«¿Y si nadie va a por la rubia?» .
Con esa frase, Una mente maravillosa trataba de presentar la explicación del llamado «equilibrio de Nash» a unos espectadores que podían o no estar interesados en la teoría de juegos, pero que sí compartían un íntimo deseo: ninguno quería quedarse sin follar.
Para lograr tan encomiable propósito, la película recurría a la analogía entre el mercado económico y el mercado de la carne. Un poco de trazo grueso, sí, pero recuerden que aún seguimos utilizando los estadios de fútbol como unidad de medida universal. La situación era la siguiente: el matemático John Nash, interpretado por Russell Crowe, está en un bar con sus letradísimos amigos y ven a un grupo de mujeres. Sobresale una rubia, la más atractiva. Valiéndose de los postulados de Adam Smith —«En competencia, la búsqueda del interés propio contribuye al bien común»—, resuelven abordarlas a lo bruto, respondiendo al instinto más simiesco de que gane el mejor y el que venga detrás que arree. Todos irán a por la rubia; si los rechaza, se conformarán con cualquiera de las morenas.
Hasta que Nash tiene su epifanía y predice que semejante plan está abocado al fracaso. Si todos acuden en tropel a por la más despampanante: 1) se obstaculizarán entre ellos y 2) cuando reconduzcan el tiro y traten de cortejar a las amigas, fracasarán también, porque para segundos platos ya están los menús del día. «Adam Smith dijo que el mejor resultado se obtiene cuando todos los del grupo hacen lo mejor para sí mismos, ¿verdad? Adam Smith se equivocaba —proclama Nash, alumbrando su idea genial—. Si ignoramos a la rubia, ni nos entorpecemos ni ofendemos a las otras chicas. Esa es la única estrategia ganadora». Una teoría que le valió el Premio Nobel de Economía, y que muy resumidamente enuncia que se logrará un mejor resultado para el conjunto si se comparten las estrategias con el resto de los jugadores. Todos hacen lo mejor para sí mismos, dado lo que ha hecho el resto.
Y si hay una especie, un subgrupo, una élite en esto de perfeccionar su comportamiento a la hora de ligar, estaremos de acuerdo en que esos son los argentinos. Más allá del tango, del dulce de leche o de las proporciones elefantiásicas de su ego —hablando de cosas que solo pueden medirse en campos de fútbol—, lo que de verdad han convertido en centro gravitacional de su existencia es la seducción. Específicamente, de mujeres. Más específicamente… de mujeres no argentinas. Esto lleva siendo así desde los tiempos en los que se podía fumar en los consultorios médicos, cuando el primer argentino agarró sus bártulos y se plantó en España para descubrir, extasiado, que su acento provocaba un instantáneo embrujo entre «las gallegas». Imagínenselo, desconcertado ante tal feliz hallazgo, inconsciente como era de su habilidad innata, tratando de calibrar la grandiosidad de su propia gesta. Solo le hizo falta despegar los labios y dejar caer una de esas lisonjas triviales —«Disculpáme, ¿sos de acá? Porque para mí parecés de otro planeta»— para que un infinito mundo de posibilidades se abriera ante su bragueta.
No hace falta que los libros de historia detallen qué ocurrió a continuación. La palabra había obrado el milagro engatusador y con la palabra se expandió la buena nueva. El secreto duró lo que tardó ese argentino primigenio en hacer números y asumir que ni doblando jornada conseguiría satisfacer la demanda de una población femenina sedienta e impresionable ante las frasecitas ingeniosas y eses arrastradas. A pesar de su recién descubierta grandiosidad, solo era un hombre. Corrió la voz. Prometió a sus compatriotas una región virgen, fértil para el piropo existencial, que con unas dosis mínimas de creatividad —bastaba con decir muchas veces «proyectar», añadirle «re» a cualquier cumplido— te hacía resultar exótico e irresistible.
Hordas de porteños, mercedianos, pamperos, bonaerenses, plateros y barilochenses desembarcaron en todos los puntos cardinales —quizás también huyendo de una dictadura, vale— con una maleta cargada de sueños húmedos y una guitarra que no hacía falta saber tocar. Debió de celebrarse un cónclave secreto en algún recinto ferial, una coordinación estratégica de cómo desplegarse y operar en territorio inexplorado y maximizar sus conquistas. No podemos saber los términos, pero sí las consecuencias: eligieron una estrategia unitaria. Y eficaz. A partir de entonces, todos los argentinos con ganas de meterla en caliente se convertirían en el mismo argentino, sin importar su aspecto o procedencia. Consensuaron historietas, trucos, gestos imperceptibles. Memorizaron los más melosos versos de Benedetti, ensayaron la pose canallita-torturado-carismático-pero-en-el-fondo-buen-tipo. Todo para convencerte a ti, mujer con asma y presbicia nacida en Berruecos del Jarama, de que eres el ser más singular de la creación, un ejemplar irrepetible que con su mera existencia ha compensado que él cruzara un océano y huyera de cien corralitos para dar contigo en este preciso instante, en esta cola de los baños en la que estás buscando un clínex a las tres de la mañana.
