Recién comenzada la década de los ochenta, esta articulista vio en Televisión Española (y conmigo medio país) cómo disparaban a J. R. Ewing en Dallas. Poco después, el director del ente público cancelaría la serie por «contenidos inapropiados», aunque inmediatamente después echaron Falcon Crest y Dinastía hasta el final. Así que los espectadores de autonomías donde hablábamos solo castellano nos perdimos el episodio final de Dallas. En él, al malvado J. R. le hacían un homenaje tipo Qué bello es vivir pero con desenlace siniestro, en el que no se sabía si el millonario había estado muerto desde aquel famoso episodio o si esta vez sí que le habían disparado con fatales consecuencias. No fue como el cierre de Los Soprano, pero te dejaba un poco desorientada, después de tanto pozo de ambición.
Según «las reglas de los espectadores», Dallas está en la lista de series a las que NO se debe volver bajo ninguna circunstancia. Sin embargo, de Larry Hagman sí se puede y debe ver Mi bella genio, la que lo lanzó al estrellato en los años sesenta, una preciosa serie en la estela de Embrujada sobre un piloto que se ve forzado a aterrizar de emergencia en una isla del Pacífico. Allí encontrará una misteriosa botella de la que sale un geniecillo con poderes sobrenaturales (la gran Barbara Eden), que será fuente de toda clase de enredos y situaciones cómicas.
Las series de televisión con isla incorporada pueden ser revisadas más de una vez —me refiero a las de género fantástico, no estoy hablando de Los Robinsones suizos o La isla de Gilligan, aunque esta, en un nivel irónico-demencial… —. Por ejemplo, no solo es recomendable, sino totalmente obligatorio, ver El prisionero, de G. Markstein y Patrick McGoohan. También es digna de ver La isla de la fantasía, un Vacaciones en el mar del lado oscuro. Los turistas que llegaban a la isla propiedad del majestuoso Ricardo Montalbán tenían que pagar gran cantidad de dinero para cumplir un sueño, pero este nunca salía como ellos imaginaban. Y Viaje fantástico, una delicia de la NBC de finales de los setenta, sobre tres investigadores en el Triángulo de las Bermudas que son abducidos y aparecen en una extraña isla, donde viajan al pasado y al futuro, siempre buscando la forma de volver a casa. Hay más, pero todas ellas se pueden volver a ver, e incluso buscar si no se vieron en su momento. Con dos excepciones. La primera, el remake de El prisionero de 2009, por mala e innecesaria. La segunda, Perdidos (2004-2010), pero solo por el primer motivo. Si ya la viste, nunca habrás de volver a darte un atracón de episodios, salvo en caso de estar muy enferma. La serie y tú no lo resistiríais.
El tiempo del espectador mientras se emitió Perdidos pudo moverse de forma tan caprichosa como este se daba en la ficción: de adelante hacia atrás, al revés, en paralelo al estreno de cada capítulo… En el papel, la acción, si queremos entenderla como tal, duraba unos pocos meses, desde el accidente del avión, las extrañas aventuras en la isla y el regreso a casa o desenlace final. En el desarrollo de la producción, sin embargo, se tomaron seis años y seis temporadas para cerrar los capítulos, dejando tramas, personajes y muchas preguntas sin resolver. Pero eso no fue lo más relevante. Lo nuevo fue la forma de ver el folletín de suspense: saltando de una temporada a otra, en bloques de episodios, sin necesidad de hacerlos coincidir con la emisión oficial. También nos evitamos el paso previo de la distribuidora en España y, como millones de espectadores de fuera de Estados Unidos, nos bajábamos de internet los capítulos a las pocas horas de emisión. Estos eran subtitulados al día siguiente por un grupo de entusiastas, becarios en prácticas de ningún sitio. La veíamos en pantallas de ordenador, y editábamos videoclips con sus imágenes. Muchos escribíamos en blogs y nos peleábamos en foros de la serie sobre nuestros personajes preferidos y las tramas que más nos disgustaban, mientras defendíamos a muerte sus desenlaces absurdos, con ese ardor artificial de la red, igual que si los hubiésemos escrito nosotros mismos. Éramos los espectadores, sí, pero también sus narradores y creadores. Nos hibridamos en la tripulación y pasajeros del Oceanic 815, vivimos en la isla y formamos parte de Bad Robot Productions.
Según la personalidad de cada espectador, este se podía revestir con diversos papeles: de dios omnisciente que presumía de conocer el significado de los secretos, incluso antes que los propios guionistas. De rígido juez del destino, capaz de emitir la última palabra sobre la suerte de los personajes. O, simplemente, de diehard fan de la alternativa Dharma, la escotilla sellada, y Desmond Hume por encima de todas las cosas, como era mi caso. La identificación con el juego de personalidades y los misterios ocultos nos hacía sentir que internet era el plano de traslación de la isla y sus avatares. Nosotros nos transformamos en otro personaje perdido en su corriente de anonimato, con diferentes nicks, que se ocultaba y desvelaba, que moría y volvía a aparecer de repente, con otro nombre y personalidad. A los episodios les dimos segundas y terceras vidas a través de nuestras interpretaciones, sentimientos y demandas (y el despliegue comercial de libros, cómics, canciones, juegos, los extras de los DVD…). Nosotros, los millones de espectadores, éramos la sombra sobre la isla en la que se desarrollaba la acción. Nos convertimos en el personaje más misterioso y aterrador. Algunos pensaron que el bíblico humo negro que invadía a veces la selva no era la representación del castigo religioso, sino de la audiencia.
