Las tragedias no tienen medida. No distinguen entre mucho o poco. Simplemente suceden, rompen la estabilidad del ser burlando esa línea de seguridad que creemos permanente a nuestro alrededor. Son de hecho las experiencias que con mayor intensidad nos hacen cuestionar el mundo y toda esa presunta dimensión trascendente de la vida.
Hay una sorda distancia entre ellas y nosotros cuando no nos afectan directamente. Y para ese muro no hay edad. La percepción es unánime de por vida. Una tragedia ajena, no nuestra, es como un silencio. En cambio una tragedia vivida, padecida en carne propia, figura un alarido que solo el tiempo es capaz de atenuar pero nunca de desaparecer.
Tiende nuestra semántica a identificar los excesos con la ebriedad, como banquetes que proponer a la existencia, como paréntesis a la anodina tibieza que también es vivir. Y sin embargo nada más excesivo que una tragedia y su repentina agresión a la vida.
Hay sin embargo en la tragedia la posibilidad de ocupar una extraña provincia. Un lugar intermedio entre la distancia remota de la tragedia ajena y la carnal de la propia. Un tramo a medio camino que permite, al superviviente, haber pasado por allí sin daño físico, lo que dota a la experiencia de un valor no menos absurdo pero a la memoria de una huella imborrable.
Por eso el viernes 26 de agosto de 1983 es una fecha que nunca podré olvidar. Aquel fatídico día viví junto a mi familia una situación que para un chiquillo a dos semanas de los diez años queda grabada para siempre. Mis padres, mi hermana y yo regresábamos de unas vacaciones por Galicia y lo hacíamos en el Talbot Horizon que un año antes relevó al viejo Simca 1000 rojo que cada verano, así como en El Puente (1976), tomaba el pulso a la geografía de la transición. Para evitar los habituales mareos de los hijos mi padre había eludido volver por la costa tomando, como llamaba, la carretera de Castilla. A medio camino paramos a comer unos bocadillos, tras lo cual retomamos la marcha. Hasta que a eso de las cuatro de la tarde, cerca de Vitoria, el cielo se hizo noche y la lluvia, una lluvia persistente y cerrada, se nos echó encima apoderándose de la carretera.
Poco después los coches se detenían en todos los carriles, parecía imposible avanzar y la lluvia arreciaba cada vez con más fuerza. «Vaya, hay tormenta», lamentaba mi padre, a quien antes de partir mi abuela había informado desde Barakaldo de que llevaba toda la semana cayendo un tozudo sirimiri que parecía aprontar el final del verano. Pero aquello, qué pronto lo supimos, no era una tormenta normal.
Recuerdo con cruda nitidez cómo me pegué a los asientos delanteros y hasta donde se divisaba en la dirección que seguíamos el cielo era negro, completamente negro, como si nos aguardase el infierno. Dentro del coche los nervios de mi madre no ayudaban y hubo un momento en que pareció que cogíamos algo de velocidad, como para poder meter tercera. Pero fue un espejismo. Enseguida nos detuvimos otra vez en colas interminables bajo una lluvia sin medida. El cielo más tenebroso imaginable descargaba agua a chorros que rompían en las lunas del coche amenazando con aplastarnos y el miedo, un miedo contagioso, nos invadió de veras. Por Altube el agua caía por las laderas con tal virulencia que formaba cataratas que en algunos tramos caían directamente a la autopista, por una de cuyas orillas pudimos ver cómo la fachada de un caserío corría a la deriva por la riada. Recuerdo que mi padre encendió la radio, que nos devolvía chirridos por el enjambre de relámpagos que nos asolaban como a nuestra misma altura. Temiendo que las aguas fueran a tragarnos a todos poco podíamos hacer salvo apretarnos contra los asientos, avanzando apenas unos metros cada quince o veinte minutos. Cada vez que tronaba mi madre perdía los nervios y, no sé si obra del miedo, yo me orinaba sin poder aguantar hasta tener que hacerlo dentro de un pequeño termo de café.
Lo que menos puedo olvidar es ver a gente fuera de los coches, hombres histéricos llegando a suplicar gasolina. «Los túneles de Malmasín están anegados. ¡Repetimos! ¡La carretera está cortada!», informaba la radio. Supimos que las autoridades, el Gobierno Civil o quien fuese decidieron abrir el peaje de Amorebieta y dejar paso a los vehículos que en la A-8 sufrían serio riesgo de ser arrastrados. En uno de aquellos coches viajábamos nosotros.