¿Y cómo iban a lograrlo? Habían detectado que algo se derretía en las autóctonas cuando ellos fingían haber leído a Borges o a Cortázar —citar: «Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos» poseía un índice de éxito sobrenatural, descubrieron— pero que la sabiduría igual estaba en lo verdaderamente leído. A alguien le vino a la memoria una de esas obras obligatorias en secundaria, Las mil y una noches. Tras las coñitas preceptivas sobre cómo el sultán Shahriar era «un recontragenio y un chabón», dieron con la tecla precisa: una mujer. Scheherezade. El paralelismo era tan evidente que se sorprendieron de no haberlo visto antes. Si conseguía entretener toda la noche al sultán con sus historias, se salvaba de la decapitación. Y seducir a una mina también era una carrera contrarreloj contra la muerte: había que rivalizar con tipos que además de pasear una guitarra sabían tocarla, hombres que entrenaban los bíceps, que llamaban croissant a las medialunas, que no se echaban a llorar si les mencionaban el Mundial de Fútbol de 1994 y que jamás invitarían a una mujer a una copa para explicarle las bondades del psicoanálisis.
Así que reprodujeron el ardid de Scheherezade: hablar, hablar, hablar. Sin resuello, sin dar tiempo a réplicas o pausas que comprometan el discurso hueco. Simple y llanamente, hablar como si lo fueran a prohibir. Fundamentalmente de uno mismo. El truco era inyectar a la víctima ese veneno diluido en la musicalidad de su acento, adormecerla para que, con el juicio nublado, crea que está formando parte de una conversación interesante y no de una perorata de un vendedor de motos sin ruedas. Lo bautizaron «hacer el verso», pero solo era oratoria. Labia, si quieren. Se han escrito decenas de manuales de seducción argentinos —no se pierdan los cursos que imparten los ínclitos Martín Rieznik y Mike Tabaschek, que, con un póster de Frida Kahlo de fondo, te revelan cómo irte a casa con una modelo de Victoria’s Secret— que dan mil vueltas a cómo agasajar a las hembras con palabrería, pero su esencia es bastante ramplona. No es que hayan alcanzado un conocimiento de los laberintos del alma femenina con tesón, ni que el consumo prolongado de alfajores les otorgue unos poderes genéticamente imposibles en un checoslovaco. Solo aplican el mismo lema que utilizan los conductores en Marruecos cuando van a cruzar una rotonda: si te paras, pierdes.
Y ellos llevan sin parar décadas. Puliendo, perfeccionando, disparando chamuyos aquí y allá, engrandeciendo su fama de seductores implacables. Incluso si se da la circunstancia de que fracasen —porque el novio está al lado de la presa, porque es lesbiana o por otra razón que desvelaremos más adelante—, dan la vuelta al marcador y en un abrir y cerrar de ojos ya están engatusando a la siguiente con idéntica ferocidad, sin aspavientos ante el rechazo sufrido. Las mismas décadas que lleva el resto de la población masculina heterosexual poniendo los ojos en blanco cuando un argentino se aproxima a una de las hembras del grupo con un susurro colgándole del labio —«Disculpáme, ¿me permitís hacerte una preguntita?»— porque saben lo que viene a continuación. Que mercachifles que andan por ahí creyéndose Fito Páez, repitiendo una y otra vez las mismas marrullerías con encantos falaces, inexplicablemente, resultan arrebatadores.
