Anaideia (Gr. ἀναίδεια, ας, ἡ): desvergüenza, provocación o irreverencia.
Uno de los tres rasgos básicos de los filosofos cínicos, junto con la adiaforía o indiferencia (situar un amplio espacio de costumbres al margen de un juicio moral sobre el bien o el mal) y la parresía o franqueza, y libertad en el hablar.
Pasen al comedor. Manténganse en silencio, asisten, como invitados excepcionales, a una cena de ficción donde cada palabra debe ser bien medida. Se sientan los comensales: Michel Houellebecq preside una mesa cuadrada con Bukowski a su derecha y Schopenhauer a la izquierda; enfrente, el filósofo Comte recién salido del sanatorio. No bromean, ni siquiera pestañean. El humo impide ver con nitidez la expresión de sus caras. En aquella sala rodeada de estanterías con libros, el único sonido audible es el de inhalación de nicotina del enfant terrible de la literatura francesa. Ya apunta maneras, y aun así la escena tiene pinta de acabar como el rosario de la aurora.
Pero en este comedor no hay fotos de familia. Michel Houellebecq (1958, La Reunión), no conserva ninguna de su niñez, aunque mejor nos vendría un mapa para contar su historia. Hijo de padres bohemios que pronto perdieron todo el interés en su existencia, tras estar una temporada con sus abuelos maternos en Algeria, a los seis años se fue a vivir con su abuela paterna al norte de Francia. Dicen que entonces Huxley le adoptó como hermano pequeño para sus experimentos sociológicos, lo cierto es que aquel chaval que leyó a Pif et Hercule, los cómics de José Cabrero Arnal, donde encontró valores como la fraternidad y una cierta inclinación comunista, fue años más tarde escupido por la crítica a causa de su denuncia reaccionaria al movimiento de liberación sexual. Habrían de esperar a sus textos posteriores para hilar lo que Houellebecq tenía en la cabeza. Después de varias novelas, infinidad de artículos, ensayos, poemas y hasta canciones a sus espaldas, probablemente hoy no lo hayan conseguido.
Houellebecq representa en nuestro imaginario a esos cincuentones ricos que no saben qué hacer con su vida, esa frivolidad burguesa, esa brecha entre clases. También es la amargura de un continente que ha vivido dos guerras mundiales y ahora está plagado de individuos que están de vuelta de todo. Con un pasotismo olímpico y un desparpajo irreverente, Houellebecq toma asiento observando su propia trayectoria como personaje de un texto. Es el hombre postmoderno que no se alinea con lo que acostumbramos. Desarraigado y nihilista, excesivo e intenso.
De entre los dos autores clásicos de lectura obligatoria en la escuela de la Francia de los años 50, Julio Verne y Alejandro Dumas, Houellebecq siempre prefirió a Verne. Su visión exhaustiva del mundo le despertaba una curiosidad similar al interés que le suscitaban los cuentos de Andersen. Lejos del historicismo y observando las estanterías de aquel comedor, los libros de ciencias naturales y biología que ahora tienen polvo fueron el manual del escritor que estudió Agronomía y con ellos aprendió a ser investigador de por vida.
Solo es real lo concreto que se da en la experiencia
(Auguste Comte, Discurso sobre el espíritu positivo).
Si Comte abriera la boca, lo más normal sería que Houellebecq le siguiera la corriente. Vean la paradoja: al filósofo que un día intentó suicidarse por amor hoy se le considera padre del positivismo. Houellebecq también cree en una cierta predeterminación calvinista, según la cual las personas nacemos salvadas o condenadas sin poder hacer nada al respecto. En la misma línea de Comte, hablaría sobre la existencia de una ley básica sometida a la inteligencia y que podemos comprobar racionalmente tanto a través del conocimiento de uno mismo como por la verificación histórica del pasado.
La sensación común de enfrentarse y leer sus novelas debe ser algo parecido a la estupefacción y a la desesperanza. Obsérvenle fumar. Medita y duda, responde con monosílabos, traga humo y vuelve a fumar. Nunca una batalla fue sorteada con tanta cobardía y sentido común a la vez. Raramente hayan compartido mesa con una persona que vomite al ser humano y lo recoja después entero, desintoxicado. Pero si algo llama la atención entre esta humareda que flota es la intensidad de sus convicciones. Houellebecq no evita los rodeos pero después apunta y dispara. Es un romántico empedernido.
Un romántico es alguien con una felicidad ilimitada, que es eterna y posible en el buen sentido. Es alguien que cree en el amor. También cree en el alma, algo que es extraño en mí, sobre todo cuando nunca he parado de decir lo contrario.
(M. Houellebecq).
Así no es de extrañar que admire por la belleza de su trabajo y su terrible intensidad emocional a escritores como Victor Hugo, Vigny, Musset, Nerval, Verlaine y Mallarmé. Por no polemizar, no deberían tratar el tema de Baudelaire antes de la sobremesa. Poco suele hablar de aquel que leyó con solo trece años, porque en realidad fue Pascal la sorpresa de su vida. Tenía quince años cuando se llevó los Pensées a un viaje de estudios en Alemania, y con su descripción de la condición humana descubrió temprano la muerte. Vivir con sus abuelos la hizo más tangible.
Entre plato y plato
Creo que soy un realista que exagera un poco.
(Houellebecq, The Paris Review).
A menudo se habla de las novelas de Houellebecq por los temas sociales que abordan, o por la polémica en la que se mete cada vez que concede una entrevista y el periodista de turno intenta enumerar las claves de sus textos. No suele ser solución acertada —mucho menos esclarecedora— reducir a un decálogo las ideas que una noche de insomnio se le pasaron por la cabeza a un escritor desenfrenado.