Con motivo del veinticinco aniversario de lo ocurrido, el diario El Correo habilitó un blog abierto a los ciudadanos que tuvieron la desgracia de sufrir aquel infierno. De entre los cientos de comentarios el más próximo a mi experiencia lo firmaba alguien bajo el nombre de Unai. «Había cumplido cinco años, venía de vacaciones con mis padres de Burgos, y nos tuvimos que quedar toda la noche y parte del día siguiente en el peaje de Llodio de la A-68. Yo estaba muerto de miedo porque la gente que estaba en el peaje estaba loca. Abandonaban los coches y se iban corriendo hasta Llodio entre gritos y sollozos». El lehendakari Garaikotxea, de vacaciones en Zarauz, expresaba algo parecido de regreso urgente en un todoterreno: «Durante el trayecto fui testigo de escenas desesperadas, con gente perdida que no sabía dónde ir».
Se me agolpan las imágenes, algunas ya muy frágiles, pero recuerdo las siguientes horas cerrando los ojos y rogando al destino que nos liberase de aquel abismo hasta que, por fin, cerca de las once de la noche, conseguimos llegar a Barakaldo. Seguía lloviendo con fuerza, como si nunca fuese a parar. Pero cuando abrimos la puerta de casa un alivio sin medida nos invadió a todos. Mi abuela (q.e.p.d), que vivía en la calle Zaballa, había llamado a la familia de mi padre en Lugo, de donde veníamos, más de veinte veces. Y ellos trataban de calmarla por lo que repetían los boletines de radio, que aún no hablaban de víctimas. No pude dormir. Y a eso de las cuatro de la madrugada, tras un atronador relámpago, sentí que el cielo descargaba con más fuerza que nunca, como si algo muy grande se hubiera conjurado contra el rincón que ocupábamos en el mundo.
No todos tuvieron nuestra suerte. Por eso yo no soy el protagonista de esto. Lo son los miles de personas que de verdad padecieron un infierno aquella madrugada, las decenas de ellas que perdieron la vida y las decenas de miles que ayudaron a reconstruir una ciudad ahogada por el diluvio.
Entre las tardes del 26 y 27 de agosto de 1983 Euskadi sufrió la ruina y la desolación a un extremo sin paralelo en tiempos modernos. Se tardarían años en levantar lo que las aguas destrozaron en unas pocas horas, durante las cuales la ría de Bilbao no pudo soportar los más de tres mil metros cúbicos de agua por segundo que recibió. En menos de un día cayeron más de quinientos litros por metro cuadrado. En el triángulo formado por Bilbao, Durango y Llodio, el área más castigada, tres tormentas consecutivas descargaron con increíble virulencia mil quinientos millones de toneladas de agua. En unas horas cayó sobre Euskadi cien veces más volumen de agua que el que contiene toda la bahía de la Concha. Sobre Bilbao se abatió en veinticuatro horas más agua que toda la que se precipita sobre Vizcaya en un año de lluvias. El fenómeno meteorológico conocido como «gota fría» debió de adquirir entonces un alcance insólito. «Llegó una corriente de aire cálido mediterráneo y entró desde Francia al golfo de Vizcaya, que es una fuente de calor y humedad —explicaba en la prensa un especialista—. Se topó con una masa de aire subpolar en altura especialmente fría, de unos 61 grados bajo cero. El aire frío es más denso y pesa más, por lo que cae empujando hacia arriba a la masa cálida de la superficie —ese día hubo entre 18 y 25 grados—, que se enfría al ascender. Entonces se produce la condensación, se forma la nube, que crece y alimenta otras cargándolas de agua. (…) Porque aquí se mezcla la temperatura alta del aire y del agua con la humedad que aporta el mar y una orografía que retiene la tormenta». Paradójicamente hasta aquel mes de agosto el año 1983 había sido en Vizcaya el más seco de los últimos cuarenta años.
Aquel mes de agosto la Aste Nagusia, en su tierna sexta edición, se había iniciado con lluvia, una fina lluvia que como sirimiri regó la ciudad hasta la violenta irrupción de aquel viernes maldito. Por entonces las txosnas se montaban como de costumbre en la plaza del Arenal y el entorno del Arriaga. Hay algo profundamente macabro, algo que las imágenes ratifican, en que el epicentro de lo ocurrido tuviera lugar allí, en el corazón mismo de la fiesta.
