Cine y TV

Nora Ephron y el beicon

Nora Ephron
Nora Ephron en el rodaje de Mixed Nuts (1994). Foto: Cordon Press.

Descubrí a Nora Ephron un domingo. Era una tarde oscura y lluviosa de finales de noviembre. De esas en las que el único plan posible para sobrevivir a las últimas horas del fin de semana sin caer en una depresión es ponerse una película. Huelga decir que con final feliz. De casualidad, me topé con Cuando Harry encontró a Sally… en TCM. Me encantó. Nunca había visto una comedia romántica tan buena. Ni tan bien escrita. En los créditos, como guionista, aparecía una tal Nora Ephron. Busqué su nombre en internet y entre los resultados apareció un vídeo titulado: «Nora Ephron y su pasión por el beicon». Pinché y encontré a la guionista en una entrevista diciendo lo siguiente: 

Es muy importante tomar tu última comida antes de que esta llegue realmente. Cuando vas a tener tu verdadera última comida antes de morir, estarás muy enfermo como para disfrutarla o no sabrás que es la última, por lo que podrías malgastarla en algo como un sándwich de atún. ¿Sabes lo que yo voy a echar de menos después de morir? El beicon.

Definitivamente, necesitaba saberlo todo sobre aquella mujer. Con la gente que nos hace reír hay que ir siempre hasta el final.

La vida de Nora Ephron comienza con una mudanza. Acababa de cumplir cinco años cuando sus padres, Phoebe y Henry Ephron, decidieron dejar Nueva York por Beverly Hills para cumplir un sueño: convertirse en guionistas cinematográficos. Y lo consiguieron. Allí, los padres de Nora encontraron trabajo escribiendo guiones para las películas que producían los estudios de Hollywood, llegando a aparecer sus nombres en los créditos de hasta quince largometrajes. En la ciudad californiana, además de estabilidad profesional, Phoebe y Henry encontraron un lugar en el que hacer crecer una familia que portaba tinta en las venas. Después de Nora llegaron Delia, Amy y Hallie. Cuatro hermanas que acabarían convirtiéndose en cuatro reconocidas escritoras.

Los Ephron eran, cuanto menos, una familia peculiar. Phoebe Ephron había crecido en el Bronx. Trabajaba de dependienta cuando, un día, decidió acudir a una fiesta en la que conoció a Henry, quien por aquel entonces no era más que un aspirante a dramaturgo. Al día siguiente la pareja tuvo su primera cita, que acabó con Henry pidiéndole a Phoebe matrimonio. Su respuesta fue: «¿Puedo leer antes algo de tu trabajo?».

Phoebe era, a todas luces, una madre diferente. Trabajaba, pero por elección propia. Algo muy inusual para la época. Junto a Dorothy Parker —amiga de la familia y a la que Nora Ephron recuerda en su libro Crazy Salad como «frágil, menuda y chispeante»— se convirtió en una de las pocas mujeres que llegó a ser guionista profesional de Hollywood.

Nora aprendió varias lecciones de su madre. «Nunca te compres un abrigo rojo, la carne roja evita que te salgan canas, las fajas arruinan los músculos o los medios y el fin son lo mismo». Pero, sin duda, la gran enseñanza que Phoebe Ephron legó a sus hijas fue una frase que les repetía hasta la saciedad: «Everything is copy» (todo es material para escribir). Algo que ejemplificaba con la siguiente historieta:

Si resbalas con la cáscara de un plátano y te caes, la gente se reirá de ti; pero si tú eres quien cuenta a la gente que te has resbalado con la cáscara de un plátano y te has caído, es tu chiste. Entonces te conviertes en el héroe de tu propia historia y no en la víctima. 

Si tan convencidos estaban Phoebe y Henry Ephron de este mantra era porque ellos mismos lo practicaban a menudo. Llevándolo a veces incluso al extremo. Cuando Nora estaba estudiando en la universidad, las cartas que enviaba a su familia sirvieron de inspiración para el último gran éxito de Broadway de sus padres: Take Her, She’s Mine (Llévatela, es mía), en el que hasta llegaron a citar fragmentos explícitos escritos por Nora:

P. D.: Soy la única de mi clase que sigue llevando férula dental. No es algo en lo que me guste ser distinta de las demás. Por favor, preguntadle al doctor Schick si es necesaria. Si dice que sí, es posible que la extravíe.

Este arte de transformar las vivencias personales en material para contar historias comenzó a cultivarse durante las cenas familiares. Cada noche los Ephron organizaban un concurso para ver quién era el más divertido de la familia. Fue alrededor de esa mesa de comedor donde Phoebe y Henry moldearon a sus hijas como escritoras. Cada vez que alguna de ellas daba con una frase ingeniosa o divertida, su padre les hacía escribirla para que no la olvidasen. Gracias a sus padres, Nora aprendió el poder liberador del humor, un recurso que se convertiría en un arma de supervivencia a lo largo de toda su carrera.

