cuestionar la frenada. El frenesí es eso: a la mierda los frenos. A la mierda la curva. A la mierda todo, menos la velocidad. Hace algunos años, pero no demasiados, un compañero de la prensa acudió a media tarde a un hotel de Vigo. Era verano y allí lo esperaba una conocida actriz, que estaba de vacaciones, pero sin dejar de estar de promoción. El redactor jefe había acordado la entrevista esa misma mañana, y le encargó la improvisación a mi amigo. Quedaron en la terraza, con vistas a las islas Cíes. Después de la sesión fotográfica, ella sugirió que estarían más tranquilos en su habitación. «Este barullo…», alegó sin completar la frase. Era cierto, había por allí un grupo de rusos muy ruidosos, vagamente borrachos. Él se encogió de hombros, como desganado.
«Bueno». Subieron. Apenas se cerró la puerta, todo se precipitó, como en una emboscada de apaches, en un tranquilo y hermoso valle de Arizona, donde de pronto la atmósfera se envuelve en una polvareda pesada. Cuando el periodista pretendió valorar qué pasaba, ella le estaba bajando los pantalones, tomaba su polla y la introducía en su vagina, en un exitoso acople. Casi se oyó el «clic» en recepción. Todo fue muy rápido. Él sintió vértigo y cosquillas, como al correr borracho por el filo de una azotea. Ni siquiera había calculado si sus amigos se creerían aquella historia, cuando escuchó de la boca de la actriz: «Acaba pronto, mi novio está a punto de llegar del aeropuerto». Esta. Esta es. Esta es exactamente la forma de acometer ciertas empresas, buscando con turbación la meta, sin pararte a respirar siquiera. Procurando, como quien dice, acabar antes de empezar, despreciando los frenos, la curva, el precipicio, la llegada inminente del novio.
Buenísimo
Tengo que confesar que el hecho de que Fogwill se pusiera hasta el culo de perico, o que a la mujer de Simenon le gustara irse de putas con su marido, no incrementa mi aprecio por sus respectivas obras
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