Nativos y sus costumbres
Si uno vive en Galicia hay dos cosas seguras que observará, a poco que se fije; en invierno lloverá algún día, en general muchos días, y en verano, mayormente, se verá obligado a huir de una fiesta o romería gastronómica. Lloverá porque sí, y porque esta tierra tiene imán para las nubes más cargadas, y acabará rodeado de cientos o miles de individuos inmersos en una fiesta gastronómica porque no hay ciudad, pueblo, aldea e incluso barrio o comunidad de vecinos que no organice una. Y me refiero, no a las fiestas en las que se come, que son todas, pues en la que más y en la que menos siempre hay un cabritillo abierto dando vueltas sobre unas brasas o al menos unos chorizos criollos o unas tiras de churrasco o sardinas o la omnipresente pulpeira con su gran olla pescando pulpos en ella. Señalo únicamente las que tienen como excusa la comida; ni santos, ni vírgenes ni milagros viejos. La comida, un alimento concreto con el que situarse en el mapa. El mapa de Galicia es una surtida despensa.
Así, por ejemplo, Carballiño aparece asociado indefectiblemente a su pulpo, que se celebra el segundo domingo de agosto; y para la ocasión se reúnen ochenta mil almas. Hace casi diez años, según los periódicos, se batió el récord del mundo al cocinarse doscientos sesenta kilos de pulpo que se extendieron en un plato de madera de 3.8 metros de diámetro. Entiendo que haya seres humanos para los que esa gran mesa redonda colmada de tentáculos perfectamente recortados pueda resultar extravagante, o incluso monstruosa.
Además de la cuestión económica, turística, y de la excelente materia prima culinaria, que también es una gran excusa, quizá haya otras razones que explican la oferta innumerable de celebraciones gastronómicas en este país. Mientras otros pueblos ofrecen más o menos solapadamente los encantos del turismo sexual, el gallego tira sus redes en el caladero de los que, vaya por dios, se conforman con comer mucho y bien.
Por supuesto, el primero en acudir a este tipo de celebraciones, sin contar al alcalde y al cura del lugar que sea, es el propio pueblo. El pueblo es, cómo no, congregado y dichoso, a la luz del mediodía, toda una exposición de lo que algún día debió ser el humano primigenio, el primer rubio, el bárbaro lejano. Es otra ilusión más; despreciar el concepto de raza observando alegremente en qué mezcla de mezclas ha derivado el pueblo. Pero, por debajo, muy por debajo, saltando entre la multitud, una ceja aquí, una frente allá, una nariz acullá, todas esas caras desubicadas, extirpadas del mundo moderno, conforman ese rostro del pueblo. Ahora, reconocido. Ese rostro imaginario podría, claro, matar a un caballo de un puñetazo, si tuviese puños el pueblo. Que los tendrá. Pero dejemos al pueblo masticar tranquilo.
Centrémonos en el turista, que viene con su prole, pues los que acuden a las fiestas gastronómicas desde lugares remotos no van solos. El solitario es un individuo que busca acoplarse con otro ser, en general; para ello acude a otros lugares donde ello sea más probable. El que ya se ha acoplado, e incluso reproducido, concentra sus intereses en la gula. Esta ley es tan falsa como cualquier otra, pero al menos no la justificaré con cientificismo barato, que es lo que se suele hacer como ejemplo de periodismo inmaculado. El turista, entonces, no es más que un testigo camuflado, con derecho a masticar como el que más, pero perplejo, inmovilizado por la batalla que le rodea. Lleva su cámara y fotografía la comida, que está por todas partes, que cae del cielo, como el maná bíblico, pero mejor, y a los que comen, orillados a lo largo de tablones que funcionan como mesas interminables. Pero cómo fotografiar el movimiento, todas esas bocas. Su asombro de profano proviene de ahí. El pueblo mastica. Miles de personas, de pie o sentadas, masticando todas al mismo tiempo. La escena merecería a un pintor como el inglés William Hogarth. Él sabría imprimir carácter a todas esas bocas inocentes masticando pulpo.
