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Mishima o el héroe que cae (I)

Yukio Mishima
Yukio Mishima en 1968. Foto: Cordon Press..

¡Viva la muerte! ¡Mueran los intelectuales!

(Legionarios en el acto de Miguel de Unamuno [12 de octubre de 1936] citado en Manuel Aznar Soler, República literaria y revolución [1920-1939], Sevilla, Editorial Renacimiento, 2010, pp. 417 – 418).

Es el año 1944. Japón vive desde el año 1942 bombardeos continuos que devastan la isla de norte a sur. Con cinco millones de soldados repartidos entre los territorios conquistados y la metrópoli, el país del sol naciente pierde una guerra imposible ante un coloso de ciento treinta millones de habitantes. Muerte, ruinas y miseria; triada fatal que devela la pesadilla que era en realidad el imperialismo onírico del generalato. El reclutamiento en este imperio en ruinas del año 44 acaba de llegar a los hidalgos adolescentes.

Uno de ellos, de nombre Kimitake Hiraoka (平岡公威), está ya en la estación de Hoden para pasar su reconocimiento médico. Es un niño escuchimizado, enfermizo, con los pómulos hundidos y la mirada perdida. El crío ha sido enmadrado por su abuela, Natsuko Hiroaka: en su cubículo familiar, rodeado de mujeres y libros, su naciente uranismo contrasta con las obligaciones exigidas al heredero del linaje de los Hiraoka. Sus manuscritos iniciales son destruidos casi siempre por el patriarca.

Yukio Mishima
Kimitake Hiraoka antes de cualquier máscara.

En mayo del 44 este niño afeminado ha sido reclutado por el imperio nipón: es su oportunidad de seguir el sendero heroico que le señala como «caballero en un blanco corcel y con la espada en alto», según su conocido testimonio. A la espera de la decisión fatal, los pupilos permanecen en la escuela elemental de Shikata. Debían someterse a una prueba física que señala a los futuros soldados del emperador: todos ellos cuchichean, pero destaca un rostro pálido reflejo de luz de luna en un cuerpo escuálido; contraste agudo con los fuertes campesinos cincelados al sol en esta zona rural.

Poco después las pruebas finales se realizaron en el ayuntamiento de Kakogawa: edificio moderno cuyos cristales reflejan el fulgor de los próximos héroes del trono del crisantemo. Es el turno del niño Hiraoka: se quita con cuidado la chaqueta, expone su desnudez y revela una mancha de vello oscuro. Este suceso, que novelaría a posteriori, le haría exento del servicio militar por una neumonía. Así, el caballero, su espada en alto, habría de guardar la catana en su saya. El héroe tendría que esperar y el escritor crearía su leyenda épica como proceso terapéutico de una ilusión perdida. 

Esto sería, como noveló en la boca de su amigo Kusano, «su destino». Dos años más tarde publicaría su primera novela bajo el pseudónimo que enmascararía a ese débil adolescente que fue Kimitake Hiraoka: Yukio Mishima.

Una bella muerte honra toda una vida 

La infancia enfermiza de Mishima se proyecta en todos sus personajes como primera afrenta: Koo-chan en Confesiones de una máscara, Makoto Kawasaki en Los años verdes y ya de manera psicopática en El pabellón de oro. Son personajes frágiles, que odian o desean la belleza, y al no alcanzarla viven en sumisión. 

El autor confesaría su malestar respecto a su infancia débil en el ensayo El sol y el acero:

Cuando examino atentamente mi primera infancia, me doy cuenta de que mi recuerdo de las palabras precede con mucho a mi recuerdo de la carne. Imagino que, en general, el cuerpo precede al lenguaje. En mi caso, lo primero en venir fueron las palabras; después —tardíamente, a todas luces con la máxima renuencia y ya revestida de conceptos— vino la carne. Estaba ya, huelga decirlo, tristemente malograda por las palabras. Primero viene el pilar de madera, luego la termita que se alimenta de él. Pero en lo que a mí respecta, las termitas estaban allí desde el principio y el pilar de madera surgió más tarde, medio carcomido ya.

La literatura como termita, como parásito que corrompe la verdadera realidad, le va a llevar desde novelas diríase inspiradas en el decadentismo a las últimas piezas; obras desnudas de estilo y con énfasis de ideas clasicistas. La influencia de la literatura modernista en Mishima, evidente en la cita precisa a las obras de Joris-Karl Huysmans en El color prohibido, dio en el inicio de su obra un sendero «impuro» de personajes atrabiliarios, sórdidos en ocasiones, que son espejo de una fealdad que odia la simetría y composición de la verdadera belleza. 

Esta se alcanzará, claro, con la muerte heroica: verdadera obsesión en una literatura construida por y para el final glorioso «atravesado por un agudo bronce» según el clásico. Inspirado por el filósofo heterodoxo Georges Bataille, Mishima idearía la triada belleza, erotismo y muerte que en confesión al periodista Takashi Furubayashi definiría de este modo como su ideal estético y a la vez narrativo:

El diagrama belleza-erotismo-muerte, al cual me he referido hace un rato, es un concepto que exige que el segundo elemento, el erotismo, no pueda existir más que en el ámbito de lo absoluto (…) El absoluto no se consigue de ningún modo sin la presencia de prohibiciones y mandamientos. Por eso, el catolicismo es estupendo. Es la religión que tiene más erotismo.

Al éxtasis a través de la muerte: idea de la belleza total. Belleza, erotismo y muerte (美, エロース y 死); conceptos que se repiten una y otra vez en novelas enloquecedoras, que quizá confundan crepúsculos personales con generales, y que son testimonio de una excepcional literatura fuera de tiempo.