A eso de las cuatro la lluvia dejó de tener gracia comenzando a inquietar en El Arenal a los comparseros que como cada jornada se habían dado cita alrededor del Arriaga. «Era viernes de disfraces; íbamos de punkis con la cara pintada, las crestas y demás; de repente vimos cómo se nos emborronaba la cara. Y seguía lloviendo. Nos dimos cuenta de que a lo mejor nos teníamos que empezar a preocupar», recordaba Juan Carlos de Rojo, de Radio Bilbao. «El primer aviso llegó cuando estábamos comiendo. Fue la Policía Municipal la que alertó de la gravedad de la situación. Salimos del restaurante Mandoya donde comíamos y vimos cómo se desbordaba la ría a la altura del mercado de La Ribera. El agüilla no tardó en llegar hasta donde estábamos nosotros. Nos aseguraron que la cosa iba a ser gorda y empezamos a desalojar el recinto ferial» (Andoni Olivares, programador festivo Ayto. Bilbao). Pero de fiesta es difícil tomar algo en serio. Por eso en las txosnas, aquellas embrionarias y flacas de mecanotubo, la fiesta, aunque empapada, seguía a lo suyo. «Seguíamos con la fanfarria haciendo risas de cómo llovía. Nos reíamos de que el agua nos llegase a los tobillos. Pero cuando comprobamos que seguía subiendo y que nos cubría por la rodilla…» (Leonero Bilbao, miembro de Txomin Barullo).
«Nos comunicaron que el desbordamiento de la ría era inminente y que teníamos que evacuar cuanto antes a la gente de las txosnas. Claro, vestidos de comparseros te puedes imaginar el caso que nos hicieron» (Txema Amantes, Moskotarrak). Como a las cinco y media el nivel de la ría era tal que el agua bajaba amenazadora golpeando las orillas de La Naja y el Arenal. Y la música y el júbilo se apagaron. La gente comenzó a acudir al puente y aledaños, elevados a prudente altura, seducidos por un espectáculo que pronto presentaría su rostro más aterrador.
Cuando la oscuridad lo cubrió todo el cielo seguía descargando sin piedad. En La Peña las aguas llegaron a alcanzar los doce metros de altura, el mayor nivel de todo Bilbao. En Galdakao el agua alcanzó los casi diez metros, destruyó edificios y puentes, y durante días la Policía rastreó la zona con un cañón de luz y un megáfono en busca de vecinos aislados. En Basauri el agua alcanzó los nueve metros; en Etxebarri, los once. Sondika, Bakio, la parte baja de Barakaldo y así hasta más de cien localidades quedaron a merced de las aguas.
Una de las imágenes arquetípicas de aquella tragedia tuvo lugar la misma tarde: las aguas rompieron las amarras del buque Consulado. Durante unos minutos interminables el buque quedó a la deriva y se temió lo peor: que impactara contra el puente de Deusto y lo derribara. Antes de llegar al puente de La Salve, a la altura del Edificio Albia, el buque se hundió. El mercado de la Ribera quedó bajo las aguas. En la plaza de Santiago, junto a la catedral, tuvo lugar uno de los fenómenos más increíbles de aquella tragedia. El agua alcanzó en este punto, el más bajo del Casco Viejo, los seis metros de altura. Allí confluían todas las calles de alrededor y se formó un espectacular remolino que a modo de vórtice lo absorbía todo.
La carretera de San Ignacio sufría multitud de cortes. El puente de Rontegi, erigido aquel año para unir las dos márgenes de la ría, no pudo padecer peor estreno. En Llodio, apurando las fiestas de San Roque, las aguas llegaron hasta el segundo piso. A media tarde se habían cortado las comunicaciones telefónicas y cinco horas después ya no se podía salir ni entrar del pueblo. Pero ninguna área sufrió más que El Peñascal. Sobre el barrio dormitaba una vieja cantera en desuso que vomitó ladera abajo miles de toneladas de peñascos, rocas, escombros y lodo.
Muchos de los jóvenes que horas antes habían entrado en el Casco Viejo ya no pudieron salir. Quedaron totalmente aislados y la gran mayoría fue alojada por los vecinos antes de que el Casco se convirtiera en un foso que en lugar de siete calles era de siete ríos. A su paso por Erandio la enfurecida ría destrozó el puente. Además de árboles y bidones los recodos que las aguas habían abierto en la carretera estaban atestados de caballos y vacas muertas. La noche iba a ser un infierno.
