Esta es la pregunta que nuestro Paul Erdős le formuló una vez a la presidenta de un club político feminista: «¿Cuándo vosotras, las jefas, le quitaréis el voto a los esclavos?». Porque él en todo momento se refería a las mujeres como «jefas» y a los hombres como «esclavos». Bien es verdad que a los hombres de cierta edad, porque los niños (¿hace falta decir que nunca tuvo ninguno?) también eran «jefes». Por cierto, cuando se le preguntó que cuándo un «jefe» se convertía en «esclavo», su respuesta fue «cuando empieza a perseguir a “jefas”» (¿hace falta aclarar que él nunca persiguió a ninguna «jefa»?).
En realidad, lo de «esclavo» o «jefa» no son más que dos ejemplos de un lenguaje muy particular, con su propio léxico («epsilones» para designar a los niños o «supremo fascista» para Dios).
Alguien pensará que todo lo anterior, y mucho más que viene más adelante, es previsible si adelanto que nuestro personaje era matemático, puesto que muchos piensan que los de dicho gremio somos gente extraña, pero os aseguro que Paul Erdős era realmente raro, muy raro incluso entre una comunidad de raros: nunca tuvo casa y sus posesiones eran dos maletas de mediano tamaño y que no estaban, ni mucho menos, llenas, su vida transcurrió viajando y se alojaba en casas de colegas y, aunque nunca le faltó alguien que quisiera invitarlo, es de suponer, por su comportamiento, que su anfitriones estarían deseando su marcha transcurridas pocas horas en el caso de los más pacientes. Puesto que el «pago» a sus anfitriones consistía en una serie casi interminable de exigencias y desconsideraciones como no usar adecuadamente las comodidades habituales en las casas de hoy en día: dejaba siempre el cuarto de baño totalmente inundado de agua, podía poner la calefacción al máximo y regular la excesiva temperatura abriendo todas las puertas y ventanas, lo cual llegaba a ser un grave problema en el crudo invierno de muchos puntos de los Estados Unidos y asumía que sus anfitriones debían desempeñar las labores de conductores, cocineros, lavanderos, así como ajustarse a sus horarios de trabajo, los cuales digamos que eran, cuanto menos, exigentes: trataba de trabajar más de veinte horas cada día… todos los días.
Me permito recordar, siguiendo el espíritu de algunas de nuestras leyes educativas que indican que el ritmo del aula lo deben marcar los menos favorecidos por los dones concedidos por el Supremo Fascista, que más del 99,72 % de los días tienen veinticuatro horas o menos, así que, para conseguir aguantar tantas horas de asueto, el bueno del tío Paul (así lo llamaban aquellos que lo alojaban en sus hogares) no dudaba en recurrir a grandes cantidades de café (posibles niños lectores: esto no está bien) y de anfetaminas (posibles niños lectores: esto está muy mal y no intentéis hacerlo en casa ni siquiera bajo la supervisión de un adulto. Es más, si un adulto os permite hacerlo bajo su supervisión, no os fieis de dicho adulto).
Creo que este es el momento adecuado para aportar los datos biográficos de rigor que se espera de toda semblanza, aunque he de manifestar mi escepticismo, en estos tiempos de Google, respecto a la utilidad de dicha costumbre. Así, he de decir que Paul Erdős nació en Hungría (Budapest) en 1913, en el ambiente más protector que se puede dar. Si alguien piensa que dicho ambiente es el de una familia con un hijo único, he de comunicarle que le faltan un par de factores: Erdős se crio como un hijo único de unos padres judíos a los que se les acababan de morir dos hijas días antes de que Paul naciera. Su madre lo acompañó y cuidó hasta bien entrada su vejez (la de él) y solo dejó de hacerlo por una razón de peso (asumo que la inteligencia de mis lectores ya los lleva a barruntar cuál fue dicha razón de peso).