美 Belleza 

El kanji «bi» significa bello o belleza en japonés y proviene del chino 羊, que simboliza también bien o perfección. La beldad como «conjunto perfecto», una ligazón de rasgos en armonía es perenne en la obra del escritor Yukio Mishima. El semiólogo Roland Barthes juzgó en un libro célebre que el idioma japonés articula «impresiones» no «declaraciones», nuestros romances alfabéticos, y produce abstracciones como «bi» construidas en torno a una red de signos ambigua. Es un imperio de «impresiones» donde esos conjuntos en equilibrio reducen todo a un arte que desde el ojo occidental podemos juzgar como «encuadrado». El poeta Ezra Pound recordaba que en Japón el teatro Noh produce obras que pueden consistir en «una sola imagen» la cual se refuerza a través de «la música y el movimiento». 

El gran orientalista Rudyard Kipling evoca, también, en su excelente libro sobre Japón como un tendero local construye su apañada estancia en fenómenos simétricos:

Vende arroz, chile, pescado seco y cucharas hechas de bambú. La parte frontal de su tienda es muy sólida. Está hecha de tablillas de media pulgada clavadas de costado. Ninguna está rota, y cada una es perfectamente cuadrada (…) En la habitación no hay nada más que una manta roj sangre extendida tan lisa como una hoja de papel. Más allá de la habitación hay un pasillo de madera pulida, tan pulida que devuelve los reflejos de la pared empapelada de blanco.

En el mismo texto el inglés juzga divertido que cualquier extranjero, «gaijin», rompería este equilibrio, este «conjunto perfecto», al no compartir en lo más mínimo los equilibrados rituales de alimentación del tendero.  La ensayista norteamericana Ruth Benedict, discípula del seminal antropólogo Franz Boas, enlazó en su libro clásico como la idea de equilibrio, de armonía, entre «círculos» tiene también su proyección en el ámbito moral nipón. 

Yukio Mishima
El joven Mishima en sus «años verdes».

La obra de Yukio Mishima está repleta de descripciones minuciosas, nada casuales, de estancias en cuadro que remiten a estados de ánimo de los protagonistas. Esos cuadros de delicadeza tienen también algo de siniestro («la perfección es idea de muerte», juzgaba el novelista reaccionario Agustín de Foxá). De ahí la aguda y nada inocente frase de Dostoievski que inicia Confesiones de una máscara.

Mishima construye estas escenas, éxtasis de placer y también apoteosis de miedo, centrado casi siempre en la armonía de los conceptos. Busca la verticalidad, cada rasgo parece llamar a otro superior, y su gama de colores deja su lugar a los blancos que encarnan la pureza. El embeleso final, lo bello como convulsión posterior a un deceso, sorprende así a jóvenes tímidos o ancianos temerosos que se hipnotizan ante la imagen sin aristas. El propio autor llegaba a reflexionar que es imposible trasladar cualquier éxtasis sensorial a las palabras a través del protagonista de El Color Prohibido Shunsuké Hinoki:

En cambio, la belleza se encuentra siempre en este lado. Está presente en el mundo, es tangible. El requisito indispensable de la belleza es que nuestra sensualidad pueda saborearla. Así pues, la sensualidad es importante, ya que identifica la belleza. Pero jamás puede alcanzarla, porque la percepción por medio de la sensualidad impide ante todo alcanzar la belleza. Los griegos expresaban la belleza con estatuas: era un método sabio. En cuanto a mí, soy novelista. En todo este batiburrillo inventado por la modernidad he elegido lo peor para convertirlo en mi profesión. ¿No crees que es la profesión más torpe y más vulgar que existe para expresar la belleza?.

En cualquier caso, y en una reflexión que también fundamenta su teoría de las armas y las letras de El sol y el acero, no por ello Mishima dejaría de cultivar sus propias descripciones armónicas en cada una de sus novelas. Son famosas sus estilizadas representaciones del templo del pabellón de oro (Kinkaku-ji / 金閣寺) en la novela homónima donde el atormentado Mizoguchi —quizá uno de los primeros incel literarios— se obsesiona con el brillo, «la fosforescencia», de un edificio que llega a comparar las curvaturas de sus «repisas indias» con senos femeninos. 

Yukio Mishima
El templo del pabellón de oro, 金閣寺. Edificio del siglo XIV y que fue quemado en 1950.

Esta descripción sicalíptica, que ejerce de sinuoso viaje en las cuervas de sus frases subordinadas, tiene en el propio Mishima párrafos donde emula al Huysmans de los viajes interiores a través del arte (de la novela En Route en adelante). Exposiciones que, avanzando estas novelas, tienden siempre a acabar con el deseo de un cuerpo perfecto que puede ser de cualquier género. 

De este modo asocia escenario y figura en un delicado pasaje de El Color Prohibido:

En aquel momento, en medio del mar azul apareció un rizo del que se alzaba blanco rocío, como si fuese la cresta de una ola. Aquel rizo avanzaba en línea recta hacia la playa donde se encontraba Shunsuké. Cuando hizo pie, el nadador se alzó entre las olas que rompían. El rocío ocultó por un instante su cuerpo, y entonces reapareció. Avanzó hacia la orilla dispersando el agua con sus robustas piernas. Era un joven de sorprendente belleza. La seducción que se desprendía de su cuerpo era suave, casi dubitativa, y evocaba no tanto una estatua griega de la época clásica como un Apolo esculpido en bronce por un artista de la escuela del Peloponeso. Su cuello se erguía con nobleza, las curvaturas de los hombros eran delicadas, el pecho ancho, los brazos de una elegante redondez, un torso cuyas líneas se estrechaban de improviso en la cintura y las musculosas piernas firmes como espadas.

(Continúa aquí)

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2 Comments

  1. Andres Indaburu

    Bellisimo.

  2. Excelente ,bello y profundo análisis. Muchas gracias.

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