En la calle Tendería tuvieron que formar cadenas humanas para poder salvar a la gente. En la calle Jardines un bloque entero se vino abajo. Al fondo de la calle Somera, que finaliza en una curva, ocurrió algo que pudo terminar en una desgracia mucho peor. Allí se formó un tapón con ramas, troncos, basuras, enseres y mobiliario. A ello se sumó una gigantesca bombona de gas propano que primero chocó contra la iglesia de San Antón y luego fue navegando hasta detenerse en los escombros. Los vecinos asustados daban el aviso con linternas. Y pasó una eternidad hasta que, coordinándose a gritos desde las ventanas, consiguieron deshacer a golpes el tapón por uno de los lados de la calle. Cabe imaginar el terror de aquella operación improvisada que despidió a la bombona entre la oscuridad. Aquel gigante de propano no era el único. Había miles de bidones de cianuro, carburo y ácidos, la mayoría rotos, navegando libres corriente abajo. Durante la riada innumerables pequeñas y medianas industrias fueron arrasadas y muchos de sus productos tóxicos quedaron a la deriva.
Radio Bilbao fue la única emisora que pudo emitir noticias y llamadas de auxilio aquella fatídica jornada. Hasta que a las cuatro de la madrugada estalló una tormenta aún mayor que parecía concentrarse en el bajo Bilbao, desde la parte alta del muelle de Urazurrutia hasta Zorroza, con brutal intensidad sobre el Casco Viejo. Y la radio quedó muda.
Horas después, sin luz, agua ni teléfono, no había noticias de Bermeo, Bakio o Mundaka, y en los alrededores de Bilbao sobrevolaban rumores inquietantes. Uno de ellos afectaba directamente a la ciudad. Al parecer había expresa orden de dinamitar el puente del Arenal si las aguas hacían tapón allí, lo que habría sido definitivo para el Casco Viejo. Otro hablaba de evacuar Barakaldo, la localidad más poblada del Gran Bilbao, por el riesgo que entrañaba la ruptura de una presa. Pero el rumor más delirante de aquellas trágicas horas sugería que la localidad pesquera de Bermeo podía haber desaparecido bajo las aguas. A la mañana siguiente dos navíos de la Armada consiguieron llegar a su bahía. La dimensión de la catástrofe en Bermeo era indescriptible. La emisora de la Cruz Roja marítima había lanzado un SOS que recogieron en el puesto de voluntarios de la Cruz Roja en Zumaia. Cuando llegaron por mar una gigantesca masa de coches se apilaba en el puerto. Para evitar infecciones las autoridades decretaron que tan solo en Bermeo se enterraran en cal viva ciento cincuenta mil toneladas de bonito. Los miles de voluntarios que participaron en el desescombro fueron vacunados contra el tifus y el tétanos.
Eran los años del plomo, cuando el terrorismo apretaba con mayor intensidad. Y sin embargo la respuesta nacional fue conmovedora. El Gobierno de Felipe González delegó en Carlos Garaikotxea y su Lehendakaritza la organización de las labores de auxilio en todo el territorio vasco. En multitud de puntos los alimentos básicos no llegaron hasta el tercer día. Camiones y helicópteros llevaron a numerosas localidades los víveres: una barra de pan y un litro de agua por persona era el racionamiento establecido. Uno de los símbolos de aquellos fatídicos días, obra del alcalde de Miravalles, aparecía escrito en una pizarra que presidía el pueblo. «A quien se sorprenda saqueando o aprovechándose de la lamentable situación que padecemos será objeto del más enérgico castigo que la ley permita». Porque como en una de esas pesadillas apocalípticas los actos de pillaje en los días siguientes se sucedieron y patrullas vecinales, fuertemente armadas, se vieron obligadas a proteger sus bienes en numerosos puntos de Bilbao y alrededores. «Cuando llegamos a La Peña una patrulla de vecinos nos recibió con escopetas en mano. Nos informaron de que allí no había llegado ninguna ayuda» (Juan Carlos de Rojo, Radio Bilbao).
La Armada trasladó por mar alimentos y antibióticos. Dos destructores llegaron desde Santander para trasladar provisiones hasta el muelle de Abando. Aunque se cifraron entre doscientos mil y quinientos mil millones de pesetas, las pérdidas fueron con seguridad mucho mayores. Incluso las treinta y nueve pérdidas humanas se antojaban una cifra corta ante la magnitud del desastre. Los miles de voluntarios que se sumaron a la reconstrucción volvieron a demostrar que tal vez lo más valioso del ser humano despierta en las catástrofes.
