Hablemos de sexo decrépito. Decía alguien que la vida es una enfermedad de transmisión sexual y que su mortalidad es del cien por cien. Con ese detalle estamos contentos: la muerte es furiosamente democrática. Ajena a clases sociales, apetencias vitales o suntuosos proyectos profesionales, plaf, de un certero plumazo, nos alcanza a todos. Y si el sexo es vida —como muy acertadamente apunta un centro médico en todos los periódicos de nuestro país—, no hay prácticamente mejor plan posible contra nuestra propia defunción que buenas y continuadas sesiones del asunto. Bukowski tiene razón: follar es darle una patada en el culo a la muerte mientras canturreas. Entonces, ¿por qué está tan endemoniadamente mal visto el sexo entre ancianos al borde de la extinción?
Es otro misterio irresoluble al que, como siempre, hay que aplicarle la máxima detectivesca: sigue el dinero. Y la conclusión es que los fabulosos beneficios que genera vender la idea de juventud en todos sus más variados estamentos —ocio, salud, belleza, influencia, seguridad— cae estrepitosamente cuando, llegada una edad, no queda otro remedio que tener el arrojo de mirar a la muerte cara a cara. Y ahí no hay nada: solo pellejo y toda la experiencia del mundo. Poco negocio que arrendar, pero tranquilos, hay entusiastas emprendedores para todo. Como muy gráficamente dicen algunos, un nicho —nunca mejor aplicado— más por explotar.
Otra pista fundamental sobre la falsa figura del anciano y la anciana asexuada, aséptica, muda y como esculpida en yeso es el rastro de dolor que cualquier religión deja a su paso. Como en casi todo, siempre es perturbador mirar atrás, pero si lo hacemos en este aspecto se nos ponen los pelos de punta, especialmente a las mujeres: hasta hace cuatro días —lo que vivieron nuestros padres, sin ir más lejos, y de ahí para atrás todos y cada uno de nuestros antepasados— se vendía el cuento de que el sexo solo se consideraba un mero ejercicio de reproducción bendecido por Dios, en cualquiera de sus múltiples y fieras caras. Por tanto, su ejecución fuera de plazo —como sería en el caso de los abuelos— se consideraba poco menos que una anomalía vil y vergonzante. Y si la ejercitante era una abuela sin pareja, entonces era una cuestión de vicio con tintes de leyenda. Una bruja loca y peligrosa.
A los mayores los vemos como a nuestros abuelos y sus amigos, señoras y señores que van renqueando por la calle, hablan de personas y cosas que ya no existen y tienen achaques. Poco más. Pero todos, sin excepción, tenemos múltiples identidades, y hay una que siempre, infaliblemente, incluye la variante sexual. No desaparece, se muda o se evapora al soplar las velas en tu sesenta cumpleaños. Se va con nosotros solo cuando morimos.
Hace unos años, el gobierno estadounidense —ojo al dato: con la ayuda de Pfizer, dueños y señores de Viagra— llevó a cabo un estudio en profundidad sobre tan desconocida materia como la actividad sexual entre personas de edad provecta. Y llegaron algunas sorpresas, hasta el punto de que algún joven retraído firmaría con sangre la posibilidad de aplicar tales estadísticas a su vida. El estudio, llevado a cabo en forma de encuesta y conversación con más de tres mil mujeres y hombres del país en edades entre cincuenta y siete y ochenta y cinco años que vivían en pareja, afirmaba que más de la mitad de los que tenían entre cincuenta y siete y setenta y cinco años practicaron sexo oral el año anterior, sexo con penetración en el 73 % de los casos de los que tienen entre cincuenta y siete y sesenta y cuatro años, porcentaje que baja hasta 53 % entre los que tienen sesenta y cuatro a setenta y cinco y que cae hasta el 26 % entre los que tienen entre setenta y cinco y ochenta y cinco. De los que se consideraban activos, afirmaron que lo hacían dos o tres veces al mes.
Otros periódicos de este país y de Reino Unido reportan estadísticas que señalan que los casos de enfermedades de transmisión sexual entre gente mayor están a la orden del día, hasta el punto de no ser descabellada la idea de poner en marcha una campaña de uso de condones —la cosa parece que es a pelo, un poco a salto de mata— entre nuestros venerados abuelos.
Como tantos asuntos, al rascar un poco al final es una cuestión de libertad. En este caso, hablamos de derecho a la intimidad, de que los demás no se inmiscuyan en temas ajenos. Los abuelos, la gente mayor en general, sufren una extraña esquizofrenia social en sus mórbidas carnes: o no tienen a nadie o tienen a demasiados pesados alrededor que les dicen lo que deben y no deben hacer. Aquí y en Pekín, ahora y siempre, hay que luchar contra el estigma, los prejuicios, la vergüenza, el miedo, la desinformación y, al final, las situaciones de violencia —física y psicológica— que todo lo anterior genera.
¿Hay más sexo viejo ahora que antes? Nunca lo sabremos. Pero la opción de ser un mirón de la vida no es la mejor manera de acabar tu propia historia en la tierra. Esta fue la reflexión que le vino un día a la cabeza a Jane Juska, una señora de sesenta y seis años que vivía en Berkeley. Y lo que hizo fue lo siguiente: puso un anuncio en The New York Review of Books que decía: «Antes de que cumpla sesenta y siete años, el próximo marzo, me gustaría tener un montón de sexo con un hombre que me gustara. Si lo que a ti te va es charlar un poco antes de entrar en faena, Trollope me parece bien» (hay que aclarar que Trollope no es la última marca Viagra style que tarda un tiempo en hacer efecto: es un novelista inglés de la época victoriana de cierto éxito y recorrido en el mundo anglosajón). De su odisea —por espléndida, extraña y valiente— salió un libro, y de ahí una obra de teatro. Como en tantísimas cosas, nuestros nietos no darán crédito a la idea de que, a estas alturas del siglo XXI, algunos consideraran que socialmente se puede funcionar pensando que la gente mayor debe ser invisible y, por extensión, no tener vida sexual. Pensarán que es una faceta más del pensamiento mágico que, durante tanto tiempo, inundó nuestro cerebro con sandeces.