Los guionistas de Dallas rodaron varios finales alternativos sobre la verdadera identidad del atacante de J. R., en previsión de las apuestas y los ríos de tinta que correrían en el parón del verano hasta la siguiente temporada. Los fans de Lost ya habíamos imaginado esos posibles finales (y otros muchos) antes de verlos. Nos los ofrecía la serie, con sus claves misteriosas e historias dentro de otras historias que se iban desplegando en un efecto onda, infinito y desconcertante. Paisaje ideal para un público nuevo, ansioso por interactuar, esta vez no con un videojuego, una aplicación informática o una web para conocer amigos, sino con un complejo y carísimo instrumento de ficción. Los más enfermos ya habíamos experimentado antes esta identificación, con Twin Peaks, Expediente X o Star Trek, pero en Perdidos serie y público se solidificaron como nunca lo habían hecho antes.
Perdidos comenzó de forma poco prometedora en España. También porque la estrenaron en verano y dentro de la parrilla de La 1, con un año de retraso y una campaña de publicidad donde la vendían como si se tratase de un blockbuster de suspense y paisajes exóticos. Seguro que a sus creadores esta rara presentación les hubiese gustado, a pesar de haber nacido del habitual desconocimiento de la cadena pública. El episodio piloto solo le revelaba al espectador una historia de accidente aéreo, naufragio en isla misteriosa y lucha por la supervivencia. La puesta en escena contaba con medios de auténtica superproducción, aunque, eso sí, en el extenso reparto apenas había nombres reconocibles, y la audiencia fue decayendo hasta que el impaciente canal público la retiró. Pero ya en ese primer episodio se colaban elementos que no debían estar en una simple serie de Robinsones: sonidos muy raros, que no sugerían la mera presencia de una tribu hostil, y, sobre todo, la aparición de un oso polar en plena isla del Pacífico. Algo que no era en absoluto un gazapo del equipo de documentación, sino el adelanto de una gigantesca trama como no habíamos conocido antes. ¿O sí?
Para la televisión, Perdidos no se entiende sin Doctor Who y El prisionero, además de una tonelada de cine y literatura añadida. Reconozcamos que parte de los espectadores disfrutaban más con el juego de detectar homenajes y alusiones a personajes y símbolos de la cultura, el cine, la música, etc., que con el show en sí mismo. Pero no fue igual. El prisionero, por ejemplo, tuvo una acogida entusiasta entre el público de 1967. Los fans británicos casi agreden a su protagonista y cocreador, la estrella Patrick McGoohan, cuando se emitió el episodio final, un cierre un tanto atropellado que para muchos no estaba a la altura de la magnífica historia que habían desgranado en una temporada de diecisiete episodios. Como sucedía en Perdidos, El prisionero no explicaba las razones de por qué se mantenía secuestrado a un grupo de personas en una isla suspendida en algún punto del pasado/futuro, a juzgar por la ropa y accesorios que utilizaban, por qué eran sometidas a pruebas kafkianas, tests de control mental, experimentos con drogas y vigilancia constante, además de borrarles el nombre y asignarle a cada uno un número. Doctor Who, por su parte, mantiene un incomparable proceso (la «regeneración» de su protagonista), único en la historia de la televisión. No existe otra con su complejidad narrativa, la profundidad de sus tramas y subtramas (Lost es un juego de niños a su lado) y los finales abruptos y sorprendentes (sí, el cliffhanger dichoso). Pero ninguna ha conseguido que una multitud se concentre a lo largo del planeta para ver un episodio, como si fuese la final del Mundial de fútbol.
La posibilidad de una isla
Perdidos aprovechó con extremada habilidad los recursos de la narrativa que pertenecen a la ciencia ficción, especialmente la de los años sesenta y setenta: viajes en el tiempo, armas nucleares, estaciones de control del clima y cámaras de vigilancia, conductos subterráneos y búnkeres acorazados, comunas y experimentos médicos, religiones antiguas y conocimientos paranormales… Sobre este terreno tan atractivo, incorporó un sistema de referencias de carácter universal: el dualismo del ser humano, los dilemas éticos, naturaleza contra espíritu, fe contra ciencia… y, alrededor de las exposiciones ideológicas, aportó un marco de actualidad para hacer más cercanas las historias y los conflictos: el desarrollo de la física cuántica, las teorías de la conspiración, los grupos económicos que operan en la sombra, la incomunicación en una sociedad hiperconectada, los problemas biomédicos y medioambientales, la hiperviolencia… Pero, sobre todo, lo que la volvió irresistible fue la forma de contarla. Las peripecias de los supervivientes eran mezcladas en una espiral que daba vueltas sobre su pasado y su futuro, lo que generaba un flujo de energía que provocaba casualidades y hechos inesperados entre ellos, la propia isla y la historia. El destino era esa fuerza de arrastre. Estos acontecimientos sorprendentes quedaban abiertos en continuo suspense, esperando el espectador que fuesen resueltos en los episodios posteriores. Pero lo que se conseguía al cabo de esos episodios era, en su lugar, más incógnitas imposibles y una insatisfacción eufórica.