No es cometido de este texto dilucidar si el descubrimiento del equilibrio de Nash debería en realidad llamarse «equilibrio del mate», o de si corresponde a los argentinos la autoría del premiado concepto. Eso que lo resuelvan los comités suecos. A mí se me requiere para que exponga otra teoría sobre la que llevo años disertando, acodada en la barra de tugurios —¿los recuerdan?—, dispuesta a compartirla con quien quisiera escucharme, una concurrencia tendente a cero. Acostumbro a exponerla cuando alguien se duele de que esa amiga suya, hermana, prima o conocida, con siete doctorados en Cambridge, varias empresas emergentes de éxito y las paredes rebosantes de clásicos rusos, ha caído rendida ante un patán del tres al cuarto. Uno que se presenta como cantautor y trovador del alma, y que por su culpa ahora ella dice «heladera», acepta que el mate en realidad no está tan mal y se está volviendo a ver con él todo el cine de Campanella o de Mignogna —nunca de Lucrecia Martel o de María Luisa Bemberg, fíjate—. Resoplan, se encogen de hombros, y con derrotismo alegan que «yo tampoco lo entiendo, pero, claro, él es argentino». Lo dicen como si no hubiera remedio. Y sí, sí lo hay. Está justo ahí, ante sus narices.
La única forma de librarse de un argentino es sucumbir ante un argentino. No me entiendan mal, no estoy animando a que se lancen a los brazos del primer camarero que te dibuje una margarita en la espuma del café y te diga lujuriosamente que le tienes muerto. No es eso. Se trata de aprovecharse de las flaquezas de su —aparentemente— implacable modus operandi.
Puede que seas incapaz de verlo ahora, que te has levantado en la cama de un señor de Bariloche y te sientes como si te hubieran acariciado el cerebro con un rallador de queso. Alárgalo si quieres un tiempo, hay cosas que no están tan mal, si es que puedes soportar que te recite todas las bromas de Esperando la carroza la totalidad de veces —entre siete y cuatrocientas cincuenta— que te proponga ver la película juntos. O si estás más loca que la canción de Mocedades y no consideras un instrumento de tortura que ahora, además, el siglo XXI les permita enviar audios interminables por WhatsApp.
Pero cuando todo eso pase, cuando te asfixie el detalle escrupuloso sobre lo mal que cortas la carne, cuando ya hagas gárgaras con el chimichurri de puro agotamiento, cuando quieras pasar página porque sospechas que hay léxico más allá de pedo y añores pronunciar barbacoa sin que suenen las cornetas del Apocalipsis… En suma, cuando no lo soportes más y seas tú quien quiera mudarse a pastos más verdes, algo mágico sucederá.
Aparecerá otro argentino para encenderte un cigarrillo, alabando cómo balanceas el traste, jurando ante Maradona que es la primera vez que se siente así al conocer a alguien. Y entonces se activará un resorte en tu cerebro reptiliano y sabrás, automáticamente, que en esta ocasión no vas a acabar con las bombachas en los tobillos porque lo tuyo, además, son bragas. Se instalará en ti una fortaleza insólita, esa certeza de que antes te depilas las ingles a machetazos que volver a escuchar a otro ejemplar pontificar sobre la mitología del Boca y del River creyéndose una fotocopia de Ricardo Darín. Después de eso, amiga, se revelará ante ti que la genuina naturaleza del argentino no es la consonante aspirada, sino el alma de creativo publicitario hagiógrafo de sí mismo.
Y es que, a fuerza de constancia, de repetir una y otra vez los mismos trucos y engañifas, de diluir su singularidad para ser siempre el mismo argentino, convencidos de que esa es la vía óptima para engancharte, han logrado algo más. Canibalizarse, perder eficacia emotiva. Follado un argentino… follados todos. Así de irónico es: lo que consideraban que los volvía infalibles los ha convertido en un virus pasajero, en un trance que pasar. Usa clichés y en cliché te convertirás, diría la maldición, si existiera. La conclusión —no me ven, pero ahora mismo estoy crujiéndome los nudillos— es que los argentinos son como un sarampión. Una infección que hay que superar una vez en la vida y con la que se pasa regular, pero que trae consigo el espléndido regalo de la inmunidad. Una vez catados se vuelven completamente resistibles, créanme.
Alguien dijo —un argentino— eso de «no sos vos, soy yo». No sabía la razón que tenía. Cuando ya se han paladeado las mieles argentinas, el problema ya no son ellos. Somos nosotras, que nos volvemos «chenoas», entonando ese himno inmortal escrito, sin duda, tras un affaire en la Pampa.
Presumiendo que lo sabe todo
me dice cosas que no suenan del todo bien.
Está tratando de seducirme,
entre la marcha y tanto ruido no le oigo bien.
Pelo hacia atrás, sonrisa retorcida,
intentará abordarme por segunda vez.
No se da cuenta que no me interesa
que lo que diga o lo que haga lo conozco bien.
No vayáis a por la rubia, que da igual. Ellas también han alcanzado su propio equilibrio.
