Imagínense un diagrama de Venn, uno de esos esquemas con los que en el colegio nos explicaban las interacciones entre varios conceptos, ideas o elementos, y que (sobre todo en su versión meme de Twitter) generan en sus intersecciones una mixtura a veces algo grotesca, quizá imposible, que viene a cuestionar la expresión «la suma de sus partes». Ahora imagínense ese mismo diagrama, pero compuesto por obras tan dispares como Kill Bill, Una joven prometedora y Transformers. Es un buen punto de partida para aproximarnos a Titane, el segundo largometraje de Julia Ducournau. Y, avisamos, también es lo más parecido a una sinopsis que encontrarán en este texto. La película no se merece que vayan ustedes predispuestos a nada en concreto. O quizá, más bien, merece que vayan predispuestos a todo.
A este bizarro puzle de referencias cruzadas hay que añadirle unas elevadas dosis del hype más sibarita que suscita toda obra avalada con la Palma de Oro de Cannes, algo que cada vez se aleja más del galardón en sí y se relaciona con el espectáculo mediático que revoluciona anualmente La Croisette ante determinados proyectos, sobre todo si se enmarcan dentro del género fantástico. El festival regresa, después de un año de parón (debido a la pandemia) y varias décadas de anquilosamiento, de premiar la injusticia social en sus más conservadoras formas de representación. Pero si Parásitos ya apuntaba a un cambio de tendencia, con el premio a Titane parece confirmarse que estamos ante un camino, y no solo una dirección apuntada.
Pero… ¿Qué es Titane exactamente?
Con el precedente de Crudo, que en 2016 indigestó a los patios de butacas de medio mundo (cuenta la leyenda que en el Festival de Toronto los desmayos se contaban por decenas ante tanta carnicería), era de esperar que el siguiente trabajo de Ducournau se ubicase en el terreno de lo fantástico y del horror. Y es ahí, precisamente, donde se encuentra Alexia (Agathe Rousselle): en el epicentro de una horror movie radical de atmósfera tecno-cool que viene no tanto a deconstruir las reglas del terror (ni inventa nada nuevo, ni lo pretende) como a cuestionar aspectos discursivos, tales como las identidades de género y los estereotipos.
Y hay más. Porque cuando Titane muta (y lo hará varias veces a lo largo de su metraje) empieza a ponerse de manifiesto que aquella idea de intersección como unidad de medida del film (recuerden el diagrama de Venn con el que abríamos estas líneas) no es solo un ejemplo visual más o menos acertado, sino que encarna la propia naturaleza de una cinta que con cada volantazo tonal va desconcertando al espectador. Y la metamorfosis no podría ser más coherente: con cada transformación de Alexia el género del film también sufre un cambio, pasando del noir al terror, del gore al melodrama, siempre bajo los preceptos de una metal sci-fi que utiliza el simbolismo en la mejor tradición de la ciencia ficción clásica, señalando y exhibiendo las miserias que habitan en el presente.
Pues bien: dicho todo esto, es ahora cuando se puede empezar a hablar de Titane, de su energía visual, de su fotografía tenebrista y electrizante, de su despampanante atractivo en la composición de los planos, de la fisicidad de sus imágenes, aspectos todos ellos con los que podríamos abordar uno de los grandes temas de la cinta: la experiencia del cuerpo. Porque ya sea de carne o de titanio, el cuerpo es (como ya lo era en Crudo) la vía para crear un vínculo emocional, de conexión o desconexión con los otros. O lo que es lo mismo: el dolor y el placer como significado y significante de un lenguaje universal. Ducournau metaliza el mundo y diseña la carrocería de una película en la que hay espacio para el fetiche, para la virilidad más tóxica y las nuevas masculinidades, para las pulsiones más rocambolescas, la psicopatía y los complejos de Elektra.
Julia Ducournau ha alzado la voz y lo ha hecho sin pedir perdón ni permiso, ha emborronado las líneas de lo políticamente correcto y lo ha hecho con un discurso marcadamente feminista y nada complaciente. Quizá por eso sean tan necesarias las múltiples referencias que apuntalan el relato, desde las más evidentes (¿todavía queda alguien que no haya oído hablar de la relación de Titane con Crash?) hasta las citas textuales (la noche del 1917 de Sam Mendes), pasando por las más oscuras o casi nerds, como la que hermana la película con el cine de Tarantino a partir del tema musical «She’s Not There». Titane nace de la posmodernidad, atraviesa el cosmos de lo diverso y se manifiesta como el paradigma de una realidad dislocada. Aquí viven los mutantes, los incomprendidos y los monstruos. Es para ellos para quien entona una plegaria nada más comenzar el film: durante los títulos de crédito, mientras la cámara se desliza por los tubos y demás partes del automóvil, suena una versión de la canción popular «Wayfaring Stranger» (otra vez 1917). De este modo, Ducournau asocia las imágenes de la maquinaria automovilística, con el desolador mensaje de una canción que clama por encontrar un hogar, alcanzar la redención y superar el dolor: un himno popular que conecta esta fábula futurista con lo ancestral. Quizá, en fin, los monstruos no estén tan lejos de nosotros.