Festín pantagruélico
Faltaría más. No solo las fiestas gastronómicas derivan en una apología del exceso, con cantidades monstruosas de pan, vino, mejillones, vieiras, anguila, pulpo, raxo, lacón, nécoras, navajas, empanada, tortilla, xoubas, zamburiñas, pimientos de Padrón, caldo, berberechos, almejas, orejas de cerdo, cachelos, y todo lo que se quiera en carnes, todo, y todo lo que venga del mar y de la huerta a surtir nuestras mesas, incluyendo la brujeril queimada y los licores, sobre todo el de café, natural de Ourense. Sí, en lugar de cubiertos y platos, usaremos palas y grúas. Que tiemblen los austeros, los estreñidos y tacaños. Y decía, no solo en estas romerías se sobrevalora la capacidad de un estómago humano; en toda boda, al menos tradicional, o fiesta familiar, o congregación de comedores, se produce ese fenómeno. Y la comida que, tras arduos esfuerzos de digestión mientras todavía se mastica e ingiere, sobra, se utiliza para continuar esa comida los días posteriores, o si ello no fuese posible, para hacer croquetas o alimentar a todos los perros de la zona. He ahí lo pantagruélico, lo irrazonable y alegre de este pueblo. Nietzsche se hubiese venido abajo al ver los doscientos sesenta kilos de pulpo de Carballiño. Por lo demás los chistes sobre pedos y eructos y toda esa ostentación infantil de lo guarro de Rabelais poco tiene que ver con estas celebraciones.
Pero, pulpo y sentimiento
Espacio para el sentimiento en un trabajo de campo. Uno, disfrazado de antropólogo, se acerca a una de esas fiestas gastronómicas en la que se congregan unos cuantos miles de personas y se detecta nada más llegar dos espacios; sol y sombra. Bajo el sol se desplazan de un lado a otro los comensales; bajo la sombra, sea de árbol, natural, o bajo unas estratégicas carpas (que a su vez dividen al mundo de masticadores en pueblo y autoridades), se come. En general, todos el mismo manjar, con una sincronía en el masticar casi perfecta. Hay razones justificadas para ello siempre, pero alguna vez más destacada; como decía, el pulpo, o polvo en gallego. Es una carne, como se sabe, que exige un juego laborioso de mandíbula. Incluso en los mariscos de los que prácticamente hay que beber el contenido de la concha, como las ostras o las almejas, es habitual que las miradas se crucen en una especie de hermanamiento antiguo, inexplicable, y eso solo sea posible mientras el manjar homenajeado se disuelve en la boca.
Debe haber algo erótico en ese paladear lo que da la tierra o el mar, o los seres que se crían en esa tierra y que forman parte de ella. Un erotismo, en todo caso, en el que incurre el cura del pueblo, que rodea las mesas picoteando y repartiendo bendiciones.
Pienso en una de estas fiestas gastronómicas como en una dichosa reunión de individuos dispuestos a masticar en público. El rumor que producen las mandíbulas asombra al principio, después hipnotiza. Entre bocado y bocado salen voces que pretenden civilizar el festín. Eso del habla. Pero la verdad honesta de los celebrantes debe estar en esos gruñidos afirmativos que producen, en un estado casi de ensoñación.
Hambre, señores
Habrá quien crea que ese pueblo, esa bendita ficción, es un gran aparato derrochador, además de goloso y esclavo de su estómago o paladar. Supongamos que se dan ciertas circunstancias atenuantes; el clima, hasta en verano, más suave que en otras zonas, exige cierta contundencia en el comer. Algo así como ganarse la siesta, que poniéndonos dramáticos podría ser un ganarse la muerte. Morir, siempre, solo después de comer. Además del clima tiene que haber una historia traumática de fondo. Todo gran pueblo necesita su trauma colectivo que exacerbe un nacionalismo más o menos desvergonzado y absurdo. A veces son solo niñerías, que a fuerza de llorarlas, con más o menos acierto poético, se convierten en tragedias irreparables y por supuesto imperdonables. Y no se perdona, entonces, a quien corresponda. Creo que la palabra pueblo ha sido tan manoseada por asesinos y sinvergüenzas que ya poco podemos hacer con ella. Honradamente, solo puede ir bendecida por la sátira. Y qué mejor sátira que ese pueblo sano, inocente y manso deleitándose con una mariscada o un lacón con grelos. Una fiesta gastronómica tiene su gracia. Masticar sigue siendo, con la risa, la mejor exposición del ser feliz. Nadie que mastique con más o menos brío siente una pena muy honda. Los italianos en cine han sabido sacarle su partido al comer, quiero decir, al masticar. Fellini saca grandes masticadores en sus películas. En I Vitelloni es hermosa esa imagen del novio abandonado que se come, entre lágrimas, un bistec. Hablo de memoria. Tendría que buscar esa escena. Y Pasolini hace una de las grandes películas sobre el hambre en Occidente, Accattone. El hambre como aburrimiento, y como argumento.