En el verano de 1962, el presidente John F. Kennedy se cruzó en la vida de Nora Ephron. Recién graduada de la Universidad de Wellesley y antes de mudarse de nuevo a Nueva York para convertirse en periodista, Nora pasó tres meses como becaria en el departamento de comunicación de la Casa Blanca. Y se convirtió, muy a su pesar, en «la única mujer que trabajó en la Casa Blanca a la que no le entró el presidente Kennedy», tal y como contó en su artículo «Yo y JFK»

Quizá fuese la permanente que me hice ese verano, un completo y desafortunado error. Quizá fuese mi armario, compuesto mayoritariamente a base de vestidos que parecían queso Velveeta procesado […] o quizá nada pasó entre el presidente y yo porque de alguna manera supo leer en mi rostro que no era una persona muy discreta. Les aseguro que, si algo hubiese pasado entre nosotros dos, no habrían tenido que esperar todo este tiempo para averiguarlo.

Los comienzos de Nora en Nueva York fueron duros. Consiguió su primer empleo en el diario Newsweek. Era la chica del correo. En aquel periódico las mujeres no escribían, servían. Y, por supuesto, no protestaban. Ni se les habría ocurrido hacerlo. En aquellos momentos se daba por hecho que cualquier mujer que quisiera aspirar a algo más que lo que le estaba socialmente asignado, tenía que ser la excepción que rompiese la regla. Nora lo fue. Rebosaba ambición y talento. Dos cualidades que, juntas y en su justa medida, suelen conducir al éxito.

Entonces llegó Victor Navansky. La primera persona que confió en la gran capacidad de Ephron como autora. Director de la publicación humorística Monocle, Navansky reclutó a Nora para escribir una serie de parodias sobre los cuatro principales diarios de la ciudad durante la huelga de periódicos de 1962. La satírica columna que Nora realizó sobre The Washington Post acabó llamando la atención de su directora, la alta dama de sociedad Dorothy Schiff, quien, lejos de demandarla, le acabó ofreciendo un puesto como reportera en el periódico.

The Washington Post era, en palabras de Nora, un zoológico. Dorothy Schiff era una lunática, el editor un depredador sexual, la mitad de la platilla acudía borracha a trabajar y las mesas ni siquiera estaban asignadas. Pero, a pesar de todo, era divertido. «Me lo pasaba tan bien escribiendo las historias de asesinatos que me asignaban que hasta me sentía culpable», contó en una entrevista. Sin embargo, harta de las excentricidades de Schiff, Nora acabó abandonando el Post para convertirse en freelance. Colaboró con publicaciones como The New York Review, Cosmopolitan o Esquire. Se pasó a la escritura en primera persona y abrazó la temática autobiográfica, arrastrando consigo en sus textos a quien hiciese falta con tal de contar una buena historia. Al fin y al cabo, para ella los escritores eran «verdaderos caníbales».

Y es que Nora Ephron era peligrosa escribiendo. Su más que recordada semblanza a su exjefa Dorothy Schiff y a The Washington Post, por su ferocidad, comenzaba con un «me siento mal por lo que estoy a punto de hacer». Inmediatamente después, procedía a demolerlos con elegancia. A base de irreverencia, una capacidad innata para atacar sin escrúpulos y grandes dosis de sarcasmo, Nora producía artículos adictivos. Entendió rápido cuáles eran las claves del éxito en su profesión (o, por lo menos, las que a ella le funcionaban): no te repliegues, no te tomes nada demasiado en serio, no pretendas ser amiga de quien escribes y no te muerdas la lengua. Nunca.

A estas alturas, no debe sorprender que otro de los temas sobre los que escribió Nora Ephron fuesen sus pechos. «A Few Words About Breasts» («Unos cuantos apuntes sobre los pechos») quizá sea el ensayo que mejor define la voz y el estilo de la periodista. La calidad y el gran recibimiento del artículo hicieron que Esquire ofreciese a Nora una columna fija en la revista. Podía elegir la temática que quisiese. Decidió hablar sobre mujeres. Aunque ella misma pensase que escribir sobre mujeres en Esquire fuese «como contar un chiste de judíos a un grupo de católicos irlandeses».

El movimiento feminista llevaba tiempo en el punto de mira de la escritora. Lo percibía desde un escepticismo comprensivo. Compartía los principios subyacentes al feminismo, pero no la manera en la que las activistas lo formulaban. Por eso lo criticaba. Sin embargo, lejos de querer derrocarlo, intentó hacerlo mejor, más fuerte. Aunque su humor pudiese jugarle malas pasadas. Por ejemplo, como el día en que aseguró que Gloria Steinem «era la única cosa remotamente chic relacionada con el movimiento feminista».

Durante los siguientes años Nora comenzó a saborear el éxito. Se convirtió en una prestigiosa columnista neoyorkina que a menudo acudía a las clásicas fiestas de intelectuales y políticos de la costa este. En una de ellas conoció a Carl Bernstein, el periodista que seguía gozando de los laureles de su participación en el destape del caso Watergate. Bernstein quedó deslumbrado con Ephron. Le pidió su número de teléfono y prometió llamarla en unos días. No aguantó. La llamó al día siguiente. 