Eduardo Roberto, ya estás tardando…
Eduardo Roberto está paladeando un inefable momento de gloria
Tres personas distintas, una misma idea. Será casualidad, claro
Gracias Ansiosa Genial y Rafa. Estoy tardando porque puse en “remojo” dos páginas de Word con mi comentario (hecho en el mismo momento en que lei el artículo) para repasarlo en frío. Esta especie de grafomanía feliz, a menudo me lleva a irme por las ramas. La montaña que he archivado y releído lo confirma. Tendré que poner en práctica una especie de autocensura. Pero esta señora escribe tan bien, que me da un poco de vergüenza salir a defender los mios. Algo de razón tiene, al igual que las autoras sobre las “deslenguadas y charlatanas” de las argentinas, y la de los insultos geniales (triste Guiness). La otra que afirmaba que esas hormigas negras y voraces eran argentinas, por supuesto que se equivocaba. No niego que me han halagado vuestros comentarios, pero esas dos páginas me ponen en un brete. Tendré que decidir qué cosas están de más, tratar de escribir menos, no repetirme etc. etcc. Las páginas en cuestión comienzan de esta manera. (Entre paréntesis las que necesitarían una reflexión mayor).
(¡Y dale con esto!) Ahora resulta que somos como el sarampión. (Lo mismo que decía el grande Montanelli sobre el Berlusca: hay que contagiarse para inmunizarse. Hace poco cumplió ochenta y cinco esa pesadilla, siempre rodeado de bellezas, y no es argentino). Y lo más lindo es que son todas mujeres las que hablan mal de nosotros, como si fuerámos los únicos dañinos, (como si las españolas no se derritieran de frente a esos gringos rubios y de ojos celestes, tirando a frios y distantes. Nosotros, a falta de colores atractivos exteriores, compensamos con el colorido sonido interior que modela nuestro lenguaje, gestos y posturas) Mujeres, decía, que espero un día, como ya hoy en Islandia sean mayoría en todos los parlamentos, ingratas… Y sigue así, más o menos igual, hasta llegar a una reflexion que creo ya publiqué y es imposible saberlo, pero que cambía con el devenir. (Ser argentino es… no ser ni demasiado blanco ni demasiado negro; la pincelada intermedia y perfecta del eterno vagabundear de los pueblos que terminan en el bar, en terapia y divorciados; ser argentino es hablar hasta por los codos y con un susurro medroso y quedo de frente a los finados, al Cristo en la pared, a sus deudos y a los que esperan, o sentir verdadera pena por los que no vieron “El Gol” sabiendo que jamás se repetirá otro portento igual; ser argentino es ser un poco fanfarrón, pero de corazón bueno, digamos medios ingenuos, ser peronistas y su contrario según el tiempo y la inflación; ser argentino es hablar con el diminutivo y con el vos en cualquier momento por más que difieran las condiciones de grandezas del montón, asi sea el presidente, un ejecutivo o un matón; insultar carnalmente a los amigos con epítetos vergonzosos, de puro amor sabiendo que sin ellos la paradoja del existir se haría sin los necesarios reclamos a la bronca y al corazón y, sobre todo, ser conscientes de que habitamos en el país más austral, el último, en el fin del mundo como dijo un tal Francisco, lo más lejos posible de la cultura occidental que continúa a mortificarnos, pero ser argentino también es esperar la Argentina Planetaria con los versos de nuestra Constitución: para todos los Humanos de buena Voluntad que quieran habitar el suelo de la Tierra, incluida Barbara Ayuso y las demás). Y sigue así por otra página. Veremos que sucede.
¿No será que los argentinos ganan tanto, porque los españoles heterosexuales tienen graves complejos de inferioridad?
Vargas Llosa ya pergeñaba en los 50s ese mismo sentimiento de fobia al olor a carne asada y al lunfardo en boca del escribidor boliviano.
Bárbara, sos bárbara! Un beso
Estimades Ansiosa, Rafa y Eva. Finalmente, y después de lungas reflexiones he llegado a la conclusión de que ese ¡Y dale con esto! es más que suficiente. Cuanto más días pasaban en remojo las hojas de Word, más era el convecimiento de que con el sarampión argentino nada tenían que ver Montanelli, Berlusca, Islandia y su parlamento, el feminismo, Putín, Ordagán, Trump, Salvini, Mussolini, el calentamiento del planeta, los uruguayos de quienes poco nos diferenciamos, Latinoamérica… y asi hasta el final. O sea, en definitiva
¡Y dale con esto!
Gracias, señora, por la estrepitosa lectura.
Una pregunta para ubicarme: ¿el galán argentino pertenece a ese pueblo que llegó en barcos y que vive el el recto de América del Sur, el orto del mundo?