Y entre nosotros, como atenuante, ese hambre histórico, que dicen los expertos. No tan remotos hambres, no vayamos a pensar. El hambre de nuestros abuelos nos llegó en esa insistencia obsesiva por ofrecernos un bocadillo o un segundo o tercer plato de caldo. Un hambre nunca del todo satisfecho convierte la felicidad en una utopía comestible. Si fuese una historia para niños nos la habrían contado las abuelas, pero del hambre se habló poco aquí siempre. Decía Cunqueiro que el gallego es un gran creyente. Por cierto, que Cunqueiro fue un gran escritor de comidas, o sobre comida, al igual que Camba y Pla. Sospecho que la gran creencia del gallego ideal, ese figurín vestido de gaiteiro, es esta de la comida, y como complemento ideal, claro, la bebida, el vino. Es un nacionalismo de mesa, y en ese aspecto es absolutamente intransigente. Todo lo demás es negociable. Todo lo demás puede esperar y no puede ser tan importante. Teniendo en cuenta la materia prima de la que se sirve la gastronomía gallega este patriotismo de paladar y estómago tiene bastante sentido. Se fía, únicamente, de su marisco y de sus cerdos y del trigo de sus campos, con el que hace su pan. El vino que bebe, bueno o malo, brota de la tierra de sus muertos. Bebe otros vinos porque hay muy buenos vinos en el mundo; pero el país también se bebe, y mucho. La reivindicación más enraizada pasa por masticarse el país.
Dichosa Wikipedia
Ahí está la autodenominada enciclopedia libre, para señalarnos lo que piensa nadie sobre algo. Es como leer un saber que flota en el aire, una media calculada entre las verdades y mentiras canónicas que circulan sobre un tema. Pero qué importante, qué provechoso es saber lo que dice el hombre objetivo sobre cualquier cosa. Es decir, la calle, fiable y tontorrona. En el artículo «Gastronomía de Galicia» encuentro lo siguiente: «La sociedad gallega es, asimismo, muy aficionada a la celebración gastronómica, a veces pantagruélica, y a celebrar cualquier evento, acto o encuentro con una comida, desarrollándose numerosas fiestas gastronómicas».
Así que eso piensa el hombre objetivo sobre la sociedad gallega. No hay mucho misterio; la llamada celebración gastronómica es, efectivamente, una realidad que inunda el país. Si ese valiente individuo llamado Morgan Spurlock, que osó alimentarse durante un mes exclusivamente con comida servida en los restaurantes McDonald’s, arruinándose el tipo y el hígado (para rodar una película precisamente sobre su progresivo deterioro físico y mental), hubiese hecho una ruta gastronómica por las romerías de Galicia tendríamos un documental muy distinto. Más un National Geographic de los pueblos ancestrales. Comer hamburguesas en un McDonald’s es casi una actividad furtiva, y si se me permite la comparación insultante, a la altura estética de meterse el dedo en la nariz. En los MacDonald’s la visión poética esencial es la de familias reunidas, parejas o solitarios, tragando. No en el sentido vejatorio, animal; no hay nada vulgar en ello. Tragar es una actividad obligada, y tan digna como en asunto de fornicios la postura del misionero. Qué otra cosa podemos hacer en uno de esos locales de comida rápida que deglutir con impaciencia y salir pitando. Hay alguno que incluso se inclina a masticar, a ostentar esa masticación, pero en un McDonald’s es una chulería gratuita. Una reivindicación de la comida plástica, eufemismo por basura que prefiero. Y además el McDonald’s ya es un motivo poético de primer nivel, pero de una poesía que canta precisamente lo que tiene de industriosa y artificial nuestra vida actual. «Y ríen y tragan patatas fritas / Y yo trago patatas fritas. / Y dos maricas están enfrente comiéndose / la misma hamburguesa goteante, / […] Y tragan patatas fritas. Y se besan. Y se tocan. / Y se despedazan», versos de un poema de Manuel Vilas titulado, cómo no, «McDonald’s».
