Casa Leopoldo es uno de los pocos –—no llegan a la media docena— restaurantes que me devuelven a mi infancia. Siempre recordaré el día en que mi padre me llevó a almorzar aquella célebre parrillada de pescado y marisco, seguida del descomunal muslo de pavo —¿o era pava?— y, de postre, la oronda, olorosa y sabrosa naranja alicantina con que me obsequió el señor Leopoldo y que yo me guardé para el desayuno del día siguiente, antes de ir al colegio, bien peladita, cortadita en rodajas con unas gotitas de moscatel y espolvoreada con azúcar, del blanco.
Eso debió ocurrir entre 1948 y 1950, a nuestro regreso de París. El Teatro Romea, situado en la vecina calle del Hospital, había vuelto a abrir sus puertas al teatro catalán y mi padre se movía por el chino —lo que hoy se conoce como barrio del Raval— con la ligereza y el respeto con que se movía en sus años mozos, cuando era la joven estrella de la escena catalana, el sucesor de Rusiñol y de Guimerà.
A la sazón, Casa Leopoldo era una bodega convertida en casa de comidas y su fama, al margen de la célebre parrillada de pescado y marisco, le venía por su clientela, en parte taurina —atraída por el puterío del barrio y por la persona de Germán Gil, el hijo del señor Leopoldo, también conocido como el Exquisito, novillero sin fortuna pero simpatiquísimo— y en parte por lo que unos años antes de la guerra incivil se conocía en Barcelona como «la brigada del amanecer», gentes de la alta burguesía que bajaban al chino a «encanallarse». Cenas famosas, las de Casa Leopoldo, en las que un rejoneador rondeño compartía mesa con Carmen de Lirio —«Menos lirio y más carne», que gritaban los estudiantes de entonces—, la sobrina del gobernador civil y Alberto Puig Palau, el «tío Alberto» de la canción de Serrat.
De ese Leopoldo nocturno y canalla supe más tarde, cuando empecé a pisar las redacciones de los diarios y los viejos periodistas adoctrinaban a los jóvenes sobre la geografía moral y carnal de «la gran encisera», como decía don Joan Maragall i Gorina. Fue precisamente en aquellos años, a mediados de los 60, cuando volví a frecuentar la Casa Leopoldo de mi infancia. Seguía siendo un restaurante de toreros, pero no quedaba ni rastro de la «brigada del amanecer». La célebre parrillada de pescado y marisco había sido sustituida por unos rodaballos y unas lubinas —salvajes, como se dice ahora— impresionantes, y el descomunal muslo de pavo se había convertido en un rabo de toro —de lidia, cuando la había— que hacía las delicias de los comensales. Curiosamente, fue con los chicos del barrio, del chino, que volví a Casa Leopoldo. Chicos que sabían de su existencia pero que jamás lo habían frecuentado, como Terenci Moix, o que tan solo sabían de él por haber ido a tomar el vermú un par de veces en compañía de su padre, como Manolo Vázquez Montalbán, que más tarde contribuiría a acrecentar la fama del local, convirtiéndolo en uno de los favoritos del detective Pepe Carvalho.
Fue por aquellos años en que, junto a Terenci, descubrimos una novela de André Pieyre de Mandiargues, un escritor francés de pura raza surrealista, en la que aparecía Casa Leopoldo: La Marge. La novela la publicó Gallimard en 1967 y se hizo con el Premio Goncourt, el más importante premio que otorgaban y siguen otorgando los franceses. La noticia de la concesión de este premio, así como la personalidad de su autor y el contenido —y el continente— de la novela, fueron prácticamente silenciados en España. Oficialmente, se habló tan solo en los papeles de un panfleto antifranquista, y la persona de su autor, próximo, a la sazón, del partido comunista francés, pasó a engrosar la larga lista de los enemigos de la patria.
El escenario de La Marge era la ciudad de Barcelona a mediados de los años 60, poco después de que se celebrasen los «veinticinco años de paz» (1964), de paz franquista. Un escenario que, para ser más preciso, arropaba la parte baja de la ciudad, lindando con el mar, entonces prácticamente invisible: el denominado barrio chino, el territorio de la prostitución, al cabo de la Rambla, una zona que Mandiargues, como buen surrealista, identificaba con las partes vergonzosas del cuerpo humano, ya sean del hombre o de la mujer. Ahí, en el sexo de la ciudad, en los cojones de la ciudad —rematados por el falo increíble, colosal, que es el monumento a Colón—, Sigismond Pons, el protagonista de la novela, se mueve a través de un laberinto de calles bañadas en sangre y oro, es decir, en sangre y mierda: el oro y los excrementos son, en la simbología y el psicoanálisis, una misma cosa. Sangre y mierda que, mezcladas, dan un color anaranjado, de butano, el color de moda entre las prostitutas del barrio chino —y de otros barrios menos canallas, menos pintorescos, más como Dios manda, abutanados como Dios manda— en aquellos años de paz.