Su origen judío motivó que se trasladara a Reino Unido nada más terminar el doctorado con veintiún años. Allí congenió con otros matemáticos entre los que se encontraba Hardy, posiblemente tan excéntrico como él. Siempre se ha dicho que Hardy fue un homosexual que murió virgen, mientras que Erdős fue un asexual que murió virgen, ya que todos los que lo trataron aseguran que nadie le atisbó jamás ningún tipo de tendencia sexual.
En 1938 un nuevo traslado, esta vez a Estados Unidos y el puesto que obtuvo en Princeton, sin obligaciones docentes ni administrativas, le permitió comenzar su vida itinerante, de casa en casa de colegas matemáticos, que ya seguiría hasta el momento de su muerte casi sesenta años después. Durante la guerra dicha vida itinerante casi se limitó a los Estados Unidos, pero, una vez restablecida la paz, sus horizontes se ampliaron y no dudaba en trasladarse a cualquier rincón del globo desde el que recibiera una invitación. Eso en el mundo de la posguerra le causó más de un problema administrativo, lo que él llamaba sus problemas con Joe (la Rusia soviética) y Sam (Estados Unidos). Esos problemas vinieron en buena parte motivados por su imposibilidad de ser políticamente correcto, concepto relativamente nuevo pero que siempre ha estado presente en alguna medida. Así, cuando los obtusos funcionarios de inmigración (valga la redundancia) le preguntaron su opinión sobre Marx, Erdős fue, como siempre, sincero y respondió que él no era suficientemente competente sobre la materia, pero que «sin duda fue un gran hombre». Como resultado de dicha respuesta, tuvo restricciones para entrar en los Estados Unidos durante cerca de diez años, al igual que las tenía para entrar en la URSS o en su Hungría natal, aunque en este último país fue tal la presión que se ejerció sobre las autoridades que se le acabó otorgando un pasaporte especial para entrar y salir del país que solo él poseyó. Durante todo ese tiempo, siguió con su vida de nómada, aunque su punto central se estableció en Israel, hasta que en los años sesenta pudo volver a usar los Estados Unidos como base para sus peregrinajes.
Sin embargo, no se ha de pensar que era totalmente ajeno al mundo que le rodeaba, y casi todo el dinero que ganaba lo dedicaba a donaciones a causas en las que creía y que podían ser de lo más diversas, pero con un especial énfasis en el apoyo a jóvenes sin recursos a los que él creía especialmente dotados para las matemáticas. En cierta ocasión, prestó mil dólares a un joven matemático que pretendió devolverle dicha cantidad transcurridos varios años, cuando ya había conseguido una posición estable y bien remunerada. La respuesta de Erdős fue que guardara dicho dinero para hacer lo propio con algún joven matemático con necesidades y crear así una especie de «cadena de favores».
Su método itinerante consistía en llegar a un nuevo lugar, proclamar que su «mente estaba abierta» y empezar a trabajar en los problemas que le proponían o proponer él algunos problemas que le parecieran interesante. En muchas ocasiones, sus jornadas de trabajo eran similares a las de un Gran Maestro de ajedrez jugando unas partidas simultáneas, ya que podía estar con varios grupos trabajando a la vez en una sala grande, aportaba alguna idea o proponía un problema a alguno de los grupos, pasaba al grupo siguiente que lo ponía al día de los avances que había conseguido y él daba alguna idea, y así hasta con cinco y seis grupos (y problemas) a la vez, durante cerca de veinte horas seguidas, un día tras otro.
Una de sus características fundamentales como matemático es que siempre supo encontrar problemas interesantes, que no dudaba en proponer a la comunidad en general. Es más: ofrecía un incentivo monetario según la dificultad que él creía que podía ir asociada a la resolución del problema, así como a su interés. Llegó a existir alguna lista con cientos de sus problemas y con la cantidad que ofrecía por su resolución. Siempre, en cuanto se enteraba de que uno de sus problemas había sido solucionado, enviaba un cheque con la cantidad ofrecida. En este sentido, alguna vez se le preguntó que qué pasaría si se resolvieran todos sus problemas en un corto periodo de tiempo. Erdős respondió que naturalmente no tendría dinero suficiente para pagar a todos, pero que tampoco tendría dinero para responder ningún banco del que todos sus clientes quisieran extraer el dinero de sus cuentas a la vez, y que ello era infinitamente más probable que que se resolvieran todos sus problemas. Naturalmente, crisis, corralitos y demás desmanes del capitalismo y de los poderosos se han encargado en demostrar que tenía razón.