Sin ir más lejos, a mediados de los noventa del siglo pasado, el sociólogo George Ritzer hizo famoso el término «McDonaldización» de la sociedad. Aludía a la progresiva conversión de muchos ámbitos de la sociedad a una racionalidad aparente y supuestamente científica basada en los principios de eficiencia, cuantificación, previsibilidad y control que conformarían el funcionamiento de los restaurantes de comida rápida. Ritzer convierte esos principios en paradigma de la sociedad contemporánea. En conclusión, donde debería darse el comer, ese proceso, esa conquista, se produce otra cosa; una concesión a la supervivencia. Ritzer, por supuesto, no dejaría de señalar en ese éxito de las fiestas gastronómicas nuestras elementos que apuntan a la creciente McDonaldización de todo lo que se mueva. ¿Cómo llevarle la contraria a un sociólogo? No hay forma humana de hacerlo, a no ser que se luche cuerpo a cuerpo, sin estadísticas que arrojarse a los ojos o abstracciones rimbombantes.
Entonces, no hay entonces. En este fragmento del artículo llegamos a una conclusión monstruosa que derrumba toda esa mística de la masticación: las fiestas gastronómicas son una parcela más de ese falso racionalismo, o racionalismo irracional que denunciaba Ritzer. Quizá teñidas de una idiosincrasia autóctona y bendecida por un rumor especial: el de las mandíbulas moviéndose.
The Times They Are A-Changin’
Los tiempos cambian. Dylan lo intuyó hace tanto tiempo que ya han cambiado varias veces desde entonces. Nuestros bocados tienden a ser más apurados y frugales. Se diría que ya no podemos cargar con todos esos pedruscos del cocido, ni con las barbas de unos potentes callos, o con una tortilla gruesa pavimentada con chorizo. Puede que parte de culpa la tengan las japoneserías de los nuevos cocineros estrella, al menos estéticamente. Los estómagos se ablandan, con espumas y otras delicadezas. El gusto, queramos o no, ya es otro. Cada generación, supongo, elige sus excesos, y puede que en ellos tenga su talón de Aquiles. Podría escribirse una historia del mundo centrándose únicamente en los vicios y obsesiones de cada pueblo. Los miedos.
Y acabo estos apuntes con Dylan.
Come writers and critics
Who prophesize with your pen
And keep your eyes wide
The chance won’t come again
And don’t speak too soon
For the wheel’s still in spin
And there’s no tellin’ who that it’s namim’
For the loser now will be later to win
For the times they are a-changin’
Joder, qué manera de escribir.
Impresionante, y galleguísimo, artículo.
Qué bella prosa, señor. Una genuina poesía “gastronómica”. Se agradece. Especialmente por los recuerdos. Desde pibe me preguntaba porqué a los bares o tabernas en medio de la pampa de Buenos Aires, comenzando por las memorias que dejó nuestro Martin Fierro de José Hernández, les llamaran pulperias, si lo que menos había y hay en el Rio de la Plata, el “mar” más cercano son pulpos. De las descripciones de estas sabemos que vendían “chasqui” (carne salada que permitía la conservación), caña y vino sobre todo. De pescado y mariscos, ni la sombra. Y la respuesta le tuve siempre ahí, solo que no sabía que de los gallegos (gentilicio posterior para todos los españoles) era ese plato típico tan sabroso y caro hoy día. Y hasta han dado título a un hermoso “corrido” o como se llame ese tipo de música, La pulpera de Santa Lucía. “Era rubia y sus ojos celestes, reflejaban la gloria del día, y cantaba como una calandria, la pulpera de Santa Lucía… le cantó el payador mazorquero (primigenio activista de armas tomar de nuestra izquierda autóctona) mientras el año cuarenta moría… Gracias por la lectura.