La isla fue lo que sirvió a su creador inicial, J. J. Abrams, de plataforma simbólica para exponer las tribulaciones de un grupo de gente que parece haber caído allí por un accidente y que no guarda relación entre sí. Pero la estructura de la narración desafiará esas certezas. Mientras que, por un lado, nos desvela información, oculta al mismo tiempo las claves sobre lo que hay detrás de cada historia personal, del accidente y de la isla. Esta sirve de salvavidas para los personajes, pero también es un espacio repleto de peligros, una batería completa de energías positivas y negativas. El verdadero desencadenante de la acción se encuentra dentro de ella.
Cada cosa en su lugar adecuado
Hay una completa enciclopedia virtual en la que perderse (aún más) sobre las intenciones de Perdidos. Gran parte de la confusión reside —además de en el ambicioso punto de partida de J. J. Abrams y en el desmadrado desarrollo a partir de la tercera temporada, cuando el creador original abandonó la serie y la responsabilidad recayó en el equipo de Carlton Cuse y Damon Lindelof— en el universo artificial creado por sus espectadores, que ya no son seres pasivos, sino agentes de los Otros, que pulsan teclas como números para modelar la serie en el ciberespacio. Como fan, reconozco que las dos primeras temporadas fueron para mí lo más interesante, cuando nos enfrentaban a los secretos de la isla y a los de unos personajes en algunos casos realmente fascinantes, que era lo que a mí me importaba. De los viajeros del avión, y estoy haciendo un resumen, son los casos de John Locke (buenísima interpretación del veterano Terry O’Quinn) y su metamorfosis vital, de víctima en agente maligno más allá de la muerte; del desdichado Hurley (Jorge García), a quien, a pesar de haber sido agraciado con el premio más alto de la bonoloto, esa combinación de números parece haberle traído la maldición, aunque su suerte se revertirá al final; de James Sawyer (Josh Holloway), el aventurero de pasado muy turbio que encontrará la salida de la isla y que es quien articula la narración a través de sus lecturas. De los Otros, el grupo que vive en la isla, me sobrecogía Benjamin Linus (la revelación de la serie, el actor Michael Emerson), inquietante líder, manipulador y asesino, aunque capaz de actos inexplicables de justicia. También la doctora Juliet Burke (Elizabeth Mitchell) y su ambiguo papel como directora de la clínica de fertilidad, hasta el final de la quinta temporada, cuando es ella quien decide, con su sacrificio, el destino de la serie. Aparecerán nuevos personajes: la imponente presencia de Mr. Eko (Adewale Akinnuoye-Agbaje) y el duelo «bíblico» entre Jacob (Mark Pellegrino) y su hermano malvado (Titus Welliver), pero, insisto, me quedo con el personaje de Desmond Hume (Henry Ian Cusick), el atormentado guardián que vive en la escotilla subterránea mientras teclea la combinación numérica que parece preservar el equilibrio del universo.
Los pasajeros del vuelo Oceanic 815 serán sometidos al mismo trance. Por las historias paralelas de cada uno, sabemos que ya vagaban perdidos tiempo antes del accidente. Gracias a las paradojas espacio-temporales que ofrece la isla, serán devueltos a un determinado punto de la historia, y allí tendrán la oportunidad de reparar algo en su biografía. Tras recordar ese momento insólito, el destino esperará, paciente. El famoso final, que tanto enfureció y gustó a partes iguales, es una celebración de lo vivido y una preparación para lo inevitable, pero no hay en él hipótesis de purgatorio o sueño colectivo. La serie decide que, tras todos los esfuerzos, unos escapan de la isla, otros mueren en ella y algunos se quedan para siempre. El mensaje es simple. La única certeza es que, por mucho que la isla haya sido capaz de desplazarse de forma insólita a causa del pulso electromagnético, los protagonistas solo tienen una vida, muy corta, y la única redención posible a sus errores está en el amor. Bajo la sombra de una estatua milenaria con pies de cuatro dedos, el cirujano Jack Shephard (Matthew Fox) morirá acompañado por el verdadero, el único, ser puro de la serie, el perro Vincent (interpretado en unos episodios por la perra Madison y en otros por el perro Pono). Pero este no es ningún misterio.
Deberían darnos las gracias a los que nos descargamos las series del emule o el torrent. Antiguamente, las series americanas llegaban como pronto al año siguiente de su emisión. Ahora hay capítulos que se emiten «en directo» en VO y al día siguiente o poco más dobladas.