Graham Greene dijo una vez que hacerse mayor consiste en asistir al espectáculo de la sustracción de todos tus poderes. La respuesta, siempre, es pelear y resistir. Hasta morir. El sexo no es solo placer, también es poder y posibilidad de huida. Hay que aprovechar, pues, hasta el último minuto. Uno de los síntomas más deshumanizadores —y abismalmente estúpidos— del tiempo en el que vivimos es el desprecio por los mayores. Y hay pocas cosas más deshumanizadoras que negarle el derecho a la intimidad y al sexo a una persona. A alguien al que un día, no tan lejano como tú crees, acabarás pareciéndote demasiado.
Sí, todo muy bonito pero el problema yo lo veo en que: ¿Quién quiere tener sexo con un pellejo viejo? Mujeres y hombres mayores querrían tener sexo quizá, con seres atractivos de piel tersa, sin arrugas por todas partes, con cuerpos mórbidos y voluptuosos y con entusiasmo por la labor como el que ellos tenían a los 20 años, incluso hasta mucho más allá, hasta los ¿cuarenta, cincuenta…? No nos engañemos, aunque se descubra Viagra o lo que sea para ambos sexos y los abuelos estén como motos, lo cierto es que NADIE quiere follar con un viejo o una vieja y este un asunto en el que se pasa siempre de puntillas. Este artículo no ha sido una excepción.
A ver tío, tengo cincuenta y nueve años, mi señora cincuenta y tres. Se hace lo que se puede y se continuará con la misma disposición hasta que cierre el chiringo. ¡Ok?
Igual eres el crack de la discoteca pero cuando yo tenía veinte años también quería tener sexo con con «seres atractivos de piel tersa, sin arrugas por todas partes, con cuerpos mórbidos y voluptuosos y con entusiasmo por la labor», pero la verdad no es que lo consiguiera muy a menudo, a esa edad muchas señoritas tienen celulitis, pechos de diferentes tamaños, estrías, dientes torcidos y en cuanto a lo de estar por la labor, pues había de todo. Eran personas reales.
Tío deja de cascartela con revistas y sal a la calle, descubrirás que la gente no es como en los anuncios. Así estarás más preparado para cuando tengas una edad.
P.D. Hay gente que le van los viejos, se llama gerontofilía, es un capricho como cualquier otro. Saludos
La verdad descarnada y sincera como dice Eduardo Roberto, siempre se cobra víctimas y es que mucha gente prefiere vivir sin conocerla porque sencillamente, no la pueden resistir. En cuanto al Maestro Ciruela, debe saber de lo que habla porque Paco, los que llevamos años leyendo aquí en Jot Down, creemos que es bastante mayor que tú, o sea que…
¡Qué lo tiró con esta señora! Escribe tan bien que es casi imposible reprocharle cuando toca nervios descubiertos. Además, abre puertas a otras reflexiones. Pero se olvida que es posible que en vez de intercambiar “fluidos” eróticos, lo que se intercambie sean las dentaduras postizas, o que los calambres o tembleques aparezcan cuando no deberían hacerlos. O peor aún: que en esos malditos momentos en los cuales perdemos momentaneamente la memoria, nos preguntemos qué hacemos, abajo o arriba de una vieja a la cual no conocemos, llevándonos unos sustos espantosos. De paso, descarnado y directo lo de Maestro Ciruela. Mi aplauso por la sinceridad. Cierta vez lei un grafito que decía “Vivir es prescindir del sexo”. Y me imaginé que el autor era una especie de joven filósofo, hermético y resignado, de esos casos raros en los cuales la naturaleza privilegia la masa cerebral en vez de los instintos, pero después supe que el autor era uno con más de setenta años. Así es fácil ser filósofo. Además, esta necesidad primordial de sexo, me lleva a considerar que, si nos consideramos seres que están dando el salto antropológico (ese icono en blanco y negro, con un mono a la izquierda y el hombre moderno a la derecha -siempre machos por supuesto, las mujeres no pueden cambiar- lo evoca espléndidamente) o sea, decía, alejándonos de los animales inferiores, tendríamos que comenzar a pensar en esa ridiculez del cortejo amoroso. Nos comportamos casi exactamente igual. Por supuesto que más de una vez me emocioné con las historias dramáticas que generaban. Llegar a viejo será siempre culpa de los otros, pero las cosas se ven más claras, una paz seráfica nos invade y nos reímos, cuando no deberíamos hacerlo, del desmadre que hemos generado. Excelente lectura, señora. Especialmente por el final. Y disculpe el desvarío. Son cosas de “gente mayor”. Vaya ternura con esta definición.
Soy bisexual de 49 años. Me gustan los hombres mayores que yo, he estado con sesentones pasándolo genial. También con sesentonas. El morbo y el placer no está sólo en los cuerpos perfectos de los jóvenes (la «tableta de chocolate» me echa para atrás por falsa y pretenciosa, donde esté una barriga grande velluda que se quite todo lo demás), sino en el espíritu y las ganas de quien esté entre tus piernas. Me encantan las viejas deshinibidas, que disfrutan del sexo y a las que les encanta dar placer.