En agosto de 2008 Bilbao conmemoraba los veinticinco años del desastre. Una serie de gigantescas fotografías fueron colocadas en diversos puntos de las Siete Calles, varios programas de radio y la emisión de dos documentales en ETB, especiales en El Correo, Deia y El Diario Vasco, vinieron a recordar el espanto de aquellos días. El Ayuntamiento de Bilbao se sumó a la iniciativa con una recogida de fotografías y testimonios sin precedentes desde la tragedia. Sin embargo fue la exposición en la planta baja del Edificio del Ensanche, convertida en improvisado museo, la que con mayor hondura y precisión inmortalizaba los hechos: fotografías, crónicas, testimonios escritos por los ciudadanos, documentos sonoros y un sinfín de archivos hacían de la visita una experiencia estremecedora. Nada como escuchar a los veteranos visitantes con los que uno tenía la suerte de coincidir allí, abuelos con txapela y alma de hierro, bilbaínas arrugadas que suspiraban cuando aquellos hombres evocaban la desventura que encerraba cada imagen, a cual más siniestra. Fue hora y media de profunda emoción.
Es probable que muchos nativos rescataran entonces el recuerdo a través de estos actos y, sobre todo, del doble documental emitido por ETB. Pero de seguro otros muchos lectores ni sabrán de aquellos días en los que Bilbao estuvo al borde de la muerte. Basta subir al monte de Artxanda para echar un vistazo desde allá arriba y comprobar que Bilbao, nuestro adorado Bilbao, es tal y como reza su apodo de Botxo, un agujero.
Han pasado casi cuarenta años. En algún momento del día siguiente la lluvia cesó. El recuerdo nunca lo hará.
Tu relato me ha puesto los pelos de punta y ahora mismo estoy bastante tocado. Pero lo que más me está desasosegando, es que en agosto de 1983, yo tenía ya 30 años, vivía en España donde nací, y a pesar de todo ello, lo que te he leído me ha sonado a nuevo, no recordaba en absoluto nada de esta tragedia de la que por fuerza, tuve que estar mínimamente informado. Quiero pedir perdón desde aquí a ti y a todas las personas que sufrieron ese horror.
Eran los años de plomo. Y yo recuerdo especialmente, tenia 14 años, la viñeta de Mingote, en ABC. Un Guardia Civil, con agua hasta el pecho, cargando sobre sus hombros a un hombre tocado con txapela. Genial. Nunca se dijo más con menos.
Que ese detalle sea con lo k te quedas de esa tragedia, dice mucho de ti, akgunos siempre tendrán el mismo discurso en la boca pase lo k pase
Un comentario que apenas destila odio, resentimiento, paranoia y chifladura en general. Enhorabuena, ‘Paco’, sigue usando las redes sociales para mejorar el mundo.
Hombre, Paco da bastante vergüenza ajena con su uso de la «ka» (y ya es hasta gracioso cuando dice «akgunos»), pero lo de odio, chifladura y tal… es que cuando dice el anterior que con el chiste de Mingote nunca se dijo más con menos…No me jodas, eso es el discurso mierder de anegados defensores del pueblo, la anécdota gilipollas que a alguno les hará sentirse fetén, el meme vacío totalmente de contenido pero que encaja chachi-piruli con el discurso que nos venimos comiendo desde hace más de 40 años…En fin.
Bah, es un lugar común que delata a lectores de Abc, no tiene mayor importancia y es casi un chiste en si mismo; es como lo de ‘El Roto siempre certero’ entre los de El País. Darle más vueltas a eso… En fin, digo yo también.
Recién me entero de esta tragedia humana. Un relato aterrador. Lamento los comentarios fuera de lugar y me pregunto cuál es la posibilidad de que vuelva a suceder, Por lo leído parece que fue una poca probable conjunción de estados atmosféricos. Se agradece la vívida lectura.
Buenas noches
Ese día también íbamos en coche, pero yo era mas joven, apenas 3 años y medio, pero no lo olvidare, solo fotogramas en mi mente, pero imposible olvidarlo. Mi primo (y padrino) se casó ese viernes, habíamos ido desde La Rioja a la boda, en San Ignacio, y a ultima hora de la tarde iniciamos el regreso.
Recuerdo el puente de Deusto, cuando aun se levantaba al paso de los barcos, llovía sobre el 124 de mi padre en el que íbamos 6 personas, y esperábamos a que bajara el puente, pero llovía cada vez mas y era atronador.
Pero lo peor fue después, no regresamos por Altube, mi padre decidió ir por barazar, la lluvia no dejaba ver, los rayos eran ensordecedores y solo se veía agua y tierra de las montañas caer en la carretera, no se como llegamos a casa, no se la hora, solo recuerdo los rayos y agua golpeando contra el coche. Y recuerdo la angustia la dia siguiente por nuestra familia en Bilbao….
Después de aquello nunca quise ir a Bilbao por barazar (me tuve que aguantar, mis padres eran animales de costumbres), y aun con 41 años si me mencionan ese puerto no puedo evitar acordarme de aquellos días.
Gracias por el artículo.
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