Fue un flechazo. Todo ocurrió demasiado rápido. Al mes de conocerse ya estaban viviendo juntos, un año después se casaron y tres más tarde, Bernstein le fue infiel. Con un hijo de dos años y otro en camino —estaba embarazada de siete meses—, Nora descubrió que Bernstein la estaba engañando con Margaret Jay, periodista y esposa del embajador británico en Estados Unidos. Era vox populi. Todo Washington lo sabía. Todos, menos Nora.

Recién parida y rota de dolor, se mudó a casa de su editor Robert Gottlieb junto a sus dos hijos. Allí lloró durante seis meses. Sin embargo, en el ensayo Mi vida en 3500 palabras, Ephron narra un momento de lucidez. El que tuvo lugar el día que Peter —el marido de la mujer con la que Bernstein la había estado engañando— la invitó a comer:

Quedamos en la puerta de un restaurante chino en Coneticutt Avenue y nos echamos el uno en brazos del otro, llorando.

«Ay, Peter» —le dije—. «¿No es horrible?»

«Es horrible» —dijo—. «¿Qué está pasando en este país?»

Estoy llorando a moco tendido, pero también pensando que algún día esta historia será divertida.

Y tanto que lo fue. Tras varios meses de aceptación, recuperación y, finalmente, catarsis, el desencuentro amoroso entre Nora Ephron y Carl Bernstein se materializó en una novela llamada Se acabó el pastel. Siguiendo la máxima que le había enseñado su madre cuando era niña, Nora transformó la humillación pública que había supuesto la infidelidad de Bernstein en un bestseller. Se convirtió en la heroína del chiste, no en su víctima. «Si cuento yo la historia, la controlo. Si cuento yo la historia, duele menos», dice Rachel, su alter ego en la novela.

Gracias a Se acabó el pastel, Nora no solo consiguió hacerse rica y resarcirse del daño que su exmarido le había ocasionado, sino que también descubrió el lugar en el que terminaría desarrollando el resto de su carrera: la industria cinematográfica. Tras la adaptación de su novela, comenzó a escribir guiones. Primero llegó Silkwood y después Cuando Harry encontró a Sally… Controladora por naturaleza, su salto a la dirección era cuestión de tiempo. La empujó a hacerlo el interés que tenía en contar sus propias historias. Historias de mujeres. Aquellas que el noventa por ciento de los directores no estaban interesados en rodar. Así llegaron las taquilleras Algo para recordar y Tienes un email. Pero también fracasos como Colgadas o Embrujadas. «De fracasar no creo que se aprenda nada. Lo único que puedes aprender del fracaso es que es muy probable que vuelvas a tener otro», contó Nora en una entrevista. A pesar de ello, se encontraba en un buen momento. Había alcanzado estabilidad emocional y profesional. Hasta que, en un giro de guion, llegaron las malas noticias.

Le dieron seis meses de vida. Tenía cáncer. No se lo contó prácticamente a nadie. Incluso sus hijos tardaron en saberlo. Esos seis meses acabaron convirtiéndose en seis años conviviendo con la enfermedad. Seis años en los que, como buen culo de mal asiento que era, no paró de trabajar. Escribió más de cien artículos para distintos blogs, ensayos para Vogue y The New Yorker, dos películas, una obra de teatro para Broadway y dos libros —I remember nothing (No recuerdo nada) y I feel bad about my neck (El cuello no engaña)— en los que podía intuirse la no tan remota posibilidad de un final cercano. Sin embargo, nadie lo percibió así. Nadie se imaginaba perder a Nora tan pronto. Hasta que, un día, esa remota posibilidad simplemente sucedió.

No sé qué fue lo último que pensó Nora Ephron antes de morir ese 26 de junio de 2012. Seguramente, nada. No está el ánimo para otra cosa en esos momentos. Pero sí sé lo que pienso yo cada vez que me como un trozo de beicon: va por ti, Nora Ephron.

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4 Comentarios

  1. Sólo por curiosidad, ¿hay algún evento en la vida de Nora Ephron sobre el que NO haya escrito un ensayo de al menos cinco mil palabras? «Hace tres días que no voy al baño: presumo que tiene que ver con la victoria de Trump en las últimas elecciones»… «Hoy no había brócoli en el supermercado. Esto me recuerda a una divertida anécdota que ocurrió cuando JFK visitó la casa de mis tíos en Martha’s Vineyard»… «Mi marido me dejado por su secretaria. Otra vez. Creo que debería darle una nueva oportunidad, pero juro por Dios que será la última. Aún tengo mi dignidad»…

  2. That's Baloney

    Nora Ephron trabajó en el New York Post, no en el Washington Post. Su jefa, Dorothy Schiff fue la dueña del New York Post.

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