Vendían charqui (carne salada), el chasqui es el mensajero. La palabra pulpería se usa en casi toda América y los primeros registros que tiene el corpus CORDE son varias ordenanzas de Perú en la década de 1570, cosas como esta de 1572: «ordeno y mando que ningún mercader, tratante, ni pulpero, después de la publicación de esta ordenanza, no fíe a los dichos indios de su tienda, si no fuere hasta dos fanegas de maíz, papas y chuño». Quizás vendían pulpa o pulque, vaya uno a saber. Saludos.
Gracias por la corrección, tocayo. Se me cruzaron las consonantes. Me olvidé decir que pulpería es un registro histórico. Hoy en día creo que ningún compatriota mío sepa lo que fue una pulpería. Y como he visto por ahí, usan ese sustantivo como algo exótico para negocios dedicados a la gastronomia. Pulpa, supongo de carnes, no creo. La pampa de Buenos Aires siempre tuvo un clima húmedo y caluroso no apto en aquellos tiempos sin electricidad. El pulque tampoco me convence. No hay registros que lo den como una bebida barata al alcance de los bolsillos populares. No me queda otra que pensar que fueron los emigrantes gallegos, una de las comunidades más numerosas que junto a los napolitanos llegaron para poblar la Argentina, trayendo sus costumbres y tradiciones, las mismas por las cuales recuerdo que comía lechón al horno, avellanas y nueces en diciembre, para las fiestas, con treinta y seis grados de calor. Claro, en Galicia es pleno invierno. Es curioso que en Perú conocían ese término. Tal vez alli también hubo emigración gallega. Otra curiosidad lengüistica. Al Inicio de Pulp Ficción explican que Pulp significa en inglés cosas amontanadas o variadas, como en las pulperías donde vendían de todo. Un abrazo
Por nada. Perdona que insista, pero no es un término argentino, es americano, también había pulperías en México, Nicaragua, el resto de Centroamérica y Sudamérica. Los inmigrantes gallegos en Argentina son algo de fines del siglo XIX y principios del XX, pero el término ya existía con el mismo sentido en Perú en la década de 1570 y aparece también unos años después en lo que luego serían Chile y Bolivia. El diccionario de la RAE de 1737 lo define como «Tienda en las Indias, donde se venden diferentes géneros para el abasto: como son vino, aguardiente y otros liquóres, géneros pertenecientes à drogueria, buhoneria, merceria y otros, pero no paños, lienzos ni otros texidos.» Más o menos como los kioskos argentinos de ahora. Saludos desde la antigua Nueva Galicia, donde se consume marisco, chancho y sidra como en Galicia, pero con más papas.
Insistí siempre. Tus comentarios son muy apreciados. Si en algún lugar escribí o insinué que pulperia es un término argentino, le «erré fiero, hermano». Hay pocas palabras de cuño argentinas, todas las demás se las debemos a nuestros abuelos gallegos y (napoli)tanos. Con kiosko, discrepo. Lo entiendo (y lo veo) como un lugar de reducidas dimensiones en donde, y sobretodo, venden diarios y revistas, luego golosinas, cigarrillos, etc. etc. Lo más parecido a las pulperías eran los viejos y ya casi inexistentes almacenes, donde sí que había casi de todo y mezclado, pero no lienzos, paños y texidos.Y ahora que me decís que también en México la conocían (por ende en Texas cuando era mexicana), sospecho que el pulp inglés provenga del nuestro pulperia. Gracias por no olvidarte de la infaltable sidra. El Gaitero es la que más recueredo.
«Entiendo que haya seres humanos para los que esa gran mesa redonda colmada de tentáculos perfectamente recortados pueda resultar extravagante, o incluso monstruosa».
Pero si eso es el Paraíso…