La sangre y la mierda, los colores de la bandera franquista, hoy constitucional y monárquica, borbónica (Mandiargues, cuando escribe sobre España lo hace, claro está, en clave republicana). Sangre y mierda que, en 1964 o 65, cuando Mandiargues llega a Bareclona para escribir Le Marge, sirven de orla, una veces brutal, las más, y otras patética al Fuhroncle —Fürher/forúnculo/culo—, es decir, el general Franco, omnipresente en la novela, como la araña —el yugo y las flechas— en las novelas de la infancia barcelonesa de Juan Marsé, y en las que se mea esa infancia. El símbolo y la actualidad se dan constantemente la mano en La Marge, no en vano, su autor es, como les decía, un surrealista de pura cepa.
De todos los personajes que aparecen en La Marge, el único real, —amén del omnipresente Fuhroncle—, según confesaría años después el propio Mandiargues, (Le désordre de la mémoire, Gallimard, París, 1975), es una prostituta, de nombre Juanita, que el escritor francés conoció en el bar Pigalle, que él mismo sitúa en la calle Marqués de Barberà esquina a la de Sant Olaguer. Ambos, Sigismond/Mandiargues y Juanita, fueron, dice, a fornicar un par de veces —doscientas pesetas el polvo— en una habitación situada en el número 20 de la calle San Ramón, y después del segundo encuentro, Sigismond la llevó a almorzar a Casa Leopoldo, donde él (Mandiargues) tenía por costumbre ir a comer. A Mandiargues le agradaba Casa Leopoldo, o «Chez les Leopoldos», como dice en una ocasión. El local era limpio, el trato agradable, familiar, y el menú rico y abundante, pudiéndose elegir entre carne y pescado. Aquel día, Sigismond/Mandiargues y Juanita «la putilla de ojos amargos y nariz húmeda», se comieron una escudella y un plato de criadillas. El menú costaba entonces, según leemos en la novela, veinte pesetas, más diez de un porroncillo de blanco, y el postre, claro está.
En Le désordre de la mémoire, Mandiargues, tras evocar aquella Barcelona «cadáver, hoy en día —escribe—, de una ciudad que fue la más libre (libertaria, diría yo) de la península ibérica, hoy pisoteada por la soldadesca franquista»; tras evocar a Juanita, la putilla de Medinaceli, y sus almuerzos en Casa Leopoldo, confiesa: «El odio es una forma accesoria del amor. Hay asesinatos en la historia que esta no puede olvidar. Por el honor de todos los hombres y mujeres de las diferentes razas que forman esto que se ha convenido en llamar el pueblo español, al que quiero, me sabría muy mal que Franco, como parece lo más probable, muriese en su lecho y no de muerte violenta».
Hoy, sacado Franco del Valle de los Caídos y Mandiargues (fallecido en 1991) enterrado en el PèreLachaise, de París, las razas en este bendito país son cada vez más plurales y diversas. El barrio chino que conoció Mandiargues ha desaparecido prácticamente, pero aún alberga prostitutas como Juanita, nacidas, eso sí, a cientos, miles de kilómetros de Medinaceli. El laberinto se ha venido abajo, las calles se han ensanchado y han surgido nuevas plazas, duras, donde por fin llega el sol y se respira la brisa del mar.
Una de esas plazas lleva el nombre de Andrè Pieyre de Mandiargues, pero el vecindario ignora quién fue, y por descontado, nadie ha leído su célebre novela La Marge, una novela que, una vez muerto Franco, se publicó en España primero traducida al catalán y posteriormente al castellano, aunque resulta difícil dar con un ejemplar de esas traducciones en las librerías. A Juanita, la busqué pero no la encontré. Conocí, en el bar Marsella, a una amiga suya que me dijo que se había vuelto a Medinaceli poco después de publicarse la novela. Vayan ustedes a saber… En Casa Leopoldo ya no sirven escudella ni criadillas. La bombona de butano ha vuelto a subir de precio y la mierda —«la merde, la merde toujours recommencé», como decía el tío Larry (Durrell)— sigue siendo un elemento imprescindible para orientarse en «la gran encisera», desde el templo expiatorio del Tibidabo hasta el falo increíble, colosal del monumento a Colón.
Guao, que buena descripción. A distancia de esa Barcelona, buscaré La Margue, de André Pieyre de Mandiargues, en EpubLibre
Un doble placer seguir leyéndote medio siglo después del gozoso descubrimiento de tus rumbas.
Qué placer inmenso volver a encontrar artículos de esta calidad en el jotdown online. En cuanto a ti, Juvenal, no seas cutre y busca una edición Bruguera de segunda mano en las librerías de viejo.
hay textos que se saborean y se disfrutan como un buen café o un brandy…éste es delicioso!