Llegó a colaborar con tanta gente que, cuando aún vivía, ya surgió el llamado «número de Erdős»: cuando los científicos resolvemos un problema o realizamos un avance digno de ser compartido, escribimos un artículo y lo mandamos a alguna de las miles de revistas especializadas que existen, donde después de un proceso de revisión por expertos es publicado. Pues bien, el bueno de Paul Erdős escribió tantos y con tantos colaboradores que a todos sus coautores se les concede el número de Erdős 1, a los coautores de algún Erdős 1 se les concede el título de número de Erdős 2, y así sucesivamente. Casi todos los matemáticos activos tienen un número de Erdős inferior a 8, lo cual entronca con una teoría matemática muy interesante que a veces se ha contado erróneamente: el efecto mundo pequeño y los seis grados de separación. Alguna gente puede hacer cosas extrañas por conseguir un número de Erdős pequeño y hasta se ha llegado a subastar en eBay un cierto número de Erdős (alguien con un Erdős 4 decía que tenía un artículo escrito y que, si pagabas lo suficiente, te incluía como coautor y así podías conseguir un Erdős 5).
La muerte le sorprendió trabajando, mientras visitaba a unos colegas polacos. Desde entonces, sus muchos anfitriones se regocijan pensando en los malos ratos que su nuevo anfitrión, ese Supremo Fascista en el que ni el bueno de Paul, ni la mayoría de ellos creían, estará pasando con su nuevo inquilino.
Permitidme que acabe narrando una anécdota personal, pero que está ligada a nuestro personaje: Boca Ratón es una ciudad de Florida; cada dos años se celebra allí uno de los más importantes congresos de teoría de grafos (rama de la matemática a la que me dedico) y a dicho congreso solía asistir Erdős. Un año, 1994, me desplacé con algunos colegas a ese encuentro, y uno de los platos fuertes, para nosotros, era ver a dicha leyenda viva de las matemáticas. Naturalmente su charla (en la que contó algunos de los problemas que le preocupaban y por los que ofrecía dinero) fue la más concurrida. El resto del tiempo, él iba y venía y cada vez que nos lo cruzábamos por algún pasillo lo mirábamos con una admiración supongo que cercana a aquella con la que adolescentes podrían mirar a Justin Bieber o una monja de Soria al papa Wojtyla. La cena del congreso fue algo original y se representaba una pequeña obra de teatro en la que, al final, moría asesinado uno de los protagonistas. Entonces se repartieron entre los más de trescientos participantes unos papeles y teníamos que responder a preguntas tipo Cluedo: ¿quién era el asesino?, ¿cómo lo habían asesinado? etc. Todos entregábamos nuestras respuesta y a los ganadores se les daban algunas chapas y camisetas (era un congreso de matemáticas, supongo que en uno de médicos el premio sería un crucero). Al final se anunció que solo había dos ganadores. Naturalmente uno de ellos era Paul Erdős (nadie protestó a pesar de que casi no había asistido a la cena, solo unos breves instantes al principio). Así que los dos vencedores subieron al escenario a recoger sus premios. Por desgracia, en algún momento, he perdido esas chapas y camisetas: hoy me gustaría aún tenerlas cerca mientras escribo esta líneas.
Su narración es exquisita. Disfrute leyendo este artículo.
Muchas gracias por compartir su vivencia.
Enhorabuena por el excelente artículo. Delicioso para disfrutar varias veces.
El final de la anécdota es sublime.
Me uno a su comentario.
I ve always been pretty bad at mathematics, but I m fascinated by extraordinary lives. Thanks for such an interesting article.