Ensimismados en un rincón, podríamos permanecer inmóviles esperando a que la vida pasara, y él tampoco lo impediría. Como nosotros, lo mismo haría Charles Bukowski, pues él tampoco confía en nada de lo que pueda ocurrirle, nada le estimula o lo poco que consigue estimularle él lo valora como insano. Entre plato y plato, perdida la oportunidad de morir jóvenes, los reyes de la provocación podrían hablar de las rutinas de una vida de arbitraria temporalidad. En El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco, Bukowski se desahoga de las limitaciones épicas y físicas de la edad. El escritor del libertinaje decide bajar las escaleras que aúpan su trono para mostrarse al alcance de todos, humano, sí, pero despidiéndose; anciano, pero invariablemente reaccionario como un adolescente.
En un intento de escapar del presente, asegura que de no ser por la ciencia ficción todas sus influencias serían del XIX. Oxígeno también para su propia obra, el estudio que publicó sobre H. P. Lovecraft, Contra el mundo, contra la vida (2006), es el sorbete de limón para pasar al segundo plato.
Pero aún hay hueco en el estómago y algunos flecos por encajar. Sexo y ciencia son dos constantes en su vida. Por eso también hay lugar para el Génesis entre sus libros de cabecera, Schopenhauer estaría de acuerdo. En él se explica que la expulsión de Adán y Eva del Edén conlleva la aparición del deseo carnal que sitúa al varón contra la mujer.
La generación de los padres de Houellebecq aplicó la doctrina liberal a la vida afectiva. La búsqueda del goce y del confort se desencadenó al mismo tiempo que la soledad. Por eso el hombre houellebecquiano es incapaz de dar sentido al mundo que le rodea, porque carece de un vínculo. Él lo escribe en Las partículas elementales (la novela que le lanzó al éxito internacional, en 1998), ya antes en Ampliación del campo de batalla (1994) y siempre en sus entrevistas. A quien describen como provocador se considera a sí mismo un incomprendido que habla de la sexualidad como la expresión de lo sagrado acechado por el tiempo, minado por la erosión del deseo y de los cuerpos.
La cuestión de si el amor existe juega el mismo papel en sus novelas que la existencia de Dios en Dostoievski. Y en realidad en el universo de Houellebecq el amor nace, se focaliza y se agota en el sexo. En apariencia ningún otro lazo, ninguna otra ligadura lo sustenta y lo arropa. Y es en el sexo donde sus protagonistas alcanzan ciertos estados de felicidad plena. Desde la raquítica precariedad de sus valores y sentimientos, desde la extrema pobreza de su constitución, como sujetos deseantes sin voluntad, el único recurso del que disponen para amar y ser amados es el sexo. Caricaturizado en una agencia de viajes que comercializa tours de sexo lo describe en Plataforma (2001).
En realidad este pesimismo es solo aparente. Si cada uno de nosotros sabemos dónde está nuestra salvación, la de Houellebecq es de nuevo Huxley. El mejor de los mundos no es una utopía futurista. Es, aplicado a La posibilidad de una isla (2005), la aparición de una nueva raza de humanos genéticamente perfeccionada, es el retorno a las emociones simples, a un sentimiento desnudo que la construcción del discurso científico, esa otra «voz», permite entrever.
Música para los postres
No estoy sereno,
Pero estoy en mi habitación
Los ángeles sostienen mi mano,
Siento cómo cae la noche.
(Houellebecq, El sentido de la lucha).
La distancia mantenida a lo largo de este banquete solo puede ser acortada abordando la poesía. Para Houellebecq es el único dominio donde un escritor que nos gusta puede realmente influirnos, porque aquello que leímos permanece en nuestra cabeza. Novelista por oficio, fue poeta desde sus tiempos de universidad, aun considerándolo un fraude para editores. De Corneille tomó el gusto por el alejandrino, el verso de catorce sílabas tradicional, y de la lucha entre prosa y poesía nacieron los cuatro libros de poemas que hoy encontramos editados en una antología (Poesía, 2012). De su condición de poeta veremos vestigios en toda su narrativa: el gusto por los adverbios y el uso de las repeticiones. Todas sus preocupaciones sobre el ser humano, que ya expuso en la recopilación de artículos El mundo como supermercado (2005), se encuentran en su obra poética desmenuzadas. La opción acertada para terminar sin atragantarnos.
Los hombres viven junto a otros como bueyes; todo lo más, de vez en cuando, comparten una botella.
(M. Houellebecq, Plataforma, 2001).
Intoxicado de la belleza de sus palabras, el mismo Iggy Pop publicó un álbum inspirado en La posibilidad de una isla, alegando ser el único libro que le ha gustado en los últimos diez años. Puede que si cerramos los ojos ahora, justo antes de terminar, su obra nos produzca la misma sensación que la música de Joy Division.
El poeta malcarado, el crooner que enamoraría a Carla Bruni con cualquier versión, pasa su vida entre Irlanda y una casa en algún lugar del sur de España. Responde satúrnico cuando le reprochan que dijo que el islam era la religión estúpida o que la prostitución le parece una forma de progreso. De vez en cuando todavía canta sus textos en clubs nocturnos de París, y algunos le imaginamos transmitiendo el mismo caos que ya leímos en sus historias. Es insoportable, pero al final, como diría Schopenhauer, todo es como en los erizos.
Pingback: Michel Houellebecq: la cena está servida – Colectivo Perrotrespatas